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Sputnik, mi amor

Resumen del libro:

Sigue la emocionante historia de tres personajes que se buscan desesperadamente en la gran ciudad de Tokio, intentando romper el eterno viaje circular de la soledad. Una novela que mezcla el realismo mágico con el romance y la melancolía, creando una atmósfera cautivadora e intrigante. Una obra que te atrapará desde la primera página y te hará pensar sobre el proceso creativo de la escritura, la búsqueda de la propia voz y las diferentes formas de amar y ser amado.

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A los veintidós años, en primavera, Sumire se enamoró por primera vez. Fue un amor violento como un tornado que barre en línea recta una vasta llanura. Un amor que lo derribó todo a su paso, que lo succionó todo hacia el cielo en su torbellino, que lo descuartizó todo en un arranque de locura, que lo machacó todo por completo. Y, sin que su furia amainara un ápice, barrió el océano, arrasó sin misericordia las ruinas de Angkor Vat, calcinó con su fuego las selvas de la India repletas de manadas de desafortunados tigres y, convertido en tempestad de arena del desierto persa, sepultó alguna exótica ciudad amurallada. Fue un amor glorioso, monumental. La persona de quien Sumire se enamoró era diecisiete años mayor que ella, estaba casada. Y debo añadir que era una mujer. Aquí empezó todo y aquí acabó (casi) todo.

En aquella época, Sumire luchaba literalmente con uñas y dientes para convertirse en escritora profesional. Por infinitas que sean las opciones que puedan tomarse en esta vida, para ella no había otra que la de ser novelista. Su decisión era firme como una roca eterna, innegociable. Entre su vida y sus creencias literarias no se abría una grieta donde cupiera un cabello.

Al acabar el bachillerato en un instituto público de Kanagawa, Sumire ingresó en el Departamento de Arte de una minúscula universidad privada de la provincia de Tokio. Pero aquélla no era, bajo ningún concepto, la escuela apropiada para Sumire. Y acabó sintiéndose profundamente decepcionada por la falta de espíritu aventurero, por el convencionalismo de la universidad, por lo poco que casaba con la práctica literaria —y en su caso era así, por supuesto—. Sus compañeros de estudio eran en su mayoría unas medianías (a decir verdad, yo era una de ellas), seres aburridos, mediocres sin remedio. Ésa fue la razón de que, antes de pasar a tercero, Sumire cursara la solicitud para abandonar los estudios y se perdiera lejos de la universidad. Había llegado a la conclusión de que era una pérdida de tiempo. También yo lo creo así. Pero, si se me permite formular una anodina teoría general, en nuestra vida imperfecta las cosas inútiles son, en cierta medida, necesarias. Si de la imperfecta vida humana desaparecieran todas las cosas inútiles, la vida dejaría de ser, incluso, imperfecta.

En resumen, Sumire era una romántica incurable, era intransigente, cínica y, dicho con un eufemismo, una ingenua. Cuando empezaba a hablar, no callaba, pero ante personas con las que no congeniaba (en suma, ante la gran mayoría de los seres humanos que conforman este mundo) apenas abría la boca. Fumaba en exceso y, cuando cogía un tren, siempre perdía el billete. Si se le ocurría alguna idea, incluso se olvidaba de comer, estaba delgada como un huérfano de guerra de esos que salen en alguna película vieja italiana, y sólo su mirada mostraba cierta inquietud y vivacidad. Más que explicarlo con palabras, lo mejor sería, si la tuviera a mano, mostrar una fotografía, pero desgraciadamente no tengo ninguna. Detestaba con todas sus fuerzas que la fotografiasen y tampoco abrigaba el deseo de legar a la posteridad un «retrato del artista adolescente». Si tuviera una fotografía de la Sumire de aquella época, ésta sería, con toda seguridad, un documento único sobre uno de los ejemplares más peculiares de la especie humana.

Pero volvamos al principio, la mujer de quien Sumire se enamoró se llamaba Myû. Todos la llamaban por este diminutivo cariñoso. Desconozco su verdadero nombre (y no saberlo me causaría complicaciones más tarde, aunque ésta es una historia posterior). Era de nacionalidad coreana, pero apenas supo alguna palabra de coreano hasta que, ya con veintitantos, se decidió a estudiar ese idioma. Nació y creció en Japón y, como había estudiado en un conservatorio en Francia, aparte del japonés, hablaba con fluidez el francés y el inglés. Vestía siempre de forma sofisticada, llevaba con desenvoltura pequeños y carísimos accesorios y conducía un Jaguar azul marino de 12 cilindros.

La primera vez que vio a Myû, Sumire le habló de una novela de Jack Kerouac. En aquella época estaba totalmente metida en el mundo de Kerouac. Cambiaba de forma periódica de ídolo literario y, por aquel entonces, le tocaba el turno a un autor un poco «fuera de temporada»: Kerouac. Siempre llevaba embutidos en los bolsillos En el camino o Lonesome Traveler y los hojeaba en sus ratos libres. Si descubría un párrafo excelso, lo marcaba con lápiz y lo memorizaba como si fuera un valioso sutra. Entre estos párrafos, el que más le robó el corazón lo encontró en Lonesome Traveler, en el capítulo sobre la guardia para la prevención de incendios forestales. Kerouac pasó tres meses solo, como guarda forestal, en una cabaña que estaba en la cima de una alta y perdida montaña.

Sumire me citó el párrafo.

«El hombre, al menos una vez en la vida, debe perderse en un erial y experimentar una soledad absoluta, sana, un poco aburrida incluso. Y así descubrirá que depende completamente de sí mismo y conocerá sus capacidades potenciales».

—¿No te parece fantástico? —me dijo—. Todos los días plantado en lo alto de una montaña mirando trescientos sesenta grados a tu alrededor, hasta donde alcanza la vista, vigilando que desde ninguna montaña se alce una humareda negra. Y ése es todo tu trabajo. Aparte, puedes leer cuanto quieras, escribir novelas. Al llegar la noche, grandes osos peludos merodean por fuera de la cabaña. Ése es, exactamente, el tipo de vida que yo quiero llevar. Comparado con eso, el Departamento de Arte de la universidad es una porquería.

—El problema es que todo el mundo debe bajar algún día de la montaña —aventuré yo. Pero a ella, como de costumbre, no le emocionaron mis opiniones realistas y vulgares.

A Sumire le preocupaba seriamente cómo poder llegar a ser tan salvaje y auténtica como los personajes de los libros de Kerouac. Embutía las manos en los bolsillos, se despeinaba adrede el pelo y, aunque no tenía ningún problema de visión, llevaba unas gafas de plástico de montura negra a lo Dizzy Gillespie, y clavaba sin más los ojos en el cielo. Vestía casi siempre chaquetas de tweed que le iban grandes, compradas en tiendas de ropa usada, y calzaba sólidos zapatones. De haber conseguido que le saliera barba, seguro que se la habría dejado crecer.

A Sumire no se la podía calificar de belleza en el sentido convencional del término. Tenía las mejillas hundidas y la boca un poco demasiado larga. La nariz era pequeña, ligeramente respingona. Era muy expresiva y le gustaba el humor, pero raras veces se reía a carcajadas. Era bajita y hablaba en tono agresivo incluso estando contenta. Un lápiz de labios o un delineador de cejas no creo que los hubiera utilizado en toda su vida. Que hubiese tallas de sujetador dudo que lo supiera a ciencia cierta. A pesar de ello, Sumire poseía algo especial que cautivaba a los demás. Soy incapaz de explicar con palabras en qué consistía. Pero, al mirar sus pupilas, siempre podías verlo allí reflejado.

Habría sido mejor que lo hubiese advertido de buen principio, claro está, y es que yo estaba enamorado de Sumire. Desde la primera vez que intercambiamos unas palabras me sentí fuertemente atraído hacia ella y, poco a poco, esa atracción fue mudando hacia un sentimiento sin retorno. Para mí, durante mucho tiempo, sólo existió ella. Como es natural, intenté confesarle muchas veces mis sentimientos. Pero ante ella, no sé por qué razón, era incapaz de traducir mis sentimientos en las palabras justas. En resumidas cuentas, quizás haya sido mejor así. De haberle podido manifestar mis sentimientos, seguro que no me habría tomado en serio.

Mientras mantenía con Sumire una relación de «amistad», salí con dos o tres chicas. (No es que no recuerde el número. Serían, según se cuenten, dos o tres.) Si incluimos a las chicas con las que sólo me acosté una o dos veces, la lista se alarga un poco más. Mientras pegaba mi cuerpo al de esas chicas, pensaba a menudo en Sumire. Porque, en algún rincón de mi mente, su imagen siempre estaba más o menos presente. Incluso soñaba que, en realidad, era a ella a quien tenía entre mis brazos. Todo esto no era muy normal, evidentemente. Pero en vez de pensar en si era correcto o no, lo cierto es que no podía evitarlo.

Volvamos al encuentro de Sumire y Myû.

A Myû le sonaba el nombre de Jack Kerouac, y también recordaba vagamente que era un escritor. Sin embargo, no le venía a la memoria qué tipo de escritor era.

—Kerouac, Kerouac… ¡Ah! Ése debe de ser un Sputnik, ¿verdad?

Sumire no logró entender a qué venía aquello. Con el cuchillo y el tenedor suspendidos en el aire, reflexionó unos instantes.

¿Sputnik? ¡Pero si el Sputnik es un satélite artificial soviético, el primero que fue lanzado al espacio, en la década de los cincuenta! Y Jack Kerouac es un escritor americano. Claro que la época sí coincide, pero…

—¡Ah, ya! ¡Por eso deben de llamar así a esos escritores de entonces! —dijo Myû, mientras dibujaba con la punta del dedo círculos en la mesa como si rebuscara algo en el fondo de un jarrón de forma peculiar lleno de recuerdos.

—¿Sputnik…?

—Sí, mujer. Es el nombre de una corriente literaria. Hay muchas de esas, cómo diríamos…, escuelas, ¿no? Como la Shirakaba-ha.

Sumire, entonces, cayó finalmente en la cuenta.

—¡Beatnik!

Myû se enjugó las comisuras de los labios con la servilleta.

—¡Beatnik! ¡Sputnik!… Siempre olvido esos términos. Que si la Restauración Kenmu, que si el Tratado de Rapparo… De todas formas, hace ya mucho de eso, ¿no?

Durante unos instantes, reinó un ligero silencio, como una alusión al paso del tiempo.

—¿El Tratado de Rapparo? —preguntó Sumire.

Myû sonrió. Fue una sonrisa íntima, añorada durante largo tiempo, como arrancada del fondo de algún cajón. La manera de fruncir los ojos fue maravillosa. Después alargó la mano y, con sus cinco largos y finos dedos, despeinó un poco más aún el alborotado pelo de Sumire. Fue un gesto tan natural y espontáneo que Sumire, sin querer, le devolvió la sonrisa.

A partir de aquel momento, y en su fuero interno, Sumire empezó a llamar a Myû «Sputnik, mi amor». Sumire amaba la resonancia de esa palabra. Le traía a la memoria la perra Laika. El satélite artificial atravesando en silencio la oscuridad del espacio. Las dos negras y brillantes pupilas de la perra atisbando por el pequeño ojo de buey. ¿Qué debía de mirar en aquella soledad infinita del cosmos?

Sputnik, mi amor: Haruki Murakami

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