Resumen del libro:
“Tess de los d’Urberville”, obra de Thomas Hardy publicada en 1891, es un retrato devastador y conmovedor de una joven atrapada en los rígidos códigos morales de la sociedad victoriana. La protagonista, Tess, es una mujer sencilla y noble, cuya vida se ve marcada por un destino trágico e injusto. Hardy, conocido por su mirada crítica hacia las normas sociales de su tiempo, teje una historia en la que la naturaleza, el destino y la sociedad se confabulan para llevar a Tess hacia una inexorable caída.
El motor de la trama es la revelación de que la humilde familia de Tess, los Durbeyfield, pertenece a un linaje noble caído en desgracia: los d’Urberville. Este hallazgo impulsa a los padres de Tess a enviarla en busca de apoyo a una familia adinerada que, en realidad, no tiene relación con sus verdaderos antepasados. Así, comienza el viaje de la protagonista hacia la fatalidad. Tess es seducida por Alec d’Urberville, un joven frívolo y manipulador, lo que inicia una cadena de eventos que la empujarán a enfrentar constantes desgracias.
Hardy pinta a Tess como una heroína trágica, una “mujer pura”, que a pesar de sus errores y las circunstancias que la rodean, nunca deja de ser víctima de un orden social que le niega oportunidades y la castiga por transgresiones ajenas. La profundidad del personaje radica en su lucha contra la opresión social y moral. Tess encarna el conflicto entre la ley natural y las convenciones sociales, siendo el blanco de una sociedad hipócrita que la juzga sin miramientos.
El autor utiliza la belleza rural y los paisajes bucólicos de Inglaterra para contrastar la crudeza de la historia de Tess. La naturaleza, en muchas de sus novelas, es indiferente o incluso hostil, y en “Tess de los d’Urberville” no es una excepción. Los campos y colinas que rodean a la protagonista parecen reflejar su lucha interna y el implacable peso de su destino.
Thomas Hardy, uno de los escritores más influyentes del siglo XIX, es conocido por sus críticas a las estructuras sociales y su pesimismo inherente. En “Tess de los d’Urberville”, Hardy pone en duda la noción de justicia y examina la doble moral victoriana, haciendo de Tess un símbolo de resistencia frente a la opresión. La novela es, en última instancia, una acusación contra una sociedad que castiga a los inocentes y protege a los poderosos.
Este relato es una de las obras más conmovedoras de Hardy, una tragedia que continúa resonando en los lectores por su valentía al desafiar las normas de su tiempo y por su representación de una mujer que lucha, hasta el final, por preservar su dignidad en un mundo que la traiciona.
Nota al texto
Después de haber sido rechazada en 1889 por dos revistas (Murray’s y Macmillan’s) por prevenciones de orden moral, Thomas Hardy expurgó Tess de los d’Urberville de los pasajes y capítulos conflictivos, los publicó como cuentos independientes (cambiando el nombre de los personajes) en otras publicaciones, y envió la nueva versión al diario The Graphic, que, en efecto, la publicó por entregas del 4 de julio al 16 de diciembre de 1891. En noviembre de ese mismo año apareció en una edición en tres volúmenes (Osgood, McIlvane & Co., Londres), que incluía los pasajes y capítulos (alguno tan importante como el XIV) descartados para la versión de The Graphic. En una nueva edición en 1892, Hardy revisó de nuevo el texto, y llegaría a hacerlo siete veces, hasta la definitiva edición Wessex de 1912. Sobre esta última versión se basa la presente traducción.
Nota aclaratoria a la primera edición
La parte principal de la siguiente narración se publicó, con ligeras modificaciones, en el diario The Graphic; otros capítulos, dirigidos más especialmente a lectores adultos, aparecieron en la Fortnightly Review y el National Observer, como esbozos de algunos episodios. Doy las gracias a los editores y los dueños de estas publicaciones por permitirme ahora unir el tronco y las extremidades de la novela en una edición completa, tal como se escribió hace dos años.
Añado únicamente que el relato se presenta con la mayor sinceridad, como un intento de dar forma artística a una secuencia de cosas verdaderas. Sobre las opiniones y sentimientos que se expresan en la novela, me limito a recordar al lector susceptible, que no tolera que se diga lo que hoy en día todo el mundo piensa y siente, una famosa frase de san Jerónimo: «Si la verdad ofende, más vale lanzar la ofensa que ocultar la verdad».
T. H.
Noviembre, 1891
Prólogo del autor a la quinta edición y ediciones posteriores
Por centrarse esta novela en la gran campaña que emprende su heroína a raíz de un acontecimiento vital decisivo para su papel protagonista, o que al menos pone fin a sus afanes y esperanzas, era contrario a las convenciones de la época que el público acogiera el libro con simpatía y coincidiera conmigo en que la ficción tiene algo que añadir a la estructura de una catástrofe bien conocida por todos. La buena acogida de Tess de los d’Urberville entre los lectores, tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, demostraría, sin embargo, que el plan de construir una narración sobre la base de un conjunto de creencias tácitas, en lugar de buscar la mera conciliación con las fórmulas que la sociedad defiende abiertamente, no era del todo desatinado, aun cuando el ejemplo sea un hallazgo tan incompleto y desigual como el mío. No puedo sino expresar mi agradecimiento por esta recepción tan favorable y también lamentar —porque vivimos en un mundo que nos impide saciar la sed de amistad, un mundo en el que el simple hecho de no ser deliberadamente malinterpretado ya se percibe como un acto de bondad— que nunca me será posible conocer en persona a estos elogiosos lectores y estrecharles la mano.
Incluyo entre ellos a los críticos que, en su inmensa mayoría, han acogido la novela con tanta generosidad. Sus comentarios confirman que también ellos, como los lectores, se han servido de la intuición creativa para suplir buena parte de los defectos narrativos.
De todos modos, aunque la novela no pretendía ser didáctica ni agresiva, sino representativa en sus partes escénicas, y ofrecer en general más impresiones que convicciones en los pasajes contemplativos, no han faltado detractores tanto del tema como de su exposición.
Los más moderados sostienen importantes diferencias de opinión, entre otras cosas sobre los temas por los que debe interesarse el arte, y se muestran incapaces de relacionar la idea implícita en el adjetivo del subtítulo con poco más que el significado manido y artificial que insinúan las normas de la civilización. Ignoran el sentido que esta palabra tiene en la naturaleza, además de su legitimidad estética, por no hablar de la interpretación espiritual que le atribuye el cristianismo en su mejor vertiente. Otros discrepan por razones que, intrínsecamente, se limitan a afirmar que la novela encarna la visión del mundo predominante a finales del siglo XIX y no la de una generación anterior y más sencilla, afirmación que solo me cabe esperar que tenga un fundamento sólido. Permítanme repetir que una novela es una impresión, no un argumento, y ahí debería terminar la polémica. Así nos lo recuerda un pasaje de las cartas de Schiller a Goethe, en el que se refiere a esta clase de jueces: «Hay quienes únicamente buscan sus propias ideas en una representación y valoran aquello que debería estar por encima de las cosas tal como son. Así, la causa de la disputa reside en los principios más elementales, y es del todo imposible llegar a un acuerdo con ellos». Y más adelante, añade: «En cuanto observo que alguien, al juzgar una representación poética, considera que hay algo más importante que la necesidad o la verdad interior, no me molesto en seguir discutiendo».
En el prólogo a la primera edición insinué que las personas susceptibles quizá encontraran en estas páginas algunas cosas difíciles de aceptar. Esas personas aparecieron, como era de esperar, entre los mencionados detractores. Un lector me recriminaba que le había sido imposible terminar el libro, a pesar de haberlo intentado tres veces, porque yo no había hecho el esfuerzo crítico «necesario para justificar la salvación de una mujer como esta». Otro protestaba porque objetos tan vulgares como el tridente del diablo, el cuchillo en una casa de huéspedes o un parasol comprado con medios vergonzosos apareciesen en una historia respetable. En otra ocasión, el ofendido era un caballero que abrazó el cristianismo por espacio de media hora para expresar mejor su malestar por una frase en la que yo faltaba al respeto a los inmortales; aunque la misma delicadeza innata le compelía a disculpar al autor con una compasión que nunca podré agradecerle lo suficiente: «Nos brinda lo mejor que está en su mano». Puedo garantizarle a este gran crítico que proferir exclamaciones ilógicas en contra de Dios, o de los dioses, tanto da el singular como el plural, no es un pecado mío tan original como él se figura. A decir verdad, puede que tenga cierta originalidad local; claro que si Shakespeare fuera una autoridad en materia de historia, cosa que probablemente no es, tal vez pudiera yo demostrar que ese pecado se introdujo en Wessex en tiempos tan antiguos como la Heptarquía. Dice el conde de Gloucester en El rey Lear, que no es otro que Ina, antiguo rey de ese país:
Para los dioses somos como moscas para los niños traviesos.
Nos matan por diversión.
Los otros dos o tres tergiversadores de Tess pertenecían a esa especie predeterminada a la que la mayoría de los escritores y lectores prefieren olvidar: la de los supuestos púgiles literarios que se envuelven en sus convicciones para la ocasión; modernos «martillos de herejes»; censores implacables, siempre al acecho para impedir que un éxito tentativo y parcial pueda convertirse con el tiempo en un éxito rotundo; que pervierten los significados más sencillos y se lanzan al ataque personal en nombre del incuestionable método histórico que se jactan de aplicar. Sin embargo, quizá tengan causas que promover, privilegios que defender, tradiciones que preservar; aspectos que un simple narrador de historias, que plasma la impresión que le producen las cosas, sin ninguna otra intención en absoluto, no ha tenido en consideración y, así, por pura inadvertencia, los ha ofendido sin el menor ánimo consciente. Es posible que, debidamente desvirtuada, una percepción fugaz, fruto de un momento de ensoñación, pueda verse como un ataque muy perjudicial para la posición, los intereses, la familia, el criado, el buey, el asno, el vecino o la mujer del vecino. Así, ocultando su identidad con valentía detrás de las persianas de un editor, claman: «¡Vergüenza!». Tan poblado está el mundo que el más mínimo cambio de posición, incluso la propuesta mejor justificada, puede sacar de quicio a alguien. Estos cambios surgen a menudo de un sentimiento, y de ese sentimiento a veces surge una novela.
Julio, 1892
Las observaciones precedentes se redactaron cuando esta novela empezaba a dar sus primeros pasos y yo seguía contrariado por las encendidas críticas, públicas y privadas, que había recibido. Se conservan aquí por lo que valen, como algo que se dijo en otro momento, aunque probablemente ahora no volvería a escribirlas. En el breve espacio de tiempo transcurrido desde la primera edición de esta obra, algunos de los críticos que provocaron mi réplica «han descendido al silencio», como si quisieran recordarme la infinita insignificancia tanto de sus palabras como de las mías.
Enero, 1895
La presente edición de esta novela contiene algunas páginas que no figuran en ninguna de las ediciones anteriores. Cuando se recopilaron los episodios publicados por entregas, tal como se explica en el prólogo de 1891, estas páginas no se incluyeron por descuido, a pesar de que figuraban en el manuscrito original. Aparecen en el Capítulo X.
Con respecto al subtítulo, al que ya se ha aludido en párrafos previos, debo decir que se añadió en el último momento, después de leer las pruebas finales, para señalar la impresión que el personaje de la heroína había dejado en un espíritu inocente: una impresión que probablemente nadie discutiría. Se discutió más que ningún otro aspecto del libro. Melius fuerat non scribere. Pero ahí está.
La novela se publicó completa por primera vez, en tres volúmenes, en noviembre de 1891.
T. H.
Marzo, 1912