Resumen del libro:
La búsqueda de víctimas para sus ritos salvajes se ha convertido en una de las más acuciantes preocupaciones de los hombres leopardo, que tienen aterrorizados a todos los habitantes de la jungla, pero sólo el jefe Orando se atreve a enfrentarse abiertamente a ellos, en una guerra que puede ser definitiva, y para ello cuenta con la inestimable ayuda de Tarzán.
I
LA TEMPESTAD
LA MUCHACHA se movió inquieta en su hamaca. Una violenta ráfaga chocó ruidosamente contra el techo de su tienda sacudiéndola toda.
Las cuerdas que la sostenían crujieron al ser casi arrancadas de sus estacas. Los extremos de la tienda que permitían la entrada, se soltaron, agitándose con fuerza. A pesar del creciente pandemónium, la joven no consiguió desechar las profundas sombras de su sueño.
Es que el día había sido para ella verdaderamente de prueba. La prolongada y monótona marcha a través de la intrincada jungla, la había dejado exhausta, igual que las jornadas anteriores.
Desde que había dejado tras de sí el último ramal ferroviario, su resistencia se había visto rudamente desafiada. Tal vez no lo era por el cansancio físico, al que gradualmente se adaptaba; pero sus nervios se exasperaban al tener que afrontar la insubordinación de su improvisado y desorganizado safari.
Su cuerpo, esbelto y juvenil, solamente había sido obligado al esfuerzo que demandan una vuelta de golf, un partido de tenis, o alguna fácil ascensión a las montañas; se había embarcado en esta empresa sin conocer los peligros y sacrificios que ella le impondría.
Aunque estaba convencida de su fracaso, se internaba más y más en la misteriosa selva, cuyos secretos había renunciado ya a descifrar.
Era sólo una frágil mujer para acometer semejante empresa, pero ningún caballero de la Tabla Redonda pudo jamás jactarse de poseer tan indomable voluntad.
Alguna necesidad imperiosa debía obligarla a proceder así… ¿Qué poderoso mandato pudo alejarla de las comodidades de la civilización para llevarla a esa vida primitiva, llena de espantosos riesgos?
¡Cómo debía ser de importante el fin propuesto para que rechazara la mínima posibilidad de velar por su propia vida; pues, aun sabiendo que la salvación estaba en el regreso, seguía avanzando!
¿Por qué había llegado hasta allí?
No ciertamente para cazar: mataba únicamente para obtener el alimento indispensable. Tampoco para sorprender y fotografiar la vida salvaje del corazón de África; no poseía cámara. Menos para realizar alguna búsqueda con fines científicos; si alguna vez había experimentado inquietudes científicas, éstas se habían limitado a abarcar la rama de los cosméticos. Pero hasta ésas se habían disipado desde el primer contacto con la vida ruda a la intemperie, teniendo además por toda compañía a ese grupo de salvajes negros del Oeste africano.
La selva se estremecía bajo el castigo de la poderosa mano de Usha, el viento. Espesas nubes cubrían el cielo: las voces de la jungla habían callado para escuchar reverentes el lenguaje de los elementos desatados. Ni las bestias más poderosas se atrevían a llamar sobre sí la atención de la encolerizada naturaleza.
Los relámpagos, iluminando la noche, permitían distinguir las sombras grotescas del diseminado safari.
Un solo negro hacía guardia, descuidadamente, dando la espalda al viento huracanado. Todo el campamento dormía, exceptuando al vigía y a otro personaje más… Un negro corpulento, que se deslizaba cautelosamente hacia la tienda donde reposaba la joven.
Repentinamente, la tormenta alcanzó su máximo poder; continuos relámpagos aclararon la jungla, seguidos por sordos truenos. No tardó en caer la lluvia, primero en forma de grandes y espaciadas gotas, luego como una densa cortina, que pareció aislar al campamento del resto de lo creado. La solitaria ocupante de la tienda se vio arrancada de pronto de su pesado sueno, por la inmensa fuerza de la tempestad.
Sobresaltada, vio entrar en su tienda a un hombre, gracias a la luz de un relámpago: en el acto lo reconoció; la figura de Golato, jefe de su safari, era inconfundible.
La muchacha se apoyó en un codo:
—¿Ocurre algo? —preguntó—. ¿Qué buscas aquí, Golato? ¿Qué quieres?
—La quiero a usted, Kali-Bwana —fue la respuesta.
¡Al fin ocurría lo que tanto temiera! Durante los días precedentes, había sentido ciertos temores al observar un sutil cambio en la conducta del negro hacia ella; cambio que se había reflejado en los otros miembros del safari, que asumieran familiares libertades de tono y actitud. Todo tenía su origen en la particular luz que ella viera brillar en los ojos del salvaje.
De un bolsillo de su hamaca, la joven extrajo un revólver.
—Vete de aquí —ordenó fríamente—, o te mataré.
Por toda respuesta, el salvaje se abalanzó hacia ella.
Se oyó el seco disparo, al hacer fuego la muchacha.
Siguiendo el curso del viento de Oeste a Este, la tormenta se alejó serpenteando por la jungla. En el trayecto que recorriera dejó un rastro de rotas ramas y añosos árboles arrancados… Tras de ella, desolación y desastre. También quedaba atrás el campamento.
En la oscuridad, al abrigo de un árbol gigantesco, un hombre se protegía del viento y de la lluvia. En el hueco de uno de sus brazos, algo se apoyaba contra su pecho. Por el tierno cuidado con que lo sostenía, se hubiera supuesto que se trataba de un niño, pero no era así.
Era un pequeño mono, miserablemente aterrorizado. Criado en un mundo salvaje, que sentía marcada predilección por la carne de los tiernos monos, vivía, y tal vez habiendo heredado este temor, en un continuo sobresalto, pasando de los terrores de un peligro real, a los de los imaginarios. Su agilidad, sin embargo, le permitía ciertos alardes de valor ante determinados enemigos corpóreos, de quienes su experiencia le había enseñado a huir; pero ante Usha, el viento, ante Ara, el relámpago, y Pand, el trueno, de quienes nadie escapa, él era sólo, una masa estremecida y resignada.
Ni aun en los brazos de su dueño, desde los que muchas veces se había atrevido a insultar a Numa, el león, podía ahora sentir más que una relativa tranquilidad.
Saltaba con cada golpe de viento, ante cada relámpago o trueno.
Repentinamente la tormenta pareció alcanzar un fragor titánico. Se oyó crujir al patriarca bajo el cual se cobijaban el hombre y el simio, y de pronto, cayó, arrastrando consigo otros árboles vecinos.
El hombre saltó ágilmente, consiguiendo salvar al monito del golpe de las ramas, pero fue él menos afortunado. Una gruesa rama le golpeó en la cabeza, arrojándolo contra el suelo.
Mientras chillaba, el mono sintió una agonía de terror, al mismo tiempo que el tornado, cambiando de rumbo, se dirigía al Este, en busca de nuevas conquistas.
Reinaba una profunda oscuridad. La pequeña bestia no veía ni a escasa distancia de su sensible hocico. Le acobardaba la quietud de su amo. Se hallaba caído bajo el derribado árbol, inmóvil y aparentemente sin vida.
Nyamwegi, había sido el más animado de los asistentes a la fiesta de la aldea de Kibbu, a la que había acudido desde su propio pueblo, Tumbai, para cortejar a una bella.
Su vanidad se había visto halagada por el éxito logrado y la impresión que lograra hacer entre el elemento joven y eso le hizo perder la noción del tiempo, hasta que la súbita caída de la noche tropical, le avisó que se pasaba el momento de atravesar la jungla sin riesgo.
Varias millas de intrincada selva separaban los pueblos de Kibbu y Tumbai. El guerrero sabía que era una distancia poblada de peligrosos encuentros, tanto reales como espirituales; y entre éstos se encontraban los demonios, que dirigen los destinos de la vida humana, lo que suelen hacer con maligna perversidad.
Hubiera preferido pasar la noche en Kibbu, tal como su amada le había sugerido, pero existía una poderosa razón, más fuerte que la ternura de su hermosa, y que el peligro de la jungla.
Era un tabú que le había impuesto el hechicero de su pueblo, al descubrir que lo que más ansiaba Nyamwegi, era basar las noches en Kibbu.
El tabú, desproporcionado para el pecado en sí, podía ser levantado pagando un precio que resultó ser mayor que lo que podía dar el pobre Nyamwegi. La Iglesia debe vivir en África como en todas partes.
Fue entonces cuando la tragedia se abatió sobre el desgraciado negro. Silenciosamente se encaminó por el sendero que le era ya familiar, rumbo a Tumbai. Llevaba sin esfuerzo, sus armas, lanza, escudo, y un fuerte cuchillo en su cintura. Pero ¿qué poder tendrían estas armas para oponerse a los demonios nocturnos? Másate tenía Nyamwegi en el amuleto que colgaba de su cuello, al que tocaba mientras musitaba oraciones a su muzimo, espíritu protector del antepasado cuyo nombre llevaba.
El enamorado pensaba si su amada sería capaz de comprender los riesgos que por su causa corría, pero luego decidió que no había mujer que así lo hiciese.
Se había alejado ya una milla de la aldea, cuando la tempestad pareció golpearlo con mil brazos. Ansioso de llegar, apresuró el paso, pero la potencia de la tormenta lo obligo a guarecerse bajo un gran árbol, hasta que el viento cambió de rumbo; aun subsistían aislados relámpagos, cuando reanudó su camino.
Se felicitaba de haber realizado a salvo la mitad de la travesía, cuando sintió que una fuerza desconocida lo agarraba de atrás, mientras fuertes garras se hundían en su carne.
Con un alarido de terror giró desesperadamente para escapar de esa silenciosa fuerza que lo encadenaba. Consiguió su intento; y, dándose vuelta, blandió su cuchillo para encontrarse, horrorizado, frente a frente con un ser humano sobre cuyo rostro se veía una cabeza de leopardo.
Nyamwegi hendió ciegamente la oscuridad con su cuchillo, pero nuevamente lo apresaron de atrás, mientras las carras despedazaban su pecho y su abdomen.
Un nuevo relámpago le permitió abarcar la trágica escena con una simple ojeada. Vio que frente a sí se hallabas tres enemigos más.
Abandonó toda esperanza de salvación, pues había reconocido a sus asaltantes por las pieles de leopardo; eran miembros de la terrible Orden Secreta de los Hombres Leopardos.
Y así murió Nyamwegi, el Utenga.
…