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Sor Monika

Resumen del libro:

Sor Monika es una novela erótica que ha permanecido durante décadas bajo el misterio de su autoría, pero hoy en día, los estudiosos coinciden en atribuírsela a E.T.A. Hoffmann, uno de los grandes exponentes del Romanticismo alemán. Publicada por primera vez en 1815, esta obra cautiva desde el primer momento con su mezcla de imaginación desbordante y un tono alegre y desenfadado. Hoffmann, conocido por su capacidad para combinar elementos fantásticos con una profunda reflexión teológica y musical, dota a esta novela de un ritmo vertiginoso, cargado de sensualidad y provocación.

La trama nos sumerge en un convento donde Sor Monika y otras monjas experimentan situaciones cargadas de erotismo, en un ambiente que desafía la rigidez moral y las convenciones de su tiempo. Desde las primeras páginas, el lector es transportado a un mundo en el que lo prohibido y lo sagrado se entrelazan, creando un contraste fascinante. La historia, lejos de ser simplemente un relato de erotismo explícito, utiliza este contexto para explorar los límites de la fantasía y el deseo humano, desdibujando constantemente la frontera entre lo real y lo imaginado.

La prosa de Hoffmann en Sor Monika es ágil, llena de detalles sensoriales que encienden la imaginación. Las descripciones de los cuerpos, de los gestos y de los encuentros entre los personajes logran crear una atmósfera cargada de tensión sexual que se mantiene a lo largo de todo el relato. Sin embargo, más allá de lo explícito, Hoffmann también deja entrever un sentido de libertad personal y de cuestionamiento de las normas establecidas, lo que añade una capa de profundidad a la narración.

E.T.A. Hoffmann, más conocido por sus cuentos de fantasía y horror como “El hombre de arena” o “Los elixires del diablo”, demuestra en Sor Monika una faceta menos conocida de su genio literario. Su capacidad para combinar el placer sensual con una crítica velada a la moral de la época convierte esta obra en una joya del género erótico, que, pese a su contenido, no pierde nunca la elegancia y el ingenio característicos del autor.

Prólogo

Un Eros misterioso

Que los soberbios moscovitas, si pueden nos perdonen: jamás para nosotros el nombre trivial de Kaliningrado tendrá el más mínimo sentido mientras que, por el contrario, jamás abandonará nuestra memoria el de Könisberg, capital de la Prusia oriental, ciudad donde nació y vivió Emmanuel Kant, ciudad célebre ante todo por haber sido la cuna de uno de los hombres en los cuales pienso con mayor curiosidad, admiración y amor, el maravilloso Ernst Theodor Amadeus Hoffmann… Amadeus, sí, porque, como todos, o casi, saben, Hoffmann… sustituyó el de Wilhelm por ese tercer nombre para proclamar muy a las claras su apego a Mozart. No en vano he hablado de curiosidad, ya que Hoffmann, al igual que Poe, Baudelaire, Nerval, Mallarmé o André Bretón, a pesar de todas las investigaciones que se hicieron y que se harán, seguirá siempre envuelto en cierto misterio, que no es por otra parte el menor de sus encantos. El que podamos escribir hoy con certeza casi absoluta que él es el autor de esta cautivadora novela erótica, Sor Monika, es algo que, sin despejar sino un poco el misterio, aumentará notablemente el encanto.

Antaño, hojeando el Princesa Brambilla, hermoso relato cuyo exceso me impide disfrutarlo tanto como otros en la obra de Hoffmann, me detuve en una frase: «Con el fin de apaciguarse, la vieja fue a preparar un buen plato de macarrones», y eso me recordó algo que había leído antes y que encontré sin demasiado esfuerzo, un pasaje de la traducción de Sor Monika, extrañamente parecido: «Así pues, Louise lo había visto todo y a Christine sólo se le ocurrió darle macarrones algunas veces y rogarle encarecidamente que por nada del mundo se lo contara a su madre». Louise, la madre de Monika, en ese momento del relato no es sino una niña; lo que ha visto es el espectáculo de su criada, Christine, arrojada encima de la cama por cierto Adolpho que deslizaba entre sus muslos «una cosa larga y tiesa cuyo nombre ella desconocía». Bien; pero me parece que hay que prestar atención a los macarrones, como lo habrán hecho sin duda los serísimos críticos y filólogos alemanes que emprendieron la tarea de demostrar la indiscutible verdad de la atribución de Sor Monika a Hoffmann. Tarea que han llevado a cabo con éxito, según los especialistas, por lo que me parece probable que en la obra del narrador hayan encontrado otras veces los macarrones en el rol de un guiso tan pesado y tan poderoso que produce serenidad y olvido. No haré mío pues el argumento del guiso de largos fideos, por excelente que sea, pero podemos entretenernos comprobando la fascinación que ejerce sobre Hoffmann esa pasta, legendario alimento que pertenece a esa Italia a la que tanto amó sin jamás haberla visto. Permítanme añadir que este alimento no puede comerse sino a partir de Roma hacia el sur, que es delicioso en Nápoles y aún más en Sicilia, donde se hace con berenjenas, con anchoas, o con sardinas: esos maccheroni con le sarde que ya no puede uno olvidar cuando se ha tenido la suerte de hincarles el diente… Pero aquí se trata de erotismo y no de gastronomía, me equivocaría si no lo señalara enseguida y si no señalara también esa noción capital en materia de literatura, la originalidad, ya que Sor Monika se distingue de toda la obra de Hoffmann tan absolutamente como se relaciona con ella; es igualmente singular en lo que se refiere a todas las novelas y todos los cuentos de carácter erótico de los siglos XVIII y XIX, en Alemania, Francia y otros países.

Seamos serios, me gustaría escribir, antes de empezar una pequeña novela licenciosa que encuentro francamente adorable y que desentona, con incomparables desenfado y alegría, en la amplia biblioteca erótica que, según la inclinación del espíritu contemporáneo, tiende a convertirse siempre más en objeto de estudios y tesis universitarias. Seamos serios y reconozcamos que los principales motivos que indujeron la redacción de los libros de semejante biblioteca son ante todo la voluntad de producir en el propio autor, o en sus lectores y lectoras, una excitación capaz de conducir hasta el deseo sexual y su satisfacción, y también, lo cual me resulta más simpático, una necesidad de chocar, una tendencia a la provocación, incluso furiosa, cuyo objetivo, confesado o no, cercano o lejano, sería un trastorno de la moral al uso y una liberación con respecto a sus leyes. No daré sino un ejemplo de semejante doble motivación, deslumbrante por otra parte: se trata de la segunda parte de Las Once mil vergas, en la que Guillaume Apollinaire recurre al marco de la guerra ruso-japonesa de 1905 para entregarse a un desencadenamiento de escritura sádica que avant la lettre es una obra maestra del surrealismo. Pero, con Sor Monika, se trata de otra cosa, de algo totalmente único, para la época y para el lugar, para cualquier otro lugar y para hoy.

Ya a partir del segundo párrafo de la primera página, sor Monika, al contarles o inventarles a sus amigas las monjitas recuerdos que se desarrollarán de la manera más espesa, en un clima de incoherencia voluntaria que es el del ensueño a la vez en un plano fantástico y erótico, pone de entrada en juego a su madre gracias a la fórmula «aquellos cálidos sentimientos de la existencia que no siempre comienza por el corazón palpita pero que acostumbra a terminar con el ¡arriba las manos!». El subrayado del original está en francés en el texto, como lo será, con la misma frecuencia, en latín, en italiano o en holandés, y diríamos más bien: «¡Arriba las manos, o los brazos!»… Poco importa, ya que se trata tan sólo de prestarse amablemente al desnudamiento y a lo que le sigue, y ya que el libro queda definido por esto hasta el despertar que le pone punto final. Encantadora «galantería» prusiana, que me recuerda los bosquecillos de Potsdam y las hermosas ninfas de mármol que los habitaban en 1932. Me tomo la libertad de señalar que, en 1815, en la realidad de la prenda o en el sueño plenamente libertino de Hoffmann, la braga no existía, ni tampoco el fastidioso slip de la novela moderna, y que la palabra «levantar» nunca se empleó con más fuerza puesto que bastaba con levantar un vestido, una falda, una blusa para obtener una disponibilidad incondicional a los deseos tanto del falso vencedor como de la falsa vencedora. Algunas sesiones de látigo, alguna circuncisión, que intervienen aquí y allá, son suplicios teatrales y, si hacen brotar algunas gotitas de sangre, es para mayor diversión de la víctima, igual o mayor que la del verdugo. Hoffmann, de quien ciertos cuentos negros no están exentos de crueldad, al parecer ha prescindido voluntariamente de este poderoso instrumento que parece casi indispensable a la literatura erótica, pero que, en las páginas de Sor Monika, permanece en la sombra en provecho de la fantasía de la imaginación y de un desbordamiento de sensualidad. En la línea de esta misma sensualidad, el autor de los Elixires del Diablo (casi contemporáneo) encuentra, o vuelve a encontrar, una inocencia y una bondad que nos maravillan, demostrándonos hasta qué punto el erotismo, que tiene todo el derecho de presentarse bajo la máscara más demoníaca, puede también asumir la figura del ángel o del niño. En la época en que parece haber escrito Sor Monika, Hoffmann era presa de la mayor pasión de su corta vida: un amor desafortunado por una de sus más jóvenes alumnos, Julia Marc, que tenía catorce años y que estaba ya comprometida… ¿Acaso no hay motivo suficiente para acercarlo al más puro espíritu de todo el Romanticismo alemán? ¿A Novalis? Si así es, como creo que lo es, ¿no se ve así incrementado el misterio que parece envolverle? ¿Y no resulta por ello más atractivo?

Escrita como «a la diabla» por un hombre que es sin duda alguna un gran escritor y en el que ya no dudo en reconocer a E. T. A. Hoffmann, Sor Monika se presenta extrañamente ante nosotros como el menos «intelectual» de entre los relatos eróticos que hasta ahora hemos tenido el placer de leer. Los bellos personajes, jovencitas sobre todo, quienes, cual doradas hojas otoñales, voltean y se esparcen, nunca son los servidores, los recitadores o las encarnaciones de una idea cedida por un mecanismo de tipo sexual al cerebro del autor. No obstante la escritura va acompañada de una erudición que se manifiesta con tal profusión que se la podría tachar de cierta pedantería, pero que se vuelve tan agradable por las circunstancias que seríamos tontos de lamentarlo. ¡Cuánta filosofía, cuánta teología, cuánta historia o cuánta mitología cada vez que se tercia o que una mata de pelo o una grupa se ofrece o cede al dedo o al marcial artefacto con que la naturaleza ha dotado al hombre! Y para ese artefacto, para todos los puntos suaves del cuerpo femenino, ¡cuántas metáforas extraídas de todas las artes (música incluida, naturalmente), así como de las ciencias naturales y de la propia naturaleza! A diferencia de algunas de esas magníficas novelas eróticas de los siglos XVIII, XIX y del nuestro, en las que encuentro un carácter platónico porque son ideas las que bajo máscaras humanas dominan o se someten, se lamen, se azotan, se corren, se montan, se chupan, se sodomizan y con frecuencia se estrangulan, Sor Monika, más que esforzarse furiosamente por actuar sobre el aparato sexual a la manera de la mosca napolitana… halaga inocentemente nuestros sentidos y nuestra sed de belleza. Por la vivacidad, por la falta de toda organización lógica, con las que al parecer discurre desde la primera página hasta la última, la compararía, más que a una novela, a una ópera que se lee tal como se oiría, una ópera italiana por supuesto, una sabrosa ópera bufa interpretada para el placer de algunos privilegiados en una pequeña sala preciosa y cerrada. En cuanto a la decoración que sugiere Sor Monika, yo pensaría menos en el gran barroco romano que en su resultado final en Alemania antes de las invasiones napoleónicas: ese estilo llamado rococó que es como un exceso de buen gusto y cuya única finalidad es el bienestar. ¡Entreguémonos pues a esos instantes feéricos en los que sin ceremonia alguna se entregan a unos como autómatas masculinos incontables jóvenes ninfas que tienen en común la calidad venusiana de las formas del cuerpo y la suavidad de la piel! No es la menor singularidad del libro, ni para el lector que soy yo la menos placentera, esa reducción del héroe viril a un papel de instrumento musical con el que juegan, como ante nuestra mirada, tantas bellezas que no percibiremos y no atraparemos plenamente sino tomándolas por lo que son: comparsas de ópera disfrazadas de nobles damas y doncellas con el único fin de ser rápidamente desvestidas. Así es cómo para mí el nombre de Hoffmann vuelve para imponerse como sobre un libreto apergaminado el sello de una biblioteca principesca.

El humor de Hoffmann es incomparable; al igual que su tono, en el que, a través de la escritura, la voz se mezcla a la risa. ¿Acaso me he dejado arrastrar por el objeto de mi examen, un relato erótico, al pretender que ese tono se registra en él con el mismo matiz que en otras partes, más alegremente quizá? No lo creo. Volviendo sobre algunas novelas cortas más fantásticas y menos conocidas que otras, Los errores, por ejemplo, o Los efectos de una cola de cerdo, encuentro en ellas una estrafalaria comicidad, un acercamiento al libertinaje y una abolición de las relaciones lógicas en la narración, emparentados con la hermosa Pandora de Nerval y con los múltiples episodios de Sor Monika. Se nos ha dicho que esos cuentos, y otros que no se han conservado, habían sido concebidos por Hoffmann, e incluso improvisados, entre una botella de borgoña y otra para mayor diversión del autor y de una mesa de amigos fieles. De ser auténticos estos recuerdos, de los que no tenemos motivo alguno para desconfiar, entonces es grande la tentación de considerar Sor Monika como una casi improvisación de esta índole que Hoffmann hubiera redactado poco después para entregarla a un librero que habría hecho la edición clandestina de 1815, de la cual han sobrevivido escasísimos ejemplares. Es probable que otros manuscritos no impresos del mismo tipo hayan sido destruidos en nombre de la moral. La literatura erótica está hecha de vestigios que se elevan por encima de las cenizas de una miríada de hogueras, razón principal del amor que sentimos por ella.

Como los textos más inspirados del gran Nerval, como los relatos más oscuramente iluminados de Hoffmann, Sor Monika se sumerge en un continuo onirismo que, aún perteneciendo por supuesto al Romanticismo alemán, relaciona el libro al espíritu moderno igual o más que muchas obras maestras de la misma época. Vertiginoso es el tiempo de las novelas rosas, secuencia de cortos momentos de incandescencia en los que se ilumina una hermosa boca entreabierta, hermosos pechos desnudos, un hermoso vientre liso, una hermosa grupa a punto de recibir las vergas, hermosos muslos separados, tan rápidamente y con tantos cambios de manos y de poses que la atención se diluye y que de realista no queda estrictamente nada. Luego, por un instante el velo (de la cama) vuelto a caer, antes de otra fantasmagoría carnal. El aficionado al porno quedará decepcionado, lo creo y lo espero, por esta ópera o esta obra teatral de ensueño que jamás disimula que es únicamente artificio y juego, como lo es toda literatura. En las últimas páginas, Monika lee una larga carta de su amiga Linchen, excamarera de su madre, la hermosa condesa Louise, quien acaba de ser violada en un camino de bosque por cuatro estudiantes bribones y su criado sastre y rascatripas, Jean de París, quienes, antes de desaparecer, satisficieron todos sus deseos en una escena de grotesca farsa música-teológica-filosófica-orgiástica sazonada por supuesto con latín y con la lengua de Voltaire. Dejando de lado el placer del lector, el punto capital es sin duda la hermosa condesa, quien, al final de la prueba, «despertó en los brazos de su vieja amiga», frase con la cual termina esta pequeña novela autorizándonos, creo yo, a tomarla por un sueño en la totalidad de su fantástica imaginación…

André Pieyre de Mandiargues
19 de enero de 1984

“Sor Monika” de E.T.A. Hoffmann

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