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Tartarín de Tarascón

Tartarín de Tarascón - Alphonse Daudet

Tartarín de Tarascón - Alphonse Daudet

Resumen del libro:

Tartarín de Tarascón, el mitómano y fantasioso Tartarín, usando y aun abusando de los efectos que el espejismo produce en los calenturientos cerebros de los tarasconeses, se ha ganado fama de intrépido aventurero y hasta de audaz vapuleador de bandoleros chinos en Shanghái. Pero un día el espejismo deja de funcionar y Tartarín se ve obligado a marchar a tierras argelinas a la caza de leones inexistentes. Las aventuras africanas de Tartarín, con su dosis de humor, ironía e incluso sátira del régimen colonial, mantienen el interés del lector en todo momento, que se encariña con este héroe en zapatillas, entrañable y curiosa mezcla de don Quijote y Sancho.

I. El jardín del baobab

La fecha de mi primera visita a Tartarín de Tarascón ha quedado grabada en mi vida de forma inolvidable; aunque han transcurrido doce o quince años desde entonces, me acuerdo de ello mejor que de lo que me aconteció ayer. El intrépido Tartarín vivía en aquel entonces a la entrada de la ciudad, en la tercera casa, a mano izquierda, del camino de Aviñón. Pequeña y bonita villa tarasconesa, con jardín delante, balcón detrás, paredes muy blancas, persianas verdes y, en el umbral de la puerta, una pandilla de pequeños saboyanos que jugaban al tres en raya o dormían al sol, con la cabeza recostada en sus cajas de limpiabotas.

Por fuera, la casa no llamaba la atención. Nunca hubiéramos podido creer que estábamos ante la morada de un héroe. Pero, una vez dentro, ¡vaya, vaya!

De la bodega al desván, todo el edificio tenía un aire heroico, ¡incluso el jardín!…

¡Oh, el jardín de Tartarín! No había dos como él en Europa. Ni un solo árbol del país, ni una flor de Francia; solamente plantas exóticas: gomeros, taparos, algodoneros, cocoteros, mangos, plátanos, palmeras, un baobab, pitas, cactos, chumberas, le trasladaban a uno al corazón del África central, a diez mil leguas de Tarascón. Mas, naturalmente, nada de esto era de tamaño natural; los cocoteros, por ejemplo, apenas si eran más grandes que remolachas, y el baobab (árbol gigante, arbor gigantea) se acomodaba perfectamente en un tiesto de reseda. Pero ¡qué más da! Para Tarascón estaba bastante bien, y los habitantes de la ciudad, a quienes cabía el honor, el domingo, de contemplar el baobab de Tartarín, salían de la visita totalmente admirados.

¡Imagínense la emoción que debí experimentar el día en que recorrí este mirífico jardín…! No me aconteció lo mismo cuando penetré en el despacho del héroe.

Este despacho, una de las curiosidades de la ciudad, se encontraba al fondo del jardín, y se abría, al nivel del baobab, mediante una puerta de cristales.

Figúrense una gran estancia, tapizada de fusiles y de sables de arriba abajo; todas las armas de todos los países del mundo: carabinas, rifles, trabucos naranjeros, navajas de Córcega, navajas catalanas, cuchillos-revólver, puñales, cris malayos, flechas caribes, flechas de sílex, manoplas con púas, porras, mazas hotentotes, lazos mejicanos…, ¡qué sé yo!

Todo ello bañado por un sol radiante que hacía brillar el acero de las espadas y las culatas de las armas de fuego, como para poneros aún más la carne de gallina… Mas se tranquilizaba uno un poco al comprobar el orden y la limpieza que reinaba en toda aquella yataganería. Todo estaba allí ordenado, cuidado, cepillado, etiquetado como en una farmacia; de vez en cuando un letrerito inocente, que decía:

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