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Siempre hay caminos

Siempre hay caminos, una novela de Ciro Alegría

Siempre hay caminos, una novela de Ciro Alegría

Resumen del libro:

Siempre hay caminos es, sin duda, una de las novelas cortas de Ciro Alegría mejor logradas, gracias a la simbiosis de cosmovisión, paisaje y psicología del hombre de tierra adentro, identificado con su soledad, su sentido de lo mágico y lo mítico. Su nudo argumental es un triángulo amoroso formado por campesinos de la sierra norte del Perú: el aventurero Candelario, su burda y conflictiva conviviente Micaela, y una desconocida que llega un día y se queda en la casa, sin revelar su origen y que apenas dice llamarse Eulalia Díaz…

I

UNA mujer magra, de vestiduras raídas, llegó junto con la sombra de los álamos a la casa de la loma. Los esbeltos álamos, alineados frente a la vasta ondulación de los potreros, apuntaban seis doradas agujas hacia un cielo de rojizo azul. La mujer avanzó hasta el corredor, y tremoló su larga sombra en la pared de cal.

La casa estaba en silencio. Por las inmediaciones corría relumbrando un arroyo, dispersos árboles y achaparrados arbustos moteaban los pastizales combados bajo el viento, grillos y cigarras hacían crepitar su leve música.

La mujer miró detenidamente la casa de pared veteada y tejas prietas, que tenía gente a juzgar por la puerta abierta y una manta tendida en el corredor, pero no entró. Doblando hacia un lado, continuó con paso calmo tal si fuera a seguir su camino y, de pronto, sentose en el suelo, al pie de un eucalipto de ancho ramaje. Puso en tierra un enorme atado que llevaba a la espalda y tomó la actitud de quien descansa; aunque de rato en rato, sea porque la noche estaba ya llegando y temía quedarse al raso, o porque esperaba ver aparecer a alguien de un momento a otro, oteaba, empecinándose en examinar la casa y los senderos que arribaban a la loma o pasaban flanqueándola.

Miraba también la rijosa muralla formada por la alta cordillera distante. La mujer movía la cabeza lentamente. Aislada y muda, daba un toque de inquietud a los campos sumidos en una plácida renuncia del atardecer.

La pequeña Domi, chiquilla que vagaba por los contornos acunando una muñeca de trapo, se había fijado en la mujer y la observaba con una curiosidad que terminó por convertirse en alarma. Como ninguna explicación pudo encontrar a la rara conducta de esa viajera, que en vez de buscar a la gente de la casa, como debió hacerlo, fue a acurrucarse bajo un árbol para aguaitar desde allí en forma inquisitiva; Domi corrió hacia su madre. Hallola en el huerto que había tras la casa, recogiendo cebollas.

—Mama, mama Micaela —dijo Domi después de trasponer la feble tranquera—, llegó una mujer…

Micaela levantó su cara terrosa sobre la cerca de piedra y miró hasta dar con la mujer acurrucada al pie del árbol.

—Estará descansando —dijo, y continuó su tarea.

Pasó un ventarrón cargando noche y polvo. Las sombras ascendían por las encañadas sorbiendo los árboles y las aristas de los cerros. El cambiante reflejo del cielo mantenía aún para la casa de la loma, único reducto humano en la vastedad de los potreros, una trémula penumbra.

Micaela salió del huerto y fue al fogón, ubicado en el corredor, para preparar la comida. Al pasar miró hacia el eucalipto. Había junto al tronco un bulto oscuro. Continuaba allí la desconocida.

De ordinario, la vida de la pequeña Domi parecía habérsele concentrado en sus grandes y tristes ojos claros. Ahora, era toda ojos para observar a esa mujer, y lo hacía como atreviéndose, pues apenas se creía protegida por la proximidad de la madre.

A Micaela comenzó también a parecerle extraño que la desconocida, quien sin duda las había visto y carecía de tiempo para continuar su camino con la posibilidad de encontrar posada, no se hubiera acercado a pedírsela o, cuando menos, a explicar la razón de su presencia.

—Ni que fuera animal del campo —murmuró.

Luego dio a Domi varias órdenes en voz alta, como para que la extraña las oyera, y la pequeña se apresuró a cumplirlas entrando y saliendo de la habitación mayor, con una y otra cosa en las manos. Micaela encendió candela y las llamas crecieron. La desconocida no dio señales de percatarse o cuidarse de nada.

—Ni que fuera sorda y ciega —sentenció Micaela.

Domi dijo:

—Ve, mama, ella ve. Estaba mirando.

—¿Qué es lo que miraba?

—La casa, los caminos… a todo miraba…

—¿Qué? —exclamó Micaela, entre recelosa y amenazante.

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