Resumen del libro:
Vasili Grossman quiso dejar constancia de todo lo que había vivido durante la Segunda Guerra Mundial, la muerte de su madre y de su hijastro y su experiencia como corresponsal de guerra, en un ambicioso ciclo novelístico en dos partes. La primera, iniciada en 1943 y publicada en 1952 con el título Por una causa justa, se tenía que titular Stalingrado. La segunda, escrita a partir de 1949, con los mismos protagonistas, sería Vida y destino. De las dos, Vida y destino es un clásico leído por miles de lectores en todo el mundo. La primera, en cambio, ha sido considerada como una novela de menor rango. Es más, Efim Etkind y Simon Markish, dos de las personas que más hicieron por salvar el manuscrito de Vida y destino, publicándolo por primera vez en Occidente en 1980, en el prólogo a dicha edición, afirmaban que Por una causa justa “pudo haber ganado un merecido Premio Stalin, porque rebosaba amor por el régimen socialista…”. ¿Pudo Grossman escribir dos novelas tan desiguales a pesar de concebirlas como un todo y redactarlas una tras otra? La presente edición responde a esta pregunta. Aparte de devolver a la novela el título que para ella quería Grossman, Stalingrado, por primera vez la reconstruye con los más de cien fragmentos, algunos de un par de frases, otros de párrafos y páginas enteras, que la censura soviética obligó a suprimir. Con ello, la novela se enriquece y se llena de matices, hasta convertirse en una obra distinta de la que se había podido leer. Ahora, como afirma The Economist, “igual que Vida y destino, la nueva Stalingrado es una obra maestra”.
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El 29 de abril de 1942, el tren del dictador de la Italia fascista, Benito Mussolini, hizo su entrada en la estación de Salzburgo, engalanada para la ocasión con banderas italianas y alemanas.
Tras una ceremonia protocolaria, Mussolini y su séquito se desplazaron hasta el antiguo castillo de Klessheim, edificado bajo el auspicio de los obispos de Salzburgo. Allí, en sus amplias y frías salas recién decoradas con muebles traídos ex profeso de Francia, se celebraría una sesión de reuniones ordinaria entre Hitler y Mussolini. Ribbentrop, Keitel, Jodl y otros jerarcas alemanes mantendrían, por su parte, conversaciones con dos de los ministros italianos, Ciano y el general Cavallero, quienes, junto con Alfieri, el embajador italiano en Berlín, integraban la comitiva del Duce.
Aquellos dos hombres, que se creían dueños de Europa, se reunían cada vez que Hitler conjugaba sus fuerzas para desatar otra catástrofe en Europa o África. Sus reuniones privadas en la frontera alpina entre Austria e Italia solían desembocar en invasiones militares, actos de sabotaje y ofensivas de ejércitos motorizados de millones de hombres por todo el continente. Los breves comunicados de prensa que informaban sobre las reuniones entre los dictadores mantenían en vilo los corazones, acongojados y expectantes.
La ofensiva del fascismo en Europa y África sumaba ya siete años de victorias y, con toda probabilidad, a ambos dictadores les habría costado enumerar la larga lista de grandes y pequeños triunfos que los habían conducido a imponer su dominio sobre inmensos territorios y cientos de millones de seres humanos. Después de ocupar sin derramamiento de sangre Renania, Austria y Checoslovaquia, Hitler invadió Polonia en agosto de 1939 tras derrotar a los ejércitos del mariscal Ridz-Smigly. Francia, una de las vencedoras de Alemania en la Primera Guerra Mundial, cayó bajo su embate en 1940. Luxemburgo, Bélgica, Holanda, Dinamarca y Noruega, aplastadas en la acometida, corrieron la misma suerte. Fue Hitler quien arrojó Inglaterra fuera del continente europeo al expulsar sus ejércitos de Noruega y Francia. Entre 1940 y 1941 fueron ocupadas Grecia y Yugoslavia. En comparación con la invasión paneuropea hitleriana, el bandidaje mussoliniano en Abisinia y Albania parecía obra de un provinciano. Los imperios fascistas extendieron su dominio sobre los territorios de África del Norte y ocuparon Abisinia, Argelia, Túnez, los puertos de la Costa Occidental e incluso llegaron a amenazar Alejandría y El Cairo. Japón, Hungría, Rumanía y Finlandia eran aliados militares de Alemania; los círculos fascistas de Portugal, España, Turquía y Bulgaria, sus cofrades. A los diez meses del inicio de la invasión de la Unión Soviética, los ejércitos de Hitler ya habían ocupado Lituania, Estonia, Letonia, Ucrania, Bielorrusia y Moldavia, además de las regiones de Pskov, Smolensk, Oriol, Kursk y parte de las regiones de Leningrado, Kalinin, Tula y Vorónezh. La maquinaria económico-militar creada por Hitler engulló enormes riquezas: las acererías y las fábricas de automóviles y de maquinaria francesas, las minas de hierro de la zona de la Lotaringia, las industrias siderúrgica y minera de carbón belgas, la mecánica de precisión y las fábricas de transistores holandesas, la metalurgia austríaca, las fábricas de armamento Skoda en Checoslovaquia, los pozos petrolíferos y las refinerías de Rumanía, el mineral de hierro noruego, las minas de wolframio y de mercurio de España, las fábricas textiles de Lodz. La larga correa de transmisión del «nuevo régimen» hizo girar simultáneamente las ruedas y en consecuencia poner en funcionamiento las máquinas de cientos de miles de industrias menores en todas las ciudades de la Europa ocupada.
Los arados de veinte países surcaban las tierras de cultivo y las muelas de molino trituraban cebada y trigo para el consumo de los invasores. En tres océanos y cinco mares se echaban las redes para abastecer de pescado las metrópolis fascistas. Las prensas hidráulicas de las plantaciones africanas y europeas exprimían uva, olivas, lino y girasol para procurar mosto y aceites. Millones de manzanos, ciruelos, limoneros y naranjos maduraban abundantes frutos que, una vez en sazón, se almacenaban en cajas de madera estampadas con un águila impresa en tinta negra a modo de sello. Dedos de hierro ordeñaban vacas danesas, holandesas y polacas, esquilaban ovejas en los Balcanes y en Hungría.
Parecía que el dominio sobre los territorios ocupados en África y Europa hiciera crecer sin cesar el poder del fascismo. Los secuaces del nazismo —auténticos traidores a la libertad, el bien y la verdad—, guiados por un servilismo rastrero ante el triunfo de la violencia, proclamaban como auténticamente nuevo y superior el régimen hitleriano, augurando la devastación de todos aquellos que aún resistían. En el «nuevo orden» instituido por Hitler en la Europa conquistada se renovaron todos los tipos, formas y modos de violencia de cuantos habían existido a lo largo de la milenaria historia del dominio de unos pocos sobre una mayoría. La reunión de Salzburgo de finales de abril de 1942 se celebró en vísperas de una amplia ofensiva en el sur de Rusia.
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