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Terrorismo y comunismo

Terrorismo y comunismo, crónicas de León Trotski

Resumen del libro:

«Para hacer al individuo sagrado debemos destruir el orden social que lo crucifica. Y este problema sólo puede ser resuelto a sangre y hierro.» Trotsky Escrito en el momento candente de la guerra civil de la Rusia revolucionaria, Terrorismo y comunismo de Trotsky es una de las defensas más potentes de la dictadura del proletariado. En su provocativo comentario a esta nueva edición, el filósofo Slavoj que defiende la relevancia vital que actualmente tiene el ataque de Trotsky a las ilusiones de la democracia liberal.

Prólogo

Terrorismo y comunismo, de Trotsky, o Desesperación y utopía en el turbulento año de 1920
por Slavoj Žižek

Karl Kraus, el crítico y cronista cultural vienés al que, entre otras cosas, se debe la famosa afirmación de que el psicoanálisis es la enfermedad misma que trata de curar, conoció a Trotsky durante la temporada que éste pasó en Viena antes de la Primera Guerra Mundial. Una de las leyendas que sobre Kraus circulan es la de que, a comienzos de los años veinte, cuando le contaron que Trotsky había salvado la Revolución de Octubre mediante la organización del Ejército Rojo, exclamó: «¡Quién lo iba a decir de Herr Bronstein del Café Central!». Esta observación se basa en la transubstanciación al estilo de la famosa anécdota de Zhuangzi y la mariposa: no fue Trotsky, el gran revolucionario, quien, en su exilio en Viena, pasó tiempo en el Café Central; fue el amable y locuaz Herr Bronstein del Café Central quien luego se convirtió en el temido Trotsky, azote de los contrarrevolucionarios.

Hay otras figuras de «Herr Bronstein» que suponen una parecida transubstanciación mistificadora de Trotsky y que, por consiguiente, dificultan la adecuada comprensión de su importancia. En primer lugar está la aburguesada imagen de Trotsky popularizada por los mismos trotskistas actuales: Trotsky el libertario antiburocrático del Termidor estalinista, partidario de la autoorganización de los trabajadores, defensor del psicoanálisis y del arte moderno, amigo del surrealismo, etc. (y en este «etc.» debería incluirse la breve aventura amorosa con Frida Kahlo). Ésta es la domesticada figura que hace que a uno no le sorprenda que algunos neocons de Bush sean ex trotskistas (ejemplar resulta en este sentido el destino de la Partisan Review: fundada en los años treinta como la voz de los intelectuales y artistas comunistas, luego convertida en trotskista, más tarde en el órgano de los liberales partidarios de la Guerra Fría, ahora apoya a Bush en la Guerra contra el Terror). Este Trotski casi le hace a uno simpatizar con la sabiduría antitrotskista de Stalin.

Los críticos de Trotsky inventaron otra figura de «Herr Bronstein»: Trotsky el «judío errante» de la «revolución permanente», que no podía encontrar paz en el rutinario proceso posrevolucionario de la (re)construcción de un nuevo orden. Nada tiene de extraño que, en los años treinta, incluso muchos conservadores tuvieran una opinión favorable tanto sobre la contrarrevolución cultural estalinista como sobre la expulsión de Trotsky: ambas cosas se consideraban un abandono del anterior espíritu revolucionario judío-internacional y el retorno a las raíces rusas. Incluso un crítico del bolchevismo como Nikolái Berdiáyev expresó en los años cuarenta, poco antes de morir, cierta simpatía por Stalin, y sopesó la posibilidad de regresar a la URSS. En este sentido, Trotsky aparece como una especie de Che Guevara ruso en contraposición con Fidel: Fidel, el auténtico líder, la autoridad suprema del Estado, frente al Che, el eterno rebelde revolucionario incapaz de resignarse a simplemente gobernar un Estado. ¿No se parece esto a una Unión Soviética en la que Trotsky no habría sido rechazado como el architraidor? Imagínese que, a mediados de los años veinte, Trotsky hubiera emigrado y renunciado a la ciudadanía soviética a fin de instigar la revolución permanente en todo el mundo, y hubiera muerto poco después: Stalin lo habría elevado diligentemente a los altares…

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