Resumen del libro:
Tierra del fuego es una colección de cuentos del escritor chileno Francisco Coloane, publicada en 1956. En esta obra, el autor nos presenta una serie de relatos ambientados en la región austral de Chile y Argentina, donde se mezclan la aventura, la naturaleza y la cultura de los pueblos originarios.
El libro se compone de diez cuentos, cada uno con un protagonista diferente que se enfrenta a los desafíos y peligros de la vida en el extremo sur del continente. Algunos de estos personajes son: un ballenero que busca vengarse de la bestia que le mutiló, un indio yagán que se rebela contra el dominio de los blancos, un cazador de lobos marinos que se enamora de una mujer misteriosa, un explorador que descubre una isla habitada por gigantes, un pirata que saquea las costas patagónicas y un misionero que intenta evangelizar a los indígenas.
Coloane utiliza un lenguaje sencillo pero poético, lleno de descripciones y metáforas que nos hacen sentir la belleza y la crudeza del paisaje fueguino. Sus cuentos son una muestra de su profundo conocimiento y respeto por la historia y la cultura de esta zona, así como de su admiración por el espíritu aventurero y valiente de sus habitantes.
Tierra del fuego es un libro que nos invita a viajar por un mundo fascinante y desconocido, donde el hombre debe luchar por su supervivencia y su dignidad frente a las fuerzas de la naturaleza y la sociedad. Es una obra que nos hace reflexionar sobre el valor de la libertad, la identidad y la solidaridad humana.
La derrota iba a las ancas de aquellos tres jinetes que atravesaban a trote largo el páramo.
El último tiroteo contra las fuerzas de Julio Popper había tenido lugar en las márgenes del río Beta, y los enemigos del enriquecido buscador de oro, unos setenta aventureros de todas las nacionalidades, se habían desbandado, totalmente derrotados por las fuertes bajas sufridas.
Unos huyeron hacia los cordones cordilleranos de Carmen Sylva, sierra que el mismo Popper así había bautizado en honor de su reina rumana. Otros fueron tragados por los vastos coironales de China Creek, y unos cuantos ascendieron por los montes del río Mac Lelan, refugio de cuatreros y de los últimos indios onas.
Solo Novak, Schaeffer y Spiro huyeron por la costa sur de Tierra del Fuego, con la esperanza de ocultarse tras el sombrío mogote del cabo San Martín. Conservaban todavía algunas balas para sus carabinas, y Novak, una cartuchera completa de las del calibre 9, para su Colt de caño largo, el único del trío.
Estas escasas municiones era lo único que todavía les daba ánimo en su desesperada situación, a pesar de que con ellas no habrían podido sostener un prolongado tiroteo. Lo demás era todo derrota, debilidad, aniquilación, tanto dentro de sus corazones de hombres fugitivos como fuera de ellos, en el desamparo de la estepa fueguina.
—Tienes sangre en el pantalón… —dijo Novak, con una extraña ternura en la voz, indicando la pierna derecha de Schaeffer.
—Sí, lo sé —contestó fríamente Schaeffer, fijando sus ojos azulencos en el encapotado cielo, como el pájaro que estira el pescuezo antes de emprender el vuelo.
—¿Bala? —interrogó Spiro.
—¡No, boñigas de guanaco! —profirió Schaeffer, con rabia.
—Vamos a ver —dijo Novak, sofrenando el trote del caballo.
—¿Qué?
—La herida —replicó el ex sargento alemán, con algo todavía del superior que se preocupa por el estado de su tropa.
—No es nada…, sigamos —profirió con leve asomo cordial Schaeffer, espoleando su cabalgadura.
Cosme Spiro lanzó una mirada cautelosa a sus espaldas y espoleó aún más su caballo, poniéndose a la delantera del trío.
El viejo Schaeffer, como un pájaro herido, volvió a levantar la cabeza hacia el cielo. Más que las punzadas de la herida, era el fluir de su sangre lo que lo atormentaba, porque cada vez que afirmaba el pie en el estribo para sostener su cuerpo en el ritmo del trote, sentía brotar una onda líquida de la herida, onda que escurría con escalofriante tibieza por la pierna hacia el pie, humedeciendo cada vez más el interior de la bota.
Con la mano derecha puesta en su vieja carabina alemana, de caño recortado, atravesada sobre el borrén delantero de la montura, trataba de alivianar la fuerza que hacía el pie con el estribo para mantener el ritmo del trote largo; pero era inútil, la onda tibia surgía con regularidad agobiante, resbalando insidiosamente por la piel hasta emposarse dentro de la bota. Era entonces cuando Schaeffer estiraba la cabeza como un pájaro, pero no para emprender el vuelo de una oración, sino para largar una bandada de maldiciones al cielo y a su Dios, por haberle arrastrado a tan desgraciada situación.
—¿Quién me mandó a meterme en contra de Popper —díjose, murmurando entre dientes el viejo—, cuando el rumano me trataba como a un compatriota y siendo como soy un húngaro perdido en estas playas?
De tarde en tarde, como el fluir de su sangre en esas ondas tibias e insidiosas, surgían en su mente fugaces andanzas con el buscador de oro enriquecido en el páramo. El dolor y las rondas de la muerte traen en cualquier circunstancia la vida así, a retazos.
Recordó su primer encuentro con aquel oficial borracho en el bar de Punta Arenas, que casi lo confundiera con un teniente del ejército austro-húngaro por el uniforme… ¡Era nada menos que el tal Novak, que ahora trotaba fugitivo a su lado con la misma derrota montada en las ancas! Popper lo había convertido en el comandante de su escolta personal, uniformada a la usanza militar austro-húngara, lo mismo que el resto de su policía en el páramo, cuyas armas y uniformes imponían respeto entre sus trabajadores y los indígenas que ya empezaban a tener conciencia del significado de una fuerza armada.
En aquella ocasión el comandante de la escolta de Popper había pagado con una extraña moneda que el dueño del bar no quiso aceptar sin antes haberla pesado en una balanza para oro. Eran exactamente cinco gramos de este metal, acuñados por el anverso con un gran «5» atravesado por la palabra «gramos», y con una orla que decía «Lavaderos de Oro del Sud», y en el reverso: «Julio Popper – Tierra del Fuego – 1889».
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