Resumen del libro:
Esta novela narra la historia de John Clayton Tarzán, hijo de Lord Greystoke John Clayton, y Alice Rutherford, una pareja de ingleses abandonados en la selva de la costa occidental del África Ecuatorial. Los esposos traen al mundo a un niño en su modesta cabaña antes de morir abatidos por las fieras. Adoptado por Kala, una enorme simia que también ha perdido a su cría, Tarzán crecerá entre los antropoides, desarrollando una gran fuerza física y un agudo ingenio. También aprenderá a leer y escribir utilizando los libros infantiles hallados en la cabaña. Años más tarde, otro motín a bordo de un barco deja a un grupo de ingleses en la playa y Tarzán se convierte en su misterioso protector. Escrita por Edgar Rice Burroughs desde 1912, Tarzán de los monos es la primera de 24 novelas que componen la serie «Tarzán», la cual, hoy día, se toma como uno de los mayores mitos de la cultura popular mundial. Surgido a partir de una raíz literaria, a inicios del siglo XX, y luego evolucionó pasando por todos los formatos posibles: cómics, radioteatro, televisión y cine. En cada uno de ellos fue un éxito.
CAPÍTULO I
EN ALTA MAR
ESTA historia me la proporcionó alguien que no tenía motivo alguno para contármela, ni a mí ni a nadie. El principio del relato podría atribuirlo a la seductora influencia que sobre el narrador ejercían los vapores etílicos de una añeja cosecha. El resto de la extraña fábula llegaría como consecuencia de la escéptica incredulidad que manifesté durante los días siguientes.
Cuando mi sociable anfitrión se percató de lo lejos que había llegado en su relato y de que me inclinaba más bien a dudar de la veracidad de lo que me exponía, su insensato orgullo asumió con renovados bríos la tarea que había desencadenado la vieja añada vinícola y le indujo a desenterrar pruebas documentales que confirmaban los rasgos más sobresalientes de la singular leyenda: un mohoso manuscrito antiguo y ciertos expedientes polvorientos de la Oficina Colonial Británica.
No digo que la historia sea verídica, ya que no fui testigo presencial de los sucesos que detalla, pero la circunstancia de que al contárosla asigne nombres ficticios a los protagonistas creo que constituye evidencia suficiente de mi sinceridad al declarar que opino que muy bien pudiera ser cierta.
Las carcomidas y amarillentas páginas del diario de un hombre fallecido hace muchos años y los documentos de la Oficina Colonial Británica coinciden exactamente con la narración de mi cordial anfitrión, así que os presento el relato tal como, tras laboriosos esfuerzos, me ha sido posible componerlo, a base de encajar las diversas fuentes de que dispuse.
Y si la crónica no os parece digna de crédito, al menos convendréis conmigo en que es única, extraordinaria e interesante.
A través de los expedientes de los archivos de la Oficina Colonial y de los datos facilitados por el diario del difunto, nos enteramos de que a cierto joven aristócrata inglés, al que llamaremos lord Greystoke, John Clayton, se le encomendó la particularmente delicada tarea de investigar la situación de una colonia británica situada en la costa occidental de África, entre cuya ingenua población indígena, según determinados informes, otra potencia europea se dedicaba a reclutar soldados para su propio ejército colonial, tropas que sólo utilizaba para recolectar a la fuerza el caucho y el marfil de las tribus que vivían a orillas de los ríos Congo y Aruwimi.
Los nativos de la colonia británica se quejaban de que a muchos de sus jóvenes se los llevaban encandilados con promesas deslumbrantes, pero que muy pocos volvían después junto a su familia, si es que volvía alguno.
Los ingleses establecidos en África llegaban incluso a afirmar que a aquellos pobres negros se los mantenía en una situación de virtual esclavitud y que después de concluido el periodo de alistamiento, los oficiales blancos aprovechaban la ignorancia de aquellos desdichados para engañarles diciendo que aún les quedaban varios años por cumplir.
A la vista de ello, la Oficina Colonial destacó a John Clayton como enviado especial al África Occidental Británica, con un nuevo cargo e instrucciones confidenciales para que realizase una investigación a fondo sobre el trato injusto al que los oficiales de una potencia europea amiga sometían a los súbditos británicos de color. Sin embargo, la causa por la que encargaron a lord Greystoke tal cometido carece de importancia en lo que afecta a este relato, puesto que no llegó a realizar investigación alguna; a decir verdad, ni siquiera alcanzó su punto de destino.
Clayton pertenecía a ese tipo de hombre inglés que uno suele asociar de buen grado a esos nobilísimos monumentos con que se conmemoran las hazañas victoriosas obtenidas en mil campos de batalla: un hombre vigoroso y varonil, tanto mental como física y moralmente.
De estatura superior a la media, tenía ojos grises y facciones regulares y enérgicas; salud de hierro, porte distinguido y constitución robusta, lógico fruto todo ello de los años de adiestramiento y práctica militar.
La ambición política le había inducido a solicitar el traslado del ejército a la Oficina Colonial y así le encontramos, joven aún, encargado de una misión delicada e importante al servicio de la Reina.
Al recibir el nombramiento, Clayton se sintió entusiasmado y horrorizado a la vez. Aquel ascenso le parecía normal, un honor merecido, el premio a sus esfuerzos y a la inteligente labor que había llevado a cabo; representaba también ascender un peldaño más en el escalafón que conducía a puestos de mayor importancia y responsabilidad. Por otra parte, sin embargo, apenas habían transcurrido tres meses desde su boda con la honorable Alice Rutherford y le aterraba la idea de llevar a la preciosa muchacha al aislamiento y los peligros del África tropical.
Por ella hubiera rechazado el nombramiento, pero la joven no lo habría consentido de ninguna manera. Muy al contrario, la muchacha insistió en que lo aceptara y se empeñó en acompañarle.
Había madres y hermanos, tíos y primos que echaron su cuarto a espadas en el asunto; pero de esas opiniones y del tono en que las expresaron no dice nada el relato.
De lo que sí queda constancia es de que una luminosa mañana del mes de mayo de 1888, John, lord Greystoke, y lady Alice, zarparon de Dover, rumbo a África.
Al cabo de un mes llegaban a Freetown, puerto en el que fletaron un velero, el Fuwalda, que debía trasladarlos a su destino.
Y en ese punto John, lord Greystoke, y lady Alice, su esposa, se perdieron de vista y no se volvió a saber nada más de ellos.
Dos meses después de que el Fuwalda hubiese levado anclas y se alejara de Freetown, media docena de buques de guerra británicos recorrieron aquella zona del Atlántico sur, en busca de la pareja o de algún rastro de su velero. El casi inmediato descubrimiento en la playa de la isla de Santa Elena de los restos del naufragio convenció al mundo de que el Fuwalda se había hundido con cuanto llevaba a bordo, de modo que la búsqueda se interrumpió cuando apenas acababa de iniciarse, aunque en varios corazones anhelantes la esperanza continuó aleteando durante muchos años.
Bergantín de unas cien toneladas, el Fuwalda era un típico barco mercante como muchos otros de los que por entonces se dedicaban al tráfico marítimo en el Atlántico meridional, cuyas tripulaciones las componían lo más facineroso de la escoria del mar: asesinos que habían dado esquinazo a la horca y sanguinarios malhechores de toda raza y nacionalidad.
El Fuwalda no era ninguna excepción a aquella regla. Sus oficiales, matones endurecidos, odiaban a la tripulación y, naturalmente, la tripulación les pagaba en la misma moneda. El capitán, con todo y ser un competente lobo de mar, trataba a sus hombres con despiadada brutalidad. En sus relaciones con ellos, sólo conocía, o sólo empleaba, dos argumentos: la barra de hierro llamada cabilla y el revólver. Es harto probable que aquella abigarrada chusma que tenía a sus órdenes no entendiese ningún otro.
Así que, desde el día siguiente al de la partida de Freetown, John Clayton y su joven esposa presenciaron en la cubierta del Fuwalda escenas que jamás hubieran creído posible que se desarrollaran en otro lugar que no fuesen las cubiertas ilustradas de las novelas de piratas.
En la mañana del segundo día se forjó el primer eslabón de la que iba a ser una cadena de circunstancias que se remataría con el nacimiento de una criatura de vida sin parangón en la historia de la humanidad.
Dos marineros fregaban la cubierta del Fuwalda, el primer piloto estaba de guardia y el capitán hizo un alto en su camino para hablar con John Clayton y lady Alice.
Los marineros trabajaban retrocediendo de espaldas hacia el pequeño grupo, que se encontraba de cara hacia el lado opuesto por el que se acercaban los tripulantes. Éstos siguieron aproximándose hasta que uno de ellos quedó inmediatamente detrás del capitán. Unos segundos más y habría pasado de largo, con lo que este insólito relato tal vez no se hubiera escrito jamás.
Pero en aquel preciso instante, el capitán dio media vuelta para separarse de lord y lady Greystoke y, al hacerlo, tropezó con el marinero, cayó de bruces sobre la cubierta, volcó el cubo de fregar y el agua sucia que contenía éste le dejó como una sopa.
La ridiculez de la escena duró segundos, muy pocos segundos. Porque, casi automáticamente, al tiempo que despedía una andanada de espantosos reniegos y la iracunda mortificación soliviantaban su rostro tiñéndolo de escarlata, el capitán se puso en pie y propinó al marinero un golpe terrible que lanzó al hombre contra la cubierta.
Era un individuo menudo y entrado en años, lo que acentuó la brutalidad del acto. El otro marinero, sin embargo, no era viejo ni pequeño, sino un tipo gigantesco y robusto como un oso, de fiero bigote negro y grueso cuello de toro asentado firmemente entre los hombros macizos.
Al ver caer a su compañero, encogió el cuerpo para tomar impulso y, a la vez que emitía un sordo gruñido, se precipitó sobre el capitán y con un solo pero demoledor derechazo le hizo doblar la rodilla.
El rostro del capitán pasó del rojo al blanco, porque aquello era sedición, un motín que no era el primero al que se enfrentaba en su desalmada carrera profesional. Estaba acostumbrado a dominarlos. Sin incorporarse, tiró fulminantemente de su revólver y disparó a quemarropa contra la formidable montaña de músculos erguida ante él. Sin embargo, con todo lo rápido que fue en sus movimientos, John Clayton, casi le superó en celeridad, por lo que la bala cuyo objetivo era el corazón del marinero se vio desviada en su trayectoria y se alojó en la pierna del hombre, ya que lord Greystoke se había apresurado a golpear el brazo del capitán, en cuanto vio centellear el arma a la luz del sol.
Hubo un intercambio de palabras entre Clayton y el capitán, durante el cual lord Greystoke dejó bien claro el disgusto que le producía la brutalidad con que se trataba a la tripulación y manifestó que no estaba dispuesto a consentir que se produjeran más escenas como aquella en tanto lady Greystoke y él estuviesen a bordo como pasajeros.
El capitán estuvo en un tris de replicar airadamente, pero lo pensó mejor, dio media vuelta bruscamente y, frunciendo el ceño y adoptando una expresión tenebrosa de rabia, se alejó hacia popa.
No le seducía lo más mínimo ponerse a malas con un funcionario inglés, porque el poderoso brazo de la reina enarbolaba un instrumento punitivo cuya eficacia él sabía apreciar y, en consecuencia, respetaba: la Marina británica, cuyo alcance era infinito.
Los dos marineros empezaron a recobrarse y el viejo ayudó a ponerse en pie a su compañero herido. El gigantón, conocido entre sus camaradas por el nombre de Michael el Negro, probó cautelosamente a apoyar la pierna tiroteada y, tras cerciorarse de que aguantaba el peso del cuerpo, miró a Clayton y le dio las gracias con un áspero gruñido.
Aunque el tono del hombre fue desabrido, su reconocimiento no dejaba de ser evidente. Apenas había terminado de pronunciar sus bienintencionadas palabras de gratitud, giró sobre sus talones y echó a andar cojeando hacia el castillo de proa, con el manifiesto propósito de evitar todo posible diálogo ulterior.
No volvieron a verle en varios días, como tampoco les concedió el capitán el honor de departir con ellos; les dirigía la palabra sólo cuando era imprescindible y siempre a base de gruñidos hoscos.
Continuaron comiendo en la cámara de oficiales, tal como solían hacer antes del infortunado lance; pero el capitán tuvo buen cuidado en arreglárselas para que alguna de sus obligaciones le impidiese coincidir con ellos a la mesa.
…