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Sombras verdes, ballena blanca

Resumen del libro:

“Sombras verdes, ballena blanca” es una obra que captura la singular experiencia de Ray Bradbury durante su estancia en Irlanda en 1953. Convocado por el célebre director John Huston para escribir el guion de “Moby Dick”, Bradbury, entonces un escritor relativamente desconocido, se embarca en una aventura que mezcla la realidad y la ficción en un paisaje irlandés impregnado de misticismo y leyendas. A través de esta narrativa, el autor no solo relata los desafíos creativos de adaptar la épica novela de Melville, sino que también se adentra en la riqueza cultural de Irlanda, un país que lo cautiva y lo envuelve en su atmósfera única.

La novela es una mezcla de episodios memorables, entre los que destacan cuentos como “La carrera del himno” y “El mendigo del puente O’Connell”, que fueron concebidos durante los siete meses que Bradbury pasó en Irlanda. Estos relatos se entrelazan con las vivencias del protagonista, un joven escritor asombrado —alter ego del propio Bradbury— que se enfrenta a la figura imponente de Huston, un director que encarna tanto el genio como la tiranía. La relación entre ambos personajes es uno de los ejes narrativos más fascinantes del libro, revelando el proceso creativo lleno de tensiones y descubrimientos.

El autor, con su característico estilo poético y vívido, logra transportar al lector a un mundo donde las sombras verdes de Irlanda se confunden con la mítica ballena blanca. Bradbury no solo describe paisajes y personajes, sino que también captura la esencia de un país lleno de misterios y tradiciones ancestrales. Los parroquianos de la taberna de Finn, con su humor y sabiduría popular, aportan un colorido especial a la historia, ayudando al joven escritor a desentrañar los secretos del alma irlandesa.

“Sombras verdes, ballena blanca” es una obra que combina la autobiografía con la ficción, ofreciendo una visión profunda del proceso creativo de uno de los grandes maestros de la literatura del siglo XX. Ray Bradbury, conocido principalmente por sus obras de ciencia ficción, demuestra en este libro su habilidad para explorar nuevos territorios literarios, entrelazando realidad y fantasía en un relato que es tanto una crónica personal como una celebración de la cultura irlandesa.

Esta obra no solo es un testimonio del crecimiento personal y profesional de Bradbury, sino también un tributo a la influencia que Irlanda tuvo en su vida y en su obra. “Sombras verdes, ballena blanca” es una lectura indispensable para aquellos que desean conocer una faceta menos conocida de Bradbury, en la que el autor nos invita a acompañarlo en un viaje lleno de aventuras, descubrimientos y encuentros inolvidables.

CON AMOR Y GRATITUD A KATHY HOURIGAN,
QUE ME AYUDÓ A LEVANTAR EL MAPA DE DUBLÍN Y MÁS ALLÁ
.

Y A REGINA FERGUSON, QUE CUIDÓ DE MI FAMILIA
DURANTE AQUEL FRÍO INVIERNO IRLANDÉS
.

Y A LA MEMORIA DE HEEBER FINN, NICK( MIKE), MI TAXISTA,
Y TODOS LOS MUCHACHOS DEL PUB, Y AL PROPIETARIO
DEL ROYAL HIBERNIAN HOTEL, HECTOR FABRON
,

Y A PADDY, EL MAîTRE, Y A TODO EL PERSONAL DEL HOTEL,
ESTE RAMO DE FLORES QUE TANTO SE HA HECHO ESPERAR
.

1

MIRÉ desde la cubierta del ferry de Dun Laoghaire y vi Irlanda.

La tierra era verde.

Y no me refiero a un único y vulgar verde; allí estaban todas sus tonalidades y variaciones. Incluso las sombras eran verdes, y la luz que bailoteaba en el muelle de Dun Laoghaire y en las caras de los aduaneros. Bajé y me interné en aquel verde, yo, un joven americano de poco más de treinta años que sufría dos clases distintas de depresión y que cargaba una máquina de escribir y poco más como equipaje.

Al contemplar la luz, los campos, las sombras, grité:

—¡Verde! Es como en los folletos de las agencias de viajes. Irlanda es verde, ¡es verdad que es verde!

Pero, de repente, un relámpago, un trueno. El sol se escondió. El verde se desvaneció. Una cortina de lluvia cubrió el vasto cielo. Desconcertado, sentí que mi sonrisa se desinflaba. Un canoso y mal afeitado oficial de aduanas me hizo señas.

—¡Aquí! ¡Control de aduanas!

—¿Adónde se ha ido? —grité—. ¡El verde! ¡Si estaba aquí hace un momento! Ahora se ha…

—¿Dice usted el verde?

El oficial consultó su reloj.

—Volverá cuando salga el sol —⁠dijo.

—¿Y eso cuándo será?

El viejo hojeó una lista de aduanas.

—Bueno, no hay nada en los malditos boletines del gobierno que indique cuándo, dónde o si saldrá el sol en Irlanda. —⁠Hizo un ademán con la cabeza⁠—. Hay una iglesia en aquella dirección, pregunte allí.

—Me quedaré aquí seis meses. ¿Cree que…?

—¿… si volverá a ver el sol y el verde? Es posible. Aunque en el veintiocho tuvimos doscientos días de lluvia. Fue el año en que produjimos más champiñones que niños.

—¿Es eso cierto?

—No, sólo son rumores. Pero eso es todo lo que se necesita en Irlanda, alguien que escuche, alguien que hable ¡y ya está hecho! ¿Es ése todo su equipaje?

Le enseñé mi máquina de escribir y mi maleta.

—Viajo con poco peso. Esto salió rápido. El equipaje pesado llegará la semana que viene.

—¿Es ésta su primera estancia en nuestro país?

—No. Vine aquí, pobre e inédito, en un carguero en mil novecientos treinta y nueve, cuando sólo tenía dieciocho años.

—¿Por qué razón ha venido a Irlanda?

El oficial chupó su lápiz y emborronó su bloc con algunas notas.

—La razón no tiene nada que ver con esto —⁠dije con brusquedad.

Su lápiz quedó suspendido en el aire y levantó la vista.

—Ése es un buen comienzo, pero ¿qué quiere decir?

—Locura.

El hombre se inclinó hacia delante complacido, como si estuviera presenciando un motín.

—¿Qué clase de locura? —inquirió educadamente.

—De dos tipos. Literaria y psicológica. He venido para enfrentarme y derrotar a la Ballena Blanca.

—Enfrentar —garabateó el hombre⁠—. Derrotar. Ballena Blanca. Eso es Moby Dick, ¿no?

—¡Usted lee! —grité, sacándome de debajo del brazo el libro.

—Cuando estoy de humor. —Subrayó sus garabatos. Hemos tenido a la bestia en casa durante más de veinte años. Peleé con ella en dos ocasiones. Está demasiado cargada de páginas y de las intenciones del autor.

—Estoy de acuerdo, lo está —⁠dije⁠—. Lo he empezado y lo he vuelto a dejar al menos diez veces, hasta que el mes pasado un estudio cinematográfico me contrató para trabajar en él. Así que ahora tengo que vencer para ganarme el sustento.

El oficial de aduanas asintió, anotó mis medidas y declaró:

—De modo que ha venido usted para escribir un guión. Sólo hay otro tipo que se dedique al cine en toda Irlanda. Como se llame. Alto, con cara de perro apaleado, hablaba muy bien. Dijo: «Nunca más». Tomó el ferry para descubrir cómo era el mar de Irlanda. Lo descubrió y vomitó el desayuno y el almuerzo. Era paliducho. Casi no tenía fuerza ni para llevar el libro de la ballena bajo el brazo. «Nunca más», gritó. ¿Y usted, muchacho? ¿Vencerá alguna vez al libro?

—¿Usted lo ha hecho?

—La ballena no ha atracado aquí, no. Demasiado para la literatura. ¿A qué se refería con lo de psicológico? ¿Ha venido a ver cómo mienten los católicos y cómo los unionistas se rasgan las vestiduras?

—No, no —dije apresuradamente, mientras recordaba mi anterior visita, en la que el tiempo había sido horrible⁠—. Entre ataque y ataque a la ballena, quiero estudiar a los irlandeses.

—Dios ya no quiere mirar aquí. ¿Es que quiere ser más que Él? ¿Por qué quiere hacerlo? —⁠Su lápiz volvió a quedar suspendido en el aire.

—Bueno… —dije mientras me metía el impermeable negro por la cabeza, ataba la cuerdecita alrededor de mi cuello y tiraba de la palanquita para bajar la visera⁠— perdóneme, pero éste es el último lugar del mundo en el que hubiera querido aterrizar. Es un verdadero misterio. Cuando era pequeño y pasaba por el barrio irlandés, los Micks[1] siempre me daban una buena tunda si me atrapaban. Y cuando corrían por nuestro barrio, nosotros les pegábamos a ellos. Llevo media vida preguntándome por qué hacíamos lo que hacíamos. Crecí perplejo…

—¿Perplejo? ¿Sólo eso? —gritó el oficial.

—… por los irlandeses. Ellos no me disgustan tanto como mi propio pasado. No me dicen nada ni el whisky irlandés ni los tenores irlandeses. El café irlandés tampoco es que sea mi bebida predilecta. La lista es larga. Después de haber vivido con esos terribles prejuicios, tengo que luchar para librarme de ellos. Y como el estudio me encomendó perseguir a la ballena en Irlanda, Dios, pensé, compararé la realidad con mis gastadas sospechas. Tengo que conjurar el fantasma para siempre. Puede decirse —⁠concluí entonces débilmente⁠— que he venido para ver a los irlandeses.

—¡No! Escúchenos, eso sí. Pero nuestra lengua no está conectada con nuestros cerebros. ¿Vernos? Vaya, muchacho, nosotros no estamos aquí. Estamos más allá del canal o más allá del gran charco. Déjeme esos lentes.

Alargó la mano gentilmente para quitarme los lentes de la nariz.

—¡Ay, Señor! —Se los colocó—. ¡Éstos son de los veinte auténticos!

—Sí.

—No, no. El foco es demasiado exacto. Usted necesita algo que desvíe la luz y cree una especie de bruma o niebla, no exactamente lluvia. Entonces nos verá flotando sobre nuestras espaldas, casi hundidos, como esa chica de Hamlet… ¿cómo se llamaba?

—Ofelia.

—Esa misma, pobre muchacha. ¡Bien! —⁠Volvió a colocar los lentes sobre mi nariz⁠—. Cuando quiera meterse en dificultades entre la multitud, quíteselos o nos verá caminando hacia la izquierda cuando deberíamos estar avanzando hacia la derecha. De todas formas, nunca podrá sondear, encontrar, descubrir, o comprender a los irlandeses. Somos más un clima que una raza. Pásenos por rayos X, arránquenos el esqueleto de cuajo, y por la mañana lo habremos regenerado por completo. ¡Tiene razón en todo lo que ha dicho!

—¿La tengo? —dije atónito.

El oficial fue repasando su propia lista detrás de sus párpados:

—¿El café? Nosotros no tostamos el grano, ¡lo quemamos! ¿Economía? ¿Música? Aquí van de la mano. Porque hay mendigos que tocan banyos con las cuerdas flojas en el O’Connell Bridge; mendigos que arrastran con dificultad pianolas que suenan como hormigoneras llenas de cuchillas de afeitar alrededor de St. Stephen’s Green. ¿Las mujeres irlandesas? Son todas unos tapones con las piernas enanas y narices de cerdo. Te apoyas en ellas, las utilizas para protegerte de la lluvia, pero no las perseguirías a través de un pantano. ¿E Irlanda en sí? Es la colonia penal al aire libre más grande de la historia… un gran hipódromo donde los sacerdotes hacen apuestas y pagan el Día del Juicio Final. Vuelva a casa, muchacho. No le vamos a gustar nada.

—Usted no me cae mal…

—¡Pero le caeré! ¡Escuche! —⁠susurró el viejo⁠—. ¿Ve a ese grupo de irlandeses que se apresuran a abandonar la isla antes de que se hunda? Se quedarán en París, Australia, Boston, hasta el Segundo Advenimiento. ¿Por qué todo este alboroto para salir de Irlanda?, se preguntará. Bien, si en la noche del sábado decide, uno, ver una película de Greta Garbo de mil novecientos treinta y uno en el cine Joyous; dos, orinar en la estatua del poeta cerca del Gate Theatre; o tres, tirarse al río Liffey para entretenerse, con el sano propósito de ahogarse, también puede considerar la idea de marcharse de Irlanda, como han hecho los irlandeses a razón de una multitud por día desde que mataron a Lincoln. La población ha caído de ocho millones a menos de tres. Otra gran hambre por la escasez de patata o una niebla más espesa que dure lo suficiente como para que todo el mundo pueda hacer el equipaje y cruzar de puntillas el canal para disfrazarse de policías de Filadelfia, e Irlanda será un desierto. ¡Usted no me ha dicho nada de Irlanda que yo no supiera ya!

Vacilé.

—Espero no haberlo ofendido.

—Ha sido un placer escuchar sus opiniones. Por cierto, ese libro que va a escribir… ¿es pornográfico?

—No, no voy a estudiar los hábitos sexuales de los irlandeses, no.

—Lástima. Están verdaderamente necesitados. Bueno, Dublín queda por allí, todo recto. ¡Buena suerte, muchacho!

—¡Adiós… y gracias!

El viejo, incrédulo, miró hacia el cielo.

—¿Lo has oído? ¡Ha dicho gracias!

Corrí y desaparecí entre los relámpagos, los truenos, la oscuridad. En algún lugar de aquel crepúsculo a mediodía sonaba un arpa desafinada.

“Sombras verdes, ballena blanca” de Ray Bradbury

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