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Sombra y hueso

Resumen del libro:

“Sombra y Hueso” es el primer libro de la trilogía Grisha de Leigh Bardugo. La historia se centra en Alina Starkov, una joven huérfana que vive en Ravka, un país imaginario inspirado en la Rusia Imperial. Alina es soldado en el ejército y está enamorada de su amigo de la infancia, Mal.

Un día, Alina y Mal son enviados a través del peligroso “Shadow Fold” (pliegue sombrío), una franja de oscuridad llena de monstruos. Durante la travesía, son atacados y Alina desata un poder oculto que desconocía poseer. Resulta que Alina es una “Grisha”, una rara persona con habilidades mágicas, y su habilidad única de invocar la luz la convierte en una figura clave en la lucha contra las fuerzas oscuras que amenazan a Ravka.

Alina es llevada a la capital, Os Alta, donde es entrenada por el misterioso Darkling, el líder de los Grisha, quien tiene planes para utilizar sus poderes para derrotar a los enemigos de Ravka y restaurar el poder del país. Alina se ve envuelta en un mundo de política y poder, mientras lucha por controlar sus propias habilidades y descubre la verdad sobre el pasado de Ravka y los Grisha.

La trama se desarrolla a través de una combinación de aventuras y romance, mientras Alina y sus aliados intentan detener la amenaza creciente contra Ravka. La historia explora temas de poder, lealtad y la lucha contra la opresión, y presenta una amplia variedad de personajes interesantes y complejos.

En resumen, “Sombra y Hueso” es una emocionante novela de fantasía llena de acción, intriga y romance, ambientada en un mundo imaginario que se inspira en la Rusia Imperial. La historia sigue a una joven huérfana llamada Alina mientras descubre sus habilidades mágicas y se convierte en una pieza clave en la lucha contra las fuerzas oscuras que amenazan a su país.

Antes

Los sirvientes los llamaban malenchki, pequeños fantasmas, porque eran los más jóvenes e insignificantes, y porque con ellos parecía que la casa del Duque estuviera encantada, llena de espíritus que se reían, mientras entraban y salían de las habitaciones a toda velocidad, o cuando se escondían en las despensas para escuchar a escondidas, o si se colaban en la cocina para robar los últimos melocotones del verano.

El niño y la niña habían llegado con unas semanas de diferencia, dos huérfanos más de las guerras fronterizas, refugiados de rostro sucio a los que habían tenido que sacar de entre los escombros de pueblos lejanos y llevar a la propiedad del Duque para que aprendieran a leer y escribir, y también un oficio. El chico era bajito y rechoncho, también tímido, aunque siempre sonreía. La chica era diferente, y ella lo sabía.

Acuclillada en la despensa de la cocina, escuchando el chismorreo de los adultos, oyó que el ama de llaves del Duque, Ana Kuya, decía:

—Es muy fea. Ningún niño debería tener ese aspecto. Pálida y agria, como un vaso de leche echada a perder.

—¡Y tan delgaducha! —respondió la cocinera—. Nunca se termina la cena.

Agachado tras la chica, el chico se volvió hacia ella y susurró:

—¿Por qué no comes?

—Porque todo lo que cocina sabe a barro.

—A mí me sabe bien.

—Tú te comerías cualquier cosa.

Volvieron a pegar las orejas en la abertura de las puertas de la despensa.

Un momento después, el chico susurró:

—Yo no creo que seas fea.

—¡Shhh! —siseó ella. Pero, oculta por las profundas sombras de la despensa, sonrió.

En verano, soportaban largas horas de tareas seguidas de horas aún más largas de clases en aulas sofocantes. Cuando el calor era excesivo, se escapaban al bosque para robar nidos de pájaros o nadar en un pequeño arroyo embarrado, o pasaban horas tumbados en el prado, observando el sol que pasaba sobre ellos lentamente, preguntándose dónde construirían su granja de leche y si tendría dos vacas blancas o tres. En invierno, el Duque se marchaba a su casa en Os Alta, y según los días se hacían más cortos y fríos, los profesores se relajaban en sus tareas, pues preferían sentarse junto al fuego y jugar a las cartas o beber kvas. Aburridos y atrapados en el interior, los chicos mayores repartían palizas con mayor frecuencia, por lo que el niño y la niña se escondían en las habitaciones en desuso de la propiedad, preparando trampas para los ratones y tratando de mantener el calor.

El día que llegaron los Examinadores Grisha, el chico y la chica estaban sentados sobre el marco de la ventana de una habitación polvorienta en el piso de arriba, esperando echar un vistazo a la diligencia del correo. En su lugar, vieron un trineo, una troika arrastrada por tres caballos negros, que entraba en la propiedad a través de las puertas de piedra blanca. Observaron su avance silencioso a través de la nieve hasta la puerta principal del Duque.

Emergieron tres figuras con elegantes gorros de piel y pesadas keftas de lana: una de color carmesí, otra de un azul muy oscuro, y otra de un vibrante púrpura.

—¡Grisha! —susurró la chica.

—¡Rápido! —dijo el chico.

En un instante, se quitaron los zapatos y salieron corriendo en silencio por el pasillo. Se deslizaron por la sala de música vacía y se escondieron tras una columna en una galería con vistas a la sala de estar donde a Ana Kuya le gustaba recibir a los invitados.

El ama de llaves ya estaba allí, con un vestido negro que le daba aspecto de pájaro, sirviendo té del samovar, con el largo llavero tintineando en su cadera.

—Entonces, ¿solo son dos este año? —preguntó una voz grave de mujer.

Miraron por entre la barandilla del balcón a la estancia que había debajo. Dos de los Grisha estaban sentados junto al fuego: un apuesto hombre vestido de azul y una mujer con túnica roja y aspecto altivo y refinado. El tercero, un joven hombre rubio, se paseaba por la habitación, estirando las piernas.

—Sí —confirmó Ana Kuya—. Un niño y una niña, los más jóvenes de aquí con diferencia. Creemos que tienen unos ocho años.

—¿Creemos? —repitió el hombre de azul.

—Cuando los padres han muerto…

—Lo entendemos —replicó la mujer—. Por supuesto, somos grandes admiradores de su institución. Ojalá más miembros de la nobleza se interesaran por la gente común.

—Nuestro Duque es un gran hombre —dijo Ana Kuya.

En el balcón, el chico y la chica asintieron sabiamente. Su benefactor, el Duque Keramsov, era un célebre héroe de guerra y amigo del pueblo. Al volver del frente, había convertido su propiedad en un orfanato y un hogar para las viudas de guerra. Les decían que rezaran por él cada noche.

—¿Y cómo son esos niños? —inquirió la mujer.

—La niña tiene talento para dibujar. El niño se siente como en casa en el prado y en el bosque.

—Pero ¿cómo son? —repitió la mujer.

Ana Kuya apretó sus labios marchitos.

—¿Cómo son? Son indisciplinados, respondones, demasiado dependientes el uno del otro. Ellos…

—Están escuchando cada palabra que decimos —señaló el hombre joven de púrpura.

El chico y la chica se estremecieron, sorprendidos. Estaba mirando directamente hacia su escondite. Se encogieron tras la columna, pero era demasiado tarde.

La voz de Ana Kuya sonó como un látigo:

—¡Alina Starkov! ¡Malyen Oretsev! ¡Bajad aquí ahora mismo!

A regañadientes, Alina y Mal bajaron por la estrecha escalera en espiral que había al final de la galería. Al llegar abajo, la mujer de rojo se levantó de su asiento e hizo un gesto para que se acercaran.

—¿Sabéis quiénes somos? —preguntó. Su cabello era de color gris acero, y su rostro hermoso a pesar de las arrugas.

—¡Sois brujos! —dijo Mal bruscamente.

—¿Brujos? —gruñó ella. Se giró hacia Ana Kuya—. ¿Es eso lo que enseñáis en esta escuela? ¿Supersticiones y mentiras?

Ana Kuya se ruborizó, avergonzada. La mujer de rojo se volvió hacia Mal y Alina, echando chispas por sus oscuros ojos.

—No somos brujos. Somos practicantes de la Pequeña Ciencia. Mantenemos este país y este reino a salvo.

—Igual que el Primer Ejército —dijo Ana Kuya muy bajo, con un matiz inconfundible en la voz.

La mujer de rojo se tensó, pero tras un momento añadió:

—Igual que el Ejército del Rey.

El hombre joven de púrpura sonrió y se arrodilló frente a los niños.

—Cuando las hojas cambian de color, ¿lo llamáis magia? —preguntó amablemente—. ¿Y cuando os cortáis la mano y se cura? Y cuando ponéis una olla con agua al fuego y esta hierve, ¿también es magia?

Mal sacudió la cabeza, con los ojos muy abiertos.

Sin embargo, Alina frunció el ceño y dijo:

—Cualquiera puede hervir agua.

Ana Kuya suspiró exasperada, pero la mujer de rojo rio.

—Tienes mucha razón. Cualquiera puede hervir agua, pero no todos son capaces de dominar la Pequeña Ciencia. Por eso hemos venido a examinaros. —Se giró hacia Ana Kuya—. Ahora, déjanos.

—¡Esperad! —exclamó Mal—. ¿Qué pasará si somos Grisha? ¿Qué nos pasará?

La mujer de rojo bajó la mirada hacia ellos.

—Si, por algún casual, uno de vosotros es Grisha, entonces el afortunado irá a una escuela especial donde los Grisha aprenden a usar sus talentos.

—Tendréis las mejores ropas, la mejor comida, cualquier cosa que vuestro corazón desee —añadió el hombre de púrpura—. ¿Os gustaría?

—Es la mejor forma de servir a vuestro Rey —dijo Ana Kuya, todavía merodeando junto a la puerta.

—Eso es muy cierto —afirmó la mujer de rojo, complacida y dispuesta a hacer las paces.

Los niños se miraron y, como los adultos no les estaban prestando mucha atención, no se fijaron en que la chica apretó la mano del chico, ni en la mirada que cruzaron. El Duque hubiera reconocido esa mirada. Había pasado largos años en las devastadas fronteras del norte, donde las aldeas eran asediadas constantemente y los campesinos luchaban sin mucha ayuda ni del Rey ni de nadie. Había visto a una mujer, descalza e impávida en su puerta, enfrentándose a una fila de bayonetas. Conocía la mirada de una persona que defendía su hogar sin nada salvo una piedra en la mano.

Sombra y Hueso de Leigh Bardugo

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