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Teoría de Lola

Resumen del libro:

Francisco Umbral, uno de los escritores más icónicos de la literatura española contemporánea, es conocido por su estilo inconfundible, su aguda observación social y su habilidad para capturar la esencia de la existencia humana en sus escritos. Con una carrera prolífica y una pluma que atraviesa géneros, Umbral ha dejado una marca indeleble en la narrativa hispana. Su obra se caracteriza por una mezcla de lirismo y crítica social, y «Teoría de Lola» es un ejemplo perfecto de su maestría literaria.

«Teoría de Lola» es una colección de relatos de diversa temática que exhibe dos estilos narrativos predominantes: el coloquial y el descriptivo. A través de estos estilos, Umbral consigue transportar al lector a distintos escenarios y situaciones, siempre con un trasfondo existencial que es una constante en su obra. Esta colección incluye tanto relatos inéditos como otros ya publicados, entre los que destaca «Tamouré», ganador del premio nacional de cuentos Gabriel Miró.

En «Teoría de Lola», Umbral alterna entre un tono cercano y conversacional, y una prosa rica en descripciones, creando un equilibrio perfecto que mantiene al lector inmerso. Los relatos, aunque variados en su trama, comparten una profundidad filosófica y una introspección sobre la vida y la condición humana. La habilidad de Umbral para explorar estos temas desde diferentes ángulos y con distintos registros lingüísticos es lo que hace a esta obra tan especial.

La obra se complementa con un extenso prólogo en el que Umbral ofrece un profundo análisis sobre el arte de escribir relatos cortos. Este prólogo no solo contextualiza la colección, sino que también proporciona una visión invaluable del proceso creativo del autor. Para aquellos interesados en la escritura, este prólogo es una guía magistral que desentraña las complejidades y sutilezas de la narrativa breve.

«Teoría de Lola» es una muestra brillante del talento de Francisco Umbral. A través de sus relatos, el autor nos invita a reflexionar sobre la existencia y nos deleita con su capacidad para contar historias que son a la vez cotidianas y universales. La combinación de relatos inéditos y premiados, junto con el análisis introspectivo del prólogo, hacen de este libro una lectura esencial para los amantes de la buena literatura.

Prólogo

Para mí, el cuento es a la la literatura lo que el vacío a la escultura o el silencio a la música. El cuento, modernamente entendido, es lo que no se cuenta, es como esa máquina de fotografiar ausencias mediante la cual los americanos —supongo que son los americanos— pueden obtener la imagen de un automóvil en un aparcamiento media hora después de que el automóvil haya desaparecido.

Se ha dicho, y bien fácil es decirlo, que el cuento está o debe estar más cerca de la poesía que de la novela, más cerca de la lírica que de la épica. Efectivamente, el cuento no debe escribirse para contar algo, ni tampoco para no contar nada, sino precisamente para contar nada. A este punto de aparente gratuidad ha llegado la narración corta, el relato breve, hoy día, en España y en el mundo. El cuento es un perfume, un vacío transitorio, un paréntesis. Un buen cuento debe contar un transbordo de Metro, esos cinco minutos que invierte un hombre, cualquier hombre de la calle —o, más bien, de debajo de la calle— en pasar de un andén a otro del ferrocarril subterráneo. Al cuentista no debe importarle de dónde viene ese hombre ni adónde va. El novelista, por el contrario, tendría que contarnos todo lo anterior y todo lo posterior a ese cotidiano transbordo subterráneo, pasando por alto el transbordo o resolviéndolo en dos líneas. Pues bien, cuentista es el escritor que puede llenar cinco, diez o quince páginas contándonos precisamente el transbordo y nada más que el transbordo, interesándonos en él y sin recurrir, por supuesto, al truco final de que el viajero pierda el Metro o se suicide arrojándose a la vía.

El concepto de cuento, como el concepto de novela, ha evolucionado mucho desde las fórmulas tradicionales. Es más, yo creo que es la evolución del relato corto la que ha influido en la evolución novelística, y casi todas las novelas de estos últimos años están escritas con técnica de cuento o mediante la aliteración de diversos cuentos. La influencia del relato corto en el relato largo es ahora evidente y poderosa —aunque no sé si esto se ha visto bien—. El escritor de cuentos es al novelista lo que el investigador puro al médico o al técnico. El relato corto es el género experimental por excelencia y de esa experimentación constante, gratuita y fortuita del cuentista, nacen los grandes hallazgos literarios que luego son aplicados a la novela, a la literatura grande, y marcan la evolución de ésta.

Tengo que decir que Dickens, Chejov, Maupassant, Leopoldo Alas y todos los maestros tradicionales del cuento no sabían escribir cuentos. Fabricaban pequeñas novelas, microcosmos literarios, argumentos minutísimos como la maquinaria de un relojito de dama antigua. Iban al cuento con una mentalidad novelística. Eran los jívaros de la novela, maestros en el arte estupefaciente y un tanto repugnante de fabricar miniaturas reduciendo órganos vivos o muertos. La razón de ser del cuento tradicional está en la sorpresa final, en la consecuencia, en la moraleja o corolario. El cuento era una fábula en prosa, una conseja, un apotegma, un aforismo circunstanciado. Todo menos un cuento. El cuento sólo existía en función de su final, necesariamente edificante. ¿Para qué, si no, escribir esa miniatura de novela en unos tiempos en que la gente tenía tiempo y ganas de leer novelas grandes, largas, eternas? Para ejemplificar con una parábola que potenciaba su moraleja con la brevedad y apretura del contenido.

El cuento, hasta muy entrado nuestro siglo, no existe con entidad propia, como género independiente. Hace falta que Marcel Proust, el divino Marcel, nos enseñe a novelar lo que no es novela para que el cuento moderno se vaya haciendo posible. Efectivamente, yo diría que Proust hace su gran obra con todo lo que le sobra a Balzac, Proust cuenta todo lo que no contaría Balzac. Si el protagonista tiene que hacer un viaje, Balzac puede resolver ese viaje en cuatro líneas, porque de lo que se trata es de ir al grano y de llegar en seguida al punto de destino. Proust, en cambio, puede invertir varios cientos de páginas en contarnos un viajecito de cercanías hasta Balbec porque lo que a él le importa es precisamente el viajecito, y el motivo de éste no es sino una disculpa para meter a sus personajes en un coche o un ferrocarril. Toda la poderosa narrativa moderna nace del debilísimo Marcel, que es quien nos enseña a valorar el tiempo no novelístico, el tiempo real. Una vez descubierto el inmenso continente de lo cotidiano, de lo mínimo, una vez ganados para la literatura los mundos extrabalzacianos, se hace posible el cuento moderno. Cierto que Proust apenas escribió cuentos —aunque sí sean o parezcan tales algunas de sus crónicas publicadas en la prensa parisiense—, mas sus libros están llenos de zonas enlagunadas, de microorbes literarios, sensitivos, gustativos, olfativos, que son como pequeños cuentos actuales, actualísimos, que van quedando cuajados a lo largo de la narración general. Cualquier página de Proust, bien escogida y acotada, puede valer por sí misma como un cuento de hoy: es decir, como un experimento literario en el vacío.

Para mí, el cuento es el género que mejor se corresponde con el estado de conciencia del hombre de hoy. En épocas de concepciones históricas absolutas, cerradas, equilibradas, en épocas en que reina la armonía de las esferas, el escritor, naturalmente, crea también orbes cerrados, complejos, perfectos en sí mismos. La idea de la circunferencia preside todas las mentes, como la aureola de los santos, y el escritor, aunque sea rebelde, inconformista, negativo, tiende a las estructuras esferoidales. Incluso para demostrar que el mundo está mal hecho, Cervantes y Dostoievski tienen que crear mundos bien hechos.

Por otra parte, el hombre ha hipertrofiado secularmente sus pasiones, su peripecia. El hombre viene supervalorándose, problematizándose, desde que descubrió el fuego y otras artes electrodomésticas. Han hecho falta muchos siglos de desencanto, de desengaño, de escepticismo, de ironía, de sabiduría, para que al fin, en nuestro tiempo, el hombre deje de tomarse tan en serio a sí mismo. Con la general desproblematización o desmitificación del hombre y de la vida en el mundo de hoy, resulta ya muy difícil escribir grandes novelas, porque las grandes novelas han de estar hechas, inevitablemente, de grandes pasiones, de crímenes y castigos, de humillados y ofendidos, de rojo y negro.

Mas el relativismo contemporáneo —el científico y el filosófico— ha empezado a poner en duda qué cosa sea lo rojo y qué cosa sea lo negro, e incluso a confundir y entremezclar lo negro con lo rojo. Es entonces cuando el escritor, el intelectual, el artista, de vuelta de los grandes sentimientos y la gran problemática, se vuelve hacia las pequeñas cosas de que realmente está hecha la vida. La literatura deja de ser ponderativa, trascendente. (Me refiero a una línea determinada de literatura, que me parece es la que nos corresponde históricamente, y que corre entre el gran caudal de las literaturas tradicionales todavía supervivientes.)

Está claro que en ese estado de desencanto por lo mayúsculo y valoración de lo minúsculo, el cuento deba presentársenos como el género más adecuado para recoger momentos, matices, resoles de lo cotidiano. Ya no hay princesas que cantar. Para cantar mecanógrafas y chicas de gasolinera basta con las breves páginas de un cuento de Saroyan. El literato está de vuelta, no sólo de la vida, sino también de la literatura. Y entonces escribe cuentos o escribe novelas que no son tales novelas, sino familias madrepóricas de cuentos: Dos Passos, Baroja, Saroyan, Cela, Max Frisch, Luis Romero, etc. El cuento se corresponde mejor con la idea fragmentaria, accidental, menesterosa, relativa, inconexa, que tenemos hoy de la existencia.

Ahora bien, ¿por qué el público, en el mundo entero y sobre todo en España, sigue prefiriendo la novela-río al cuento-flash? El público en esto como en todo, lleva unos cuantos años o unos cuantos siglos de retraso con respecto del arte y de la ciencia. La naturaleza, debidamente aleccionada por Oscar Wilde, se puso un día a imitar al arte, pero no esperemos que el hombre haga nunca otro tanto. O, por lo menos, que lo haga a su debido tiempo. El público imita siempre al arte de cincuenta años atrás. En literatura, seguimos vistiéndonos a la moda de nuestros abuelos. El que los públicos no hayan conectado con la actualidad, novedad y vigencia del cuento moderno, más que invalidar nuestra teoría la confirma.

«Teoría de Lola» de Francisco Umbral

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