Resumen del libro:
Nadie conoce su nombre, pero todo el mundo le respeta. Los sabuesos del crimen organizado solo saben que es uno de los tipos más duros de San Francisco, y eso es suficiente para andarse con cuidado cuando deben enfrentarse a él. Para cada nuevo caso, mezcla ingenio y rudeza a partes iguales, no duda ante nadie ni se amedrenta cuando la situación parece exceder los límites de lo permisible. Ante todo, y pese a todo, es un profesional. Creado por Dashiell Hammet en 1929, este atípico personaje protagonizó sus obras más conocidas. En este volumen se recogen sus mayores logros literarios: Cosecha roja, La maldición de los Dain y El agente de la Continental, nuevamente traducidos para una antología que saciará a los más fervientes seguidores del género negro y criminal.
1
UNA MUJER DE VERDE Y UN HOMBRE DE GRIS
La primera vez que oí dar a Personville el nombre de Poisonville fue a un tipo pelirrojo llamado Hickey Dewey en el Big Ship de Butte. También pronunciaba de esa manera otras palabras con erre, así que no le di más vueltas a lo que había hecho con el nombre de la ciudad. Luego se lo oí pronunciar igual a otros hombres que se apañaban bien con las erres. Seguí sin ver en ello sino la clase de humor sin pies ni cabeza que lleva a los maleantes a desfigurar palabras como «diccionario» para darles un significado despectivo. Unos años después fui a Personville y vi a qué se referían.
Desde un teléfono de la estación llamé a Donald Willsson al Herald y le dije que había llegado.
«¿Puede pasarse por mi casa esta noche a las diez? —Su voz tajante resultaba agradable—. Es el 2101 de Mountain Boulevard. Coja un tranvía en Broadway y bájese en la avenida Laurel, y luego camine dos manzanas hacia el oeste».
Le prometí que iría. Luego fui al Hotel Great Western, dejé el equipaje y salí a dar un garbeo por la ciudad.
No era bonita. La mayoría de sus arquitectos habían optado por lo ostentoso. Igual habían tenido éxito en un primer momento. A partir de entonces, los altos hornos cuyas chimeneas de ladrillo descollaban recortadas contra una lúgubre montaña hacia el sur le habían dado a todo una sucia uniformidad por efecto del humo amarillento que despedían. El resultado era una fea ciudad de cuarenta mil habitantes, ubicada en un feo desfiladero entre dos feas montañas que la minería había degradado por completo. Sobre todo ello se extendía un cielo mugriento que parecía haber brotado de las chimeneas de los altos hornos.
Al primer policía que vi le habría venido bien afeitarse. El segundo llevaba desabrochados un par de botones del uniforme desaliñado. El tercero estaba en medio de la principal intersección de la ciudad —Broadway y la calle Union— y dirigía el tráfico con un cigarrillo en la comisura de los labios. A partir de entonces dejé de fijarme en ellos.
A las nueve y media tomé un tranvía de Broadway y seguí las instrucciones que me había dado Donald Willsson. Me llevaron a una casa que se levantaba en una parcela bordeada de setos en una esquina.
La criada que abrió la puerta me dijo que el señor Willsson no estaba en casa. Mientras le explicaba que estaba citado con él salió a la puerta una rubia esbelta de poco menos de treinta años con un vestido verde de crespón. Al sonreírme no desapareció la frialdad de sus ojos azules. Le repetí las explicaciones.
—Mi marido no está en estos momentos. —Un acento apenas discernible le hacía arrastrar las eses—. Pero si le está esperando lo más probable es que no tarde en volver.
Me llevó a una habitación de la primera planta que daba a la avenida Laurel, un cuarto ocre y rojo con muchos libros. Nos sentamos en sillones de cuero frente a una chimenea de carbón encendida, y ella empezó a indagar qué asuntos tenía yo con su marido.
—¿Vive usted en Personville? —preguntó de entrada.
—No. En San Francisco.
—Pero no es su primera visita, ¿verdad?
—Sí.
—¿De veras? ¿Qué le parece nuestra ciudad?
—Aún no he visto lo suficiente para hacerme una idea. —Era mentira. Sí lo había visto—. He llegado esta misma tarde.
Sus ojos brillantes dejaron de fisgonear cuando dijo:
—Seguro que le parece aburrida. —Volvió a indagar diciendo—: Supongo que todas las ciudades mineras lo son. ¿Se dedica usted a la minería?
—En estos momentos, no.
Miró el reloj en la repisa de la chimenea y comentó:
—Qué falta de consideración por parte de Donald hacerle venir hasta aquí y dejarlo esperando a estas horas de la noche, que no son para tratar asuntos de negocios.
Le dije que no tenía importancia.
—Aunque tal vez no se trata de negocios —sugirió.
Guardé silencio.
Se rio, una breve carcajada con un deje afilado.
—Por lo general no soy tan entrometida como probablemente le parece —dijo como si tal cosa—. Pero se muestra usted tan tremendamente reservado que me pica la curiosidad. No será contrabandista de licores, ¿verdad? Donald cambia a menudo de suministrador.
Dejé que sacara sus propias conclusiones de mi sonrisa.
Sonó un teléfono en la planta baja. La señora Willsson acercó los pies calzados con zapatos verdes al fuego de carbón y fingió no haber oído el teléfono. No entendí por qué aquello le pareció necesario.
—Me temo que voy a… —empezó a decir, y se interrumpió para mirar a la criada en el umbral.
La asistenta dijo que llamaban preguntando por la señora Willsson. Esta se disculpó y siguió a la criada. No fue a la planta baja, sino que habló por un supletorio que no estaba lo bastante alejado para que yo no alcanzara a oír lo que decía.
—Soy la señora Willsson… Sí. ¿Cómo dice…? ¿Quién…? ¿Puede hablar un poco más alto…? ¿Qué…? Sí… Sí… ¿Quién es…? ¡Hola! ¡Hola!
Colgó el teléfono. Sus pasos se alejaron por el pasillo; pasos rápidos.
Encendí un cigarrillo y lo miré hasta que la oí bajar las escaleras. Fui a una ventana, levanté un extremo de la persiana y miré hacia la avenida Laurel y el garaje blanco y cuadrado en la parte trasera de la casa.
Poco después apareció una mujer esbelta con sombrero y abrigo oscuros que iba a paso ligero de la casa al garaje. Era la señora Willsson. Se fue al volante de un cupé Buick. Volví al sillón y esperé.
Transcurrieron tres cuartos de hora. A las once menos cinco rechinaron fuera los frenos de un coche. Dos minutos después entró en la habitación la señora Willsson. Se había quitado el sombrero y el abrigo. Tenía la cara blanca, los ojos casi negros.
—Lo siento muchísimo —dijo, y se le estremecieron los labios, que mantenía apretados—, pero me temo que ha estado esperando todo este rato para nada. Mi marido no va a volver a casa esta noche.
Dije que lo localizaría por la mañana en el Herald.
Me fui preguntándome por qué llevaba la puntera del zapato izquierdo húmeda y manchada de algo que podía ser sangre.
Llegué a Broadway y cogí un tranvía. Tres manzanas al norte de mi hotel me apeé para ver qué hacía tal aglomeración ante la puerta lateral del ayuntamiento.
Treinta o cuarenta hombres y unas cuantas mujeres ocupaban la acera en torno a una puerta con el cartel de «Comisaría». Había empleados de las minas y de los altos hornos todavía con la ropa de trabajo, chavales de aspecto chabacano de los billares y las salas de fiestas, hombres impecables de cara pálida y acicalada, hombres con el aire aburrido de maridos respetables, unas cuantas mujeres igual de respetables y aburridas y alguna que otra mujer de mala vida.
Me paré al borde del gentío junto a un tipo corpulento con la ropa gris y arrugada. Su rostro también era más bien gris, incluso los labios carnosos, aunque no debía de tener mucho más de treinta años. Tenía la cara ancha, los rasgos gruesos e inteligentes. Todo su colorido dependía de una corbata roja con nudo Windsor que destacaba sobre su camisa de franela gris.
—¿A qué viene el alboroto? —le pregunté.
Me dio un repaso con la mirada antes de contestar, como si quisiera tener la seguridad de que su información iba a quedar en buenas manos. Tenía los ojos tan grises como la ropa, aunque no tan suaves.
—Don Willsson ha ido a sentarse a la derecha de Dios, si es que a Dios no le importa ver orificios de bala.
—¿Quién lo ha matado? —le pregunté.
El tipo gris se rascó la nuca y dijo:
—Alguien con una pistola.
Yo buscaba información, no ingenio. Habría probado suerte con algún otro miembro de la muchedumbre de no ser porque me interesó su corbata roja. Así que le dije:
—Soy de fuera. Puede culparme a mí del embrollo. Para eso están los forasteros.
—Hace un rato han encontrado en la calle Hurricane al señor Donald Willsson, propietario del Morning Herald y el Evening Herald, acribillado a balazos por alguien cuya identidad se desconoce —recitó en tono rápido y cantarín—. ¿He conseguido no herir sus sentimientos?
—Gracias. —Alargué un dedo y le toqué un extremo suelto de la corbata—. ¿Tiene algún significado o la lleva porque sí?
—Soy Bill Quint.
—¡Anda ya! —exclamé, tratando de recordar de qué me sonaba el nombre—. ¡Vaya, cuánto me alegro de conocerte!
Saqué la cartera y rebusqué entre la colección de credenciales a las que había ido echando mano aquí y allá. El carné que buscaba era uno rojo que me identificaba como Henry F. Nelly, marinero de primera, afiliado en toda regla al sindicato de Trabajadores Industriales del Mundo. No había ni una palabra de verdad en ello.
Le pasé el carné a Bill Quint, que lo leyó con atención, por delante y por detrás, me lo devolvió y me miró de la cabeza a los pies, no sin recelo.
—Ese ya no va a morirse otra vez —comentó—. ¿Adónde vas?
—A cualquier parte.
Echamos a andar juntos calle abajo y doblamos una esquina, sin rumbo, por lo que me pareció.
—¿Qué te trae por aquí, si eres marinero? —preguntó con despreocupación.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Bueno, el carné.
—Tengo otro que demuestra que soy carpintero —dije—. Si quieres que sea minero, mañana conseguiré un carné que lo certifique.
—No lo conseguirás. De esos aquí me encargo yo.
—¿Y si te envían un telegrama desde Chicago? —sugerí.
—¡Al carajo con Chicago! De esos aquí me encargo yo. —Señaló con un gesto de cabeza la puerta de un restaurante y propuso—: ¿Bebes?
—Solo cuando puedo.
…