Sukkwan Island
Resumen del libro: "Sukkwan Island" de David Vann
Una isla salvaje en el sur de Alaska, a la que solamente puede accederse en barco o hidroavión, repleta de frondosos bosques húmedos y montañas escarpadas. Este es el inhóspito decorado que Jim ha elegido para fortalecer las relaciones con su hijo Roy, a quien apenas conoce. Doce meses por delante, viviendo en una cabaña apartada de todo y de todos, colaborando hombro con hombro: parece una buena oportunidad para estrechar lazos y recuperar el tiempo perdido. Pero la situación, poco a poco, deviene claustrofóbica, asfixiante, insostenible.
Tu madre y yo teníamos un Morris Mini. Era un coche diminuto, como el coche de un parque de atracciones, y uno de los limpiaparabrisas estaba roto, así que tenía que sacar la mano por la ventanilla para manejarlo. En esa época a tu madre la volvían loca los campos de mostaza, siempre quería que fuéramos a verlos cuando hacía buen día, por todo Davis. Entonces había más campos y menos gente. Pasaba en todo el mundo. Y aquí empezamos la educación en casa. El mundo era al principio un gran campo, y la Tierra era plana. Y todas las bestias vagaban por el campo y no tenían nombre, y cada animal grande se comía al animal más pequeño, y nadie se sentía mal por eso. Después vino el hombre, y llegó, encorvado, peludo, estúpido y débil, a los confines de la Tierra y se multiplicó, y mientras esperaba se volvió tan numeroso y retorcido y asesino que los confines de la Tierra empezaron a combarse. Los confines se doblaron y se curvaron lentamente, hombres, mujeres y niños se apelotonaban unos encima de otros para permanecer en el mundo y agarraban la piel de la espalda de los demás al escalar hasta que finalmente todos los hombres estaban desnudos y despojados y tenían frío y eran asesinos y se aferraban al confín del mundo.
Su padre hizo una pausa, y Roy dijo: ¿Y entonces qué?
Con el tiempo, los confines se terminaron tocando. Se doblaron y se unieron y formaron el globo, y el peso echó el mundo a rodar y los hombres y las bestias dejaron de mirarse. Entonces el hombre miró al hombre, y, como todos éramos tan feos, sin pelo y con bebés que parecían escarabajos patateros, el hombre se dispersó y empezó a matar bestias y a vestir su pelaje más bonito.
Ja, dijo Roy. Pero luego qué.
Lo que pasó después es muy complicado de contar. En algún momento aparecieron la culpa, el divorcio, el dinero y Hacienda, y todo se fue al infierno.
¿Crees que todo se fue al infierno cuando te casaste con mamá?
Su padre le lanzó una mirada que dejó claro que Roy había ido demasiado lejos. No, creo que se fue al infierno un poco antes. Pero es difícil decir cuándo.
El lugar y la forma de vida eran nuevos para ellos y apenas se conocían. Roy tenía trece años, era el verano después del séptimo grado, y venía de estar con su madre en Santa Rosa, California, donde había clases de trombón y fútbol y películas e iba al colegio en el centro de la ciudad. Su padre había sido dentista en Fairbanks. El lugar al que se trasladaban era una pequeña cabaña de cedro, con un tejado muy inclinado a dos aguas. Estaba metida en un fiordo, una pequeña ensenada en forma de dedo al sureste de Alaska, cerca del estrecho de Tlevak, al noreste del Área Salvaje del Sur de la isla Príncipe de Gales, y a unos setenta y cinco kilómetros de Ketchikan. Solo se podía llegar por el agua, en hidroavión o en barco. No había vecinos. Una montaña de seiscientos metros de alto se alzaba justo detrás de ellos en forma de un gran túmulo, y se unía a través de bajos collados a otras que había en la boca de la ensenada y más allá. La isla en la que estaban, Sukkwan, se extendía varios kilómetros por detrás, pero había kilómetros de densos bosques húmedos, sin carreteras ni caminos que los atravesaran, una rica vegetación de helechos, cicutas, píceas, hongos, flores silvestres, musgos y madera en descomposición, hogar de osos, alces, ciervos, muflones de Dall, cabras de las Rocosas y glotones. Un lugar como Ketchikan, donde Roy había vivido hasta los cinco años, pero más salvaje, y aterrador ahora que no estaba acostumbrado. Cuando volaban hacia allí, Roy observó que el reflejo del avión amarillo revoloteaba sobre reflejos más grandes de montañas verdinegras y cielo azul. Vio que los árboles se acercaban a ambos lados y después se unían y la avioneta se elevó. El padre de Roy sacó la cabeza por la ventana lateral, y sonrió, excitado. Por un momento Roy tuvo la sensación de llegar a una tierra encantada, un lugar que no podía ser real.
…
David Vann. Escritor americano, ha sido profesor de Escritura Creativa en la Universidad de San Francisco, trabajando en la actualidad para la Universidad de Warwick. Su trabajo narrativo ha merecido varias becas dedicadas a la creación, como la Guggenheim, la Wallace Stegner, la John L'Heurex y el National Endowment for the Arts.
Conocido por sus colecciones de relatos, Vann ha colaborado con medios como Esquire, Men's Journal o Writer's Digest. En 2007 ganó el Premio Grace Paley de relato corto por Legend of a Suicide, siendo su novela Sukkwan Island su primera obra publicada en español.
A lo largo de su carrera ha ganado premios como el Medicis, el Llibreter o el California Book Award entre otros.