Sin destino
Resumen del libro: "Sin destino" de Imre Kertész
“Sin destino” de Imre Kertész es una novela semi-autobiográfica que ofrece una mirada desgarradora a la vida en los campos de concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial. La historia sigue a un joven húngaro-judío mientras experimenta el dolor y la lucha por sobrevivir en los campos de concentración.
Una de las características más notables de la novela es su estilo de escritura. Kertész utiliza un lenguaje frío y objetivo para describir los horrores que el protagonista experimenta en los campos de concentración. Esta falta de sentimentalismo y emoción puede parecer sorprendente al principio, pero en realidad refleja la forma en que el protagonista se ha desconectado emocionalmente para sobrevivir en un entorno tan brutal.
Otro aspecto importante de la novela es su exploración del tema del destino. A lo largo de la historia, el protagonista se enfrenta a una serie de situaciones en las que parece que su destino está fuera de su control. Sin embargo, también hay momentos en los que toma decisiones que afectan directamente su destino. Esto plantea preguntas sobre el papel del libre albedrío y el destino en nuestras vidas.
En resumen, “Sin destino” es una novela poderosa y conmovedora que ofrece una mirada desgarradora a la vida en los campos de concentración nazis. Su estilo de escritura frío y objetivo y su exploración del tema del destino hacen que sea una obra importante y memorable.
Capítulo 1
Hoy no he ido a la escuela; mejor dicho, sólo fui para pedir permiso a la tutora y volver a casa. Le entregué la carta de mi padre, en la cual pedía que me dispensaran, alegando «razones familiares». Ella me preguntó cuáles eran esas razones familiares, y yo le contesté que a mi padre lo habían asignado a trabajos obligatorios. Dejó de incordiarme.
Al salir de la escuela, no fui a casa sino al almacén. Mi padre me había dicho que me esperarían allí. También dijo que debía darme prisa porque podían necesitarme. Por eso pidió que me dejaran faltar a la escuela. Quizá quería que estuviera «a su lado en el último día», cuando tenía que «abandonar a la familia», eso también lo dijo en otro momento. Habló con mi madre, si mal no recuerdo, por la mañana cuando le llamó por teléfono. Hoy es jueves, y mis tardes de los jueves y de los domingos, en realidad, le corresponden a ella. Mi padre le comunicó: «No te puedo dejar a György esta tarde», y entonces dio esa explicación. O tal vez no fue así. Yo tenía un poco de sueño esa mañana, debido a la alarma aérea de anoche, y a lo mejor no me acuerdo bien. Sin embargo, estoy seguro de que lo dijo, si no a mi madre, a otra persona.
Yo también intercambié algunas palabras con mi madre, aunque no recuerdo qué le dije. Creo que hasta se enfadó un poco conmigo, porque fui muy parco con ella, por la presencia de mi padre: al fin y al cabo hoy tengo que complacerlo a él.
Cuando salía para la escuela, también mi madrastra se sinceró conmigo. Estábamos a solas, en la entrada de casa y me dijo que en aquel día tan triste para todos nosotros esperaba «contar con un comportamiento adecuado» por mi parte. No sabía qué responderle, así pues no dije nada. Quizá haya interpretado mal mi silencio, porque continuó diciéndome que no había querido herir mi sensibilidad y que sabía que su advertencia era, en realidad, innecesaria. Estaba segura de que yo, un muchacho de quince años, era perfectamente capaz de calibrar la «gravedad del golpe que habíamos recibido»; ésas fueron sus palabras. Asentí con la cabeza y vi que con eso le bastaba. Entonces, hizo un gesto con la mano, y temí que fuera a abrazarme. No lo hizo, se limitó a soltar un largo y profundo suspiro entrecortado. Me di cuenta de que sus ojos se ponían húmedos; me sentí incómodo. Después, me dejó ir.
Fui andando desde la escuela hasta el almacén. Era una mañana limpia y tibia para ser el principio de la primavera. Hubiera podido desabrochar mi abrigo, pero desistí: la ligera brisa podía haber hecho que las solapas hubieran ocultado de manera antirreglamentaria mi estrella amarilla. De ahora en adelante tengo que cuidar más ciertos detalles. Nuestro almacén de maderas está cerca, en una de las calles laterales. Unas escaleras empinadas llevan a la oscuridad. Encontré a mi padre y a mi madrastra en la oficina, una pequeña cabina de vidrio, iluminada como los acuarios, justo al lado de la escalera. También estaba el señor Süt a quien conozco bien, porque fue nuestro contable y administrador de otro almacén que teníamos al aire libre y que luego él nos compró. O por lo menos eso decimos. El señor Süt no tiene problemas de tipo racial ni lleva estrella amarilla y, de hecho, nos ayuda en nuestra situación legal, según yo sé, porque es él quien sigue administrando nuestros bienes para que nosotros no tengamos que prescindir de la totalidad de los beneficios.
Lo saludé con más consideración que de costumbre, puesto que de alguna manera ahora estaba por encima de nosotros: mi padre y mi madrastra también eran más amables con él. Él, sin embargo, se empeñaba en tratar a mi padre como su jefe y a mi madrastra la seguía llamando «mi señora», como si nada hubiese ocurrido, y continuaba besándole la mano cada vez que la veía. Aquel día a mí también me recibió con su tono campechano de siempre; no hacía caso de mi estrella amarilla. Me quedé de pie al lado de la puerta, y ellos continuaron con lo que habían interrumpido por mi llegada. Estaban intentando llegar a un acuerdo sobre algo, según entendí. Al principio no sabía de qué hablaban. Cerré los ojos por un momento, puesto que todavía estaba medio cegado por la intensa luz de la cabina. Entonces mi padre dijo algo que me sorprendió, y abrí los ojos. Observé el rostro redondo y moreno del señor Süt, en el que destacaban un fino bigote, unos dientes grandes, muy blancos y ligeramente separados, y unas pequeñas manchas rojizas y amarillas, que parecían abscesos abriéndose. Mi padre dijo entonces algo sobre una «mercancía que convenía que el señor Süt se llevara inmediatamente». El señor Süt no tenía inconveniente, por lo que mi padre sacó un paquetito del cajón del escritorio que estaba envuelto en papel de seda y atado con un lazo. Entonces supe de qué mercancía se trataba: por su forma reconocí la caja que había en el paquete. La caja en la que guardábamos los objetos de valor y las joyas. Creo que lo llamaban mercancía para que yo no supiera de qué hablaban. El señor Süt guardó enseguida el paquete en su cartera. A continuación, se enzarzaron en una pequeña discusión: el señor Süt sacó su pluma estilográfica e insistió en firmar un recibo a mi padre por la mercancía. Mi padre respondió que se dejara de tonterías y que no necesitaba ningún papel. El señor Süt estaba muy agradecido. «Ya sé que tiene usted confianza en mí, jefe, pero en la vida hay que seguir un orden y conservar ciertas formas», dijo. Después se dirigió a mi madrastra: «¿No opina usted lo mismo, mi señora?», preguntó, pero ella se limitó a sonreír y repuso que, por su parte, confiaba plenamente en las decisiones que ellos tomasen.
Cuando ya empezaba a aburrirme, el señor Süt por fin se decidió a guardar su estilográfica y empezaron a hablar del tema del almacén. Debían tomar una decisión sobre el destino de todas aquellas tablas de madera. Mi padre opinaba que tenían que actuar inmediatamente, antes de que las autoridades «echaran mano al negocio», y le pidió al señor Süt que con su experiencia profesional ayudara y aconsejara a mi madrastra en el asunto. «Naturalmente, mi señora. De todas formas, estaremos en contacto permanente por las cuentas», dijo el señor Süt dirigiéndose a mi madrastra. Creo que se refería a nuestro antiguo almacén que ahora le pertenecía.
Finalmente, se despidió de nosotros. Retuvo la mano de mi padre durante un largo rato; la expresión de su rostro era seria y triste. Sin embargo, opinó que «no eran momentos para palabrerías».
«Hasta pronto, jefe», se despidió el señor Süt. «Eso espero, señor Süt», respondió mi padre con una leve sonrisa.
En ese momento, mi madrastra abrió su bolso de mano, extrajo un pañuelo y se lo llevó a los ojos, sollozando. Se produjo un silencio. La situación me resultó molesta, porque tuve la impresión de que yo también debía decir algo. Pero todo había acontecido con tanta rapidez que no se me ocurrió nada sensato. También el señor Süt se sentía visiblemente incómodo. «Pero, mi señora, no haga esto, por favor. No debe hacerlo, de verdad que no», dijo, asustado.
Después se inclinó y casi dejó caer su boca en la mano de mi madrastra, para proceder a besarla como siempre. Corrió luego hacia la puerta y yo apenas tuve tiempo para hacerme a un lado. Se olvidó de despedirse de mí. Permanecimos en silencio escuchando sus lentos pasos por las escaleras de madera, hasta que mi padre dijo: «Bueno, ya está, otro peso que nos hemos quitado de encima».
Entonces, mi madrastra le preguntó, en un tono velado, si no habría sido mejor aceptar aquel recibo del señor Süt. Mi padre le respondió que aquel recibo carecía de «valor práctico» e incluso sería más peligroso tenerlo escondido que guardar la caja. Le explicó que estábamos obligados a jugarlo todo a una sola carta y a tener plena confianza en el señor Süt, puesto que, a esas alturas, no nos quedaba otra solución. Mi madrastra permaneció callada por un momento, pero luego continuó diciendo que, aunque mi padre tuviera razón, ella estaría más tranquila con «un recibo en la mano». No supo explicar bien por qué.
Mi padre estaba obsesionado por el tiempo, porque aún tenían muchas cosas que hacer. Quería entregar a mi madrastra los libros de cuentas del almacén para que pudiera controlar y mantener el negocio mientras él estuviera en el campo de trabajo. También intercambió unas palabras conmigo. Me preguntó si había tenido problemas en la escuela. Después me dijo que me sentara y que estuviera tranquilo hasta que ellos terminaran con los libros.
Claro, ese trabajo requería mucho tiempo. Al principio no lo tomé con tranquilidad. Pensaba en mi padre y en que se iría al día siguiente, y probablemente no volvería a verlo durante mucho tiempo. Al cabo de un rato me cansé de pensar en eso y, puesto que nada podía hacer por mi padre, empecé a aburrirme. Cansado de estar sentado en la misma posición, me levanté y, sólo por hacer algo, bebí agua del grifo. No me dijeron nada. Más tarde me fui a la parte trasera, entre las tablas de madera, para hacer pis. Regresé y me lavé las manos en la pila de azulejos y de grifo oxidado. Saqué el bocadillo de mi cartera y me lo comí. Volví a beber agua del grifo y tampoco me dijeron nada. Regresé a mi sitio, y allí permanecí mortalmente aburrido durante largo rato.
Era más de mediodía cuando salimos a la calle. Otra vez se me cegaron los ojos, me molestaba la luz tan brillante. Mi padre echó la llave a los dos cerrojos de hierro gris. Tuve la impresión de que se demoraba ex profeso en hacerlo. Le entregó las llaves a mi madrastra, diciéndole que él ya no las necesitaría. Mi madrastra abrió su bolso. Asustado, pensé que otra vez sacaría el pañuelo, pero se limitó a guardar las llaves. Nos dispusimos a caminar con muchas prisas. Pensé que regresaríamos a casa pero primero fuimos de compras. Mi madrastra tenía una larga lista de todo lo que mi padre podía necesitar en el campo de trabajo. La víspera había comprado ya una parte, pero aún faltaban algunas cosas. Yo me sentía un poco incómodo caminando a su lado: los tres llevábamos nuestras estrellas amarillas. Cuando iba solo, no me importaba llevarla e incluso me divertía pero cuando ellos me acompañaban, me molestaba. No podría explicar por qué. En todas las tiendas que recorrimos había mucha gente, excepto donde compramos la mochila, allí éramos nosotros los únicos clientes. El aire estaba cargado del fuerte olor de las tinturas utilizadas en la preparación de las telas. El tendero -un anciano de tez amarillenta y dientes postizos níveos que llevaba una codera en un brazo- y su mujer se mostraron muy amables con nosotros. Amontonaron gran cantidad de mercancías sobre el mostrador. Advertí que el tendero llamaba a su esposa -también anciana- «hija» y que la mandaba a ella en busca de los artículos. Yo ya conocía aquella tienda porque estaba cerca de nuestra casa pero hasta aquel día no había entrado en ella. Era una tienda de artículos de deporte, en la que también vendían otras cosas. Desde hacía un tiempo vendían incluso estrellas amarillas de fabricación propia debido a la escasez de tela amarilla. (Mi madrastra había conseguido las nuestras a su debido tiempo.) Las estrellas de la tienda, de tela amarilla, estaban fijadas a una cartulina recortada, con lo que resultaban mucho más bonitas que las caseras, que a menudo tenían las puntas desiguales. Observé que ellos también llevaban las mismas estrellas que vendían, como si desearan animar a los posibles compradores.
El tendero nos preguntó, disculpándose por el atrevimiento, si los artículos que estábamos comprando eran para un campo de trabajo. Mi madrastra le respondió que sí. El viejo asintió con la cabeza y nos miró con una expresión triste. Levantó sus viejas y manchadas manos y las dejó caer, con un gesto de pena, sobre el mostrador. Entonces mi madrastra le preguntó si tenían mochilas, puesto que necesitábamos una. El anciano tardó en responder, pero por fin dijo: «Para ustedes, seguramente habrá alguna. Trae del almacén una mochila, hija, para este señor».
La mujer volvió con una mochila que parecía buena y apropiada. El tendero envió una vez más a su mujer por algunas cosas que -en su opinión- mi padre «podría necesitar allá donde iba a ir». Hablaba con nosotros con mucho tacto y simpatía y trataba de evitar usar la expresión «trabajos obligatorios». Nos enseñó objetos muy útiles, como un recipiente hermético para la comida, un estuche que contenía una navaja y otros utensilios incorporados, un bolso muy práctico para colgar del hombro, cosas que -según decía- compraba la gente que se encontraba en «circunstancias parecidas».
Mi madrastra decidió adquirir la navaja para mi padre. También a mí me gustaba. Una vez escogido todo lo necesario, el tendero mandó a su esposa a la caja. Moviendo su cuerpo frágil, envuelto en un vestido negro, con bastante dificultad, la mujer se situó ante la caja que estaba sobre el mostrador, delante de un sillón acolchado. Después, el tendero nos acompañó hasta la puerta. Antes de despedirse dijo que esperaba tener la suerte de poder servirnos en otra ocasión y, dirigiéndose a mi padre, añadió: «De la manera que usted, señor, y yo deseamos».
Finalmente, nos dirigimos a nuestra casa, situada en un edificio grande de varias plantas, cerca de una plaza donde hay una parada de tranvías. Una vez en casa, mi madrastra se dio cuenta de que no habíamos recogido nuestra ración de pan. Tuve que regresar a la panadería. Esperé fuera hasta que llegó mi turno y luego entré en la tienda. La panadera, una mujer rubia y tetuda, cortaba el pedazo de pan que correspondía a cada ración y luego su marido lo pesaba. No me devolvió el saludo. Era sabido en el barrio que no le caían bien los judíos; por eso también nuestra ración de pan pesaba siempre algo menos de lo que nos correspondía. Según se decía, de esta forma él se quedaba con una parte del pan racionado. De alguna manera, quizá por su mirada airada y sus movimientos decididos, comprendí las razones de su animadversión hacia los judíos: si hubiera sentido simpatía por ellos, habría tenido la desagradable sensación de estar engañándolos. Por lo tanto, actuaba por convicción, guiado por la justicia y la verdad que emanan de unos ideales, lo cual era completamente diferente.
Tenía prisa por llegar a casa porque estaba hambriento, así que sólo intercambié unas pocas palabras con Annamária, que bajaba por las escaleras cuando yo me disponía a subir. Ella vive en el mismo piso que nosotros, en la casa de los Steiner, con quienes ahora nos reunimos todas las noches en casa de los Fleischmann. Antes, no hacíamos el menor caso de los vecinos, pero desde que sabemos que somos de la misma raza, intercambiamos ideas sobre nuestro futuro. Habitualmente, nosotros dos hablamos de otras cosas; así me enteré de que la señora y el señor Steiner son sus tíos; sus padres están ahora arreglando los papeles del divorcio, y como todavía no han decidido qué van a hacer con ella, la han mandado a vivir con sus tíos. Antes, por la misma razón, ha estado en un internado, como yo. Tiene unos catorce años. Su cuello es muy largo. Debajo de su estrella amarilla ya le han empezado a crecer los senos. Aquel día ella también iba a la panadería. Me preguntó si quería jugar a las cartas por la tarde con ella y las dos hermanas que viven en el piso de arriba, con las que Annamária ha entablado amistad. Yo apenas las conozco, pues sólo las he visto algunas veces en la escalera y en el refugio antiaéreo del sótano. La más pequeña debe de tener unos once o doce años. La mayor, según Annamária, tiene la misma edad que ella. A veces, desde una habitación de nuestra casa cuyas ventanas dan al interior, la veo pasar por el pasillo. También me he cruzado con ella un par de veces en el portal. Deseaba conocerla mejor y ésa era una buena oportunidad. Pero de repente me acordé de mi padre y le dije a Annamária que no podía ir porque lo habían destinado a trabajos obligatorios. Me respondió que había oído a su tío comentar algo sobre ello.
Después de permanecer un rato en silencio ella volvió a hablar: «¿Qué tal mañana?». «Mejor pasado -contesté yo, y luego añadí-: quizá.»
…
Imre Kertész. Autor húngaro, vivió durante muchos años en Berlín, siendo conocido por su obra narrativa, en la que evocó su propio paso por los campos de concentración nazis y la evolución de la sociedad europea desde la perspectiva de los excluidos. En 2002 recibió el Premio Nobel de Literatura.
Kertész apenas contaba con quince años de edad cuando fue deportado al campo de concentración de Auschwitz, del que fue trasladado posteriormente al de Buchenwald. Tras la guerra volvió a Budapest, donde trabajó tanto como periodista como de escritor de guiones y obras de teatro.
En 1975 logró su primer éxito de crítica con Sin destino, obra en la que aplicó su propia experiencia durante la II Guerra Mundial, aunque no llegó a ser suficiente como para despuntar dentro del panorama narrativo de su país. Dedicado a la traducción del alemán, Kertész fue intercalando sus obras, casi todas de carácter autobiográfico, hasta que ya en los años 90 recibió el reconocimiento que merecía tanto en Hungría como en Alemania, siendo ganador de premios como el de Brandeburgo, Leipzig o el Friedrich-Gundolf.
Sin destino fue llevada al cine en 2005 y tras recibir el Premio Nobel de Literatura en 2002, la obra de Kertész ha sido traducida ampliamente en casi todo el mundo.