Resumen del libro:
Alessandro Baricco presentaba Seda en su país con estas palabras: “Ésta no es una novela. Ni siquiera es un cuento. Ésta es una historia, que empieza con un hombre que atraviesa el mundo, y acaba con un lago que permanece inmóvil, en una jornada de viento”. Con un ritmo cuidadosamente estudiado, el autor despliega una historia entre Francia y Japón y el comercio de sada, en la que se entremezclan con exquisita sencillez y serena elegancia el amor, el dolor, la melancolía y el deseo. Pero no es solamente una historia de amor. En palabras del propio autor, “si sólo fuera una historia de amor, no habría valido la pena contarla”.
1
Aunque su padre hubiera imaginado para él un brillante porvenir en el ejercito, Hervé Joncour había terminado por ganarse la vida con un oficio insólito, al cual no le era extraña, por singular ironía, una característica tan amable que traicionaba una vaga entonación femenina.
Para vivir; Hervé Joncour compraba y vendía gusanos de seda.
Corría el año de 1861. Flaubert estaba escribiendo Salambó, la iluminación eléctrica era todavía una hipótesis y Abraham Lincoln, al otro lado del océano, estaba combatiendo en una guerra de la cual no vería el fin.
Hervé Joncour tenía 32 años. Compraba y vendía. Gusanos de seda.
2
Para ser exactos, Hervé Joncour compraba y vendía los gusanos cuando su existencia de gusano consistía en ser huevos minúsculos, de color gris o amarillo, inmóviles y aparentemente muertos. Bastaba la palma de una mano para tener millares.
“Lo que se dice tener una fortuna en la mano.”
A principios de mayo los huevos se rompían, liberando una larva que, después de 30 días de febril alimentación a base de hojas de morera, procedía a encerrarse nuevamente en un capullo, para luego salir definitivamente dos semanas más tarde, dejando tras de sí un patrimonio que en seda hacía mil metros de hilo crudo y en dinero una bonita cantidad de francos franceses: suponiendo, claro está, que todo esto acaeciera en el respeto de las reglas y, como en el caso de Hervé Joncour, en alguna región de la Francia meridional.
Lavilledieu era el nombre del lugar en el cual vivía Hervé Joncour. Hélene el de su mujer.
No tenían hijos.
3
Para evitar los daños de las epidemias que cada vez con mayor frecuencia afligían los cultivos europeos, Hervé Joncour llegaba incluso a cruzar el Mediterráneo para adquirir los huevos de gusano en Siria y Egipto. En eso consistía la característica más exquisitamente aventurera de su trabajo. Cada año, a principios de enero, partía. Atravesaba mil seiscientas millas de mar y ochocientos kilómetros de tierra. Escogía los huevos, discutía el precio, los compraba. Después se volvía, atravesaba ochocientos kilómetros de tierra y mil seiscientas millas de mar y entraba de nuevo en Lavilledieu, de ordinario el primer domingo de abril, de ordinario a tiempo para la Misa Mayor.
Trabajaba todavía dos semanas más para poner a punto los huevos y venderlos. El resto del año, descansaba.
4
—¿Cómo es África? —le preguntaban.
—Cansada.
Tenía una gran casa en las afueras del pueblo y un pequeño laboratorio en el centro, justo enfrente de la casa abandonada de Jean Berbeck.
Jean Berbeck había decidido un día que no hablaría nunca más. Mantuvo la promesa. La mujer y las dos hijas lo abandonaron. Él murió. Nadie quiso su casa; así, ahora era una casa abandonada.
Comprando y vendiendo gusanos de seda, Hervé Joncour ganaba cada año una cifra suficiente para asegurarse a sí y a su mujer esas comodidades que en provincia tienden a considerarse como un lujo. Gozaba con discreción de sus haberes y la perspectiva, verosímil, de llegar a ser realmente rico lo dejaba del todo indiferente. Era, por otra parte, uno de esos hombres a los que les gusta asistir su propia vida, considerando impropia cualquier ambición de vivirla.
Se habrá notado que ellos observan su propio destino del modo en que la mayoría suele observar un día de lluvia.
5
Si se lo hubieran preguntado, Hervé Joncour habría respondido que su vida continuaría así para siempre. Al inicio de los años sesenta, sin embargo, la epidemia de pebrina que había destruido los huevos de los cultivos europeos se difundió al otro lado del mar, alcanzando África y, según algunos, incluso la India. Hervé Joncour volvió de su habitual viaje, en 1861, con una carga de huevos que se reveló, dos meses después, casi totalmente infectada. Para Lavilledieu, como para tantas otras ciudades que fundaban su riqueza en la producción de seda, aquel año pareció representar el comienzo del fin. La ciencia se mostraba incapaz de comprender las causas de las epidemias, y todo el mundo, hasta en las regiones más lejanas, parecía prisionero del aquel sortilegio sin explicación.
—Casi todo el mundo —dijo despacio Baldabiou—. Casi —agregando dos dedos de agua a su Pernod.
6
Baldabiou era el hombre que veinte años antes había llegado al pueblo, había enfilado directo a la oficina del alcalde, había entrado sin hacerse anunciar, le había puesto encima del escritorio una bufanda de seda color ocaso y le había preguntado:
—¿Sabe qué es esto?
—Cosas de mujer.
—Se equivoca. Cosas de hombre: dinero.
El alcalde lo echó. Él construyó una hilandería abajo del río, un cobertizo para el cultivo de gusanos a espaldas del bosque y una capilla dedicada a santa Inés en el cruce de caminos de Vivier. Contrató una treintena de trabajadores, hizo traer de Italia una misteriosa máquina de madera, todas ruedas y engranajes, y no dijo nada más por siete meses. Después volvió a donde el alcalde, poniéndole sobre el escritorio, bien ordenados, treinta mil francos en billetes de alta denominación.
—¿Sabe qué es esto?
—Plata.
—Se equivoca. Es la prueba de que usted es un pendejo.
Volvió a coger los billetes; los metió en la cartera e hizo el ademán de irse. El alcalde lo detuvo.
—¿Qué diablos debería hacer?
—Nada; y será el alcalde de un pueblo rico.
Cinco años después Lavilledieu tenía siete hilanderías y se había convertido en uno de los principales centros europeos de sericicultura y filatura de la seda. No todo era propiedad de Baldabiou. Otros notables y terratenientes de la zona lo habían seguido en aquella curiosa aventura empresarial. A cada uno Baldabiou le había revelado, sin problemas, los secretos del oficio. Eso lo divertía mucho más que hacer dinero a montones. Enseñar. Y tener secretos que contar. Era un hombre así.
…