Libro 2: Scaramouche

Scaramouche, creador de reyes

Resumen del libro: "Scaramouche, creador de reyes" de

Rafael Sabatini, un maestro del género de aventuras históricas, nos regala una vez más una obra llena de emoción y valentía con «Scaramouche, creador de reyes». Este prolífico autor, nacido en Italia y de madre inglesa, supo desde muy temprano combinar lo mejor de ambos mundos literarios. Su capacidad para entretejer tramas complejas y personajes vibrantes ha sido su marca distintiva, posicionándolo entre los grandes narradores del siglo XX.

En esta entrega, Sabatini revive a su inolvidable héroe, Andre Louis, conocido por su ingenio y destreza con la espada. «Scaramouche, creador de reyes» nos sumerge en una nueva y vibrante aventura donde Andre Louis, bajo su famoso disfraz de Scaramouche, se ve envuelto en una misión de proporciones épicas. La narrativa es ágil y envolvente, llevándonos por un viaje repleto de duelos, intrigas políticas y desafíos personales que mantienen al lector al borde de su asiento.

La trama se desarrolla en un contexto histórico turbulento, donde Andre Louis debe navegar con astucia y valentía. Sabatini no solo nos ofrece una historia de acción trepidante, sino que también nos invita a reflexionar sobre temas como la justicia, el poder y la identidad. Andre Louis, con su inigualable carisma, no es solo un espadachín habilidoso, sino también un hombre de principios firmes que lucha por lo que cree justo, convirtiéndose en un verdadero creador de destinos.

El estilo de Sabatini, caracterizado por su prosa elegante y descriptiva, logra capturar la esencia del periodo histórico, transportando al lector a una época de grandes conflictos y pasiones. La riqueza de sus personajes secundarios, cada uno con sus propias motivaciones y secretos, añade profundidad y complejidad a la narrativa, haciendo de «Scaramouche, creador de reyes» una lectura fascinante y multifacética.

En resumen, «Scaramouche, creador de reyes» es una obra que no solo entretiene sino que también enriquece al lector con su mezcla de aventura, historia y reflexión. Rafael Sabatini reafirma su lugar en el panteón de los grandes escritores de aventuras, ofreciendo una experiencia literaria que es tanto un placer como un estímulo para la mente.

Libro Impreso

CAPITULO PRIMERO

LOS VIAJEROS

SE SOSPECHABA de él que no tenía corazón.

Repetidas veces permite que se advierta esta sospecha en el curso de aquellas confesiones suyas de las que tanto saqué para narrar la historia de la primera parte de su vida singular. Al principio de dicha historia le vemos dar la espalda, bajo el dictado del cariño, a una carrera asegurada al servicio del Privilegio. Al final de la misma le vemos abandonar la causa del pueblo en la que había prosperado, y de nuevo a dictados del cariño, abandonar la gran posición conquistada.

Del hombre que, dos veces en el transcurso de los primeros veintiocho años de su vida, deliberadamente, en el servicio de los demás, destruye sus probabilidades de éxito, es tonto decir que no tiene corazón. Pero era capricho de André-Louis Moreau fomentar esta ilusión. Habían afectado su imaginación, desde la infancia, las enseñanzas de Epicteto y buscaba deliberadamente asumir las características de un estoico: uno que jamás consentiría que el sentimentalismo ofuscara su razón ni que el corazón le gobernase la cabeza.

Era, naturalmente, un actor por temperamento. Había hallado su verdadera vocación como Scaramouche y autor, actor y organizador de la Troupe Binet. De haber persistido en ello, su genio podía haberle conquistado una fama mayor que la de Beaumarchais y Taima juntos. Desistiendo de ello, sin embargo, había llevado su temperamento histriónico a los senderos de la vida, que pisó en adelante tomando el mundo por escenario.

Semejantes temperamentos son bastante corrientes, y por regla general no son más que fatigantes.

André-Louis Moreau, sin embargo, logra despertar nuestro interés por lo inesperado de lo que él llama en algún lado franca y fantásticamente «sus exteriorizaciones». Ello se debe a su don de la risa. La musa cómica se halla siempre a su lado, aun cuando no se la ve claramente en todas las ocasiones. Permaneció a su lado hasta el fin a pesar de que, en ésta, la segunda parte de su historia, su inteligencia en el antiguo buen humor tiene cierto dejo de amargura a medida que va convenciéndose de que, en la locura del mundo, hay más mal del que observaron incluso aquellos filósofos que han intentado enseñarle cordura.

Su huida de París en el momento en que, como hombre de Estado, se abría ante él una gran carrera, era un sacrificio que le había dictado el deseo de procurar la seguridad de aquéllos a quienes amaba: Aliñe de Kercadiou, con quién esperaba casarse; monsieur de Kercadiou; y madame de Plougastel, cuyo hijo natural tan recientemente se le había dado a conocer que era. Aquella huida se efectuó sin incidente. Todas las dificultades se allanaron ante el salvoconducto que llevaba el Representante André-Louis Moreau, que anunciaba que viajaba por cuenta de la Asambleas Nacional y ordenaba a todos que le prestasen cuanta ayuda pudiese precisar, advirtiendo a cuantos le pusieran dificultades que sufrirían las consecuencias.

La berlina le condujo por Reims; pero continuando hacia el Este, empezó a encontrar el camino más lleno de tropas, cureñas, vagones de servicio y trenes de la Administración Militar y todos los inacabables bagajes de un ejército en marcha.

Conque para poder adelantar se vieron obligados a torcer al Norte hacia Charleville, y de allí hacia el Este otra vez, cruzando las líneas del Ejército Nacional, mandado aún por Luckner y La Fayette, y que aguardaba al enemigo, que hacía ya más de un mes se había estado concentrando en las orillas del Rin.

Era este determinado movimiento de invasión lo que había puesto frenético al pueblo francés. El ataque a las Tullerías por el populacho y los horrores del diez de agosto dieron la contestación del pueblo al manifiesto pomposo, que llevaba la firma del duque de Brunswick, pero cuyos verdaderos autores eran el conde Fersen y la imprudente reina. Con sus destempladas amenazas, aquel manifiesto contribuyó más que ninguna otra causa a la ruina del rey que pretendía salvar. Porque las amenazas dirigidas por el duque de Brunswick al pueblo de Francia hicieron aparecer al rey como un peligro público.

Éste, sin embargo, no era el punto de vista de monsieur de Kercadiou, señor de Gavrillac, que viajaba bajo la protección revolucionaria de su ahijado, hacia lugar seguro al otro lado del Rin. En las expresiones del duque, Quentin de Kercadiou oyó la voz del hombre que es dueño de la situación, que no promete más que lo que está en su poder cumplir. ¿Qué resistencia podían oponer aquellas tropas mal vestidas, mal comidas, mal equipadas, mal instruidas y nial armadas, a través de cuyas líneas habían pasado, al magnífico ejército de setenta mil prusianos y cincuenta mil austríacos apoyados por veinticinco mil emigrados franceses entre los que se contaba la flor y nata de los caballeros de Francia?

La rechoncha figura del noble bretón se arrellanó con mayor comodidad en los cojines del carruaje después de echar una mirada a las andrajosas y mal acondicionadas fuerzas de la nación. La paz inundó su alma y desterró la ansiedad. Antes de fin de mes, los aliados se hallarían en París. El carnaval revolucionario tocaba a su fin. Seguiría, para aquellos caballeros del arroyo, un período de cuaresma y penitencia. Se expresó libremente en tales términos, con la mirada fija en el ciudadano representante Moreau, como desafiándole a que le contradijese.

—Si las Ordenanzas lo fuesen todo —dijo André-Louis—, estaría de acuerdo con usted. Pero las batallas se ganan con la inteligencia además de con las armas, y la inteligencia del hombre que emitió el manifiesto del duque no despierta en mí el menor respeto.

—¡Ah! ¿Y La Fayette? ¿Es un hombre de genio? —preguntó el señor de Gavrillac burlón.

—No lo sabemos. Nunca ha mandado un ejército en campaña. Tal vez resulte valer tan poco como el duque de Brunswick.

Llegaron a Diekirch y se encontraron con un enjambre de hessianos, la vanguardia de la división del príncipe de Hohenlohe que había de avanzar sobre Thionville y Metz, soldados bien equipados y disciplinados, diferentes, en verdad, a aquellos pobres harapientos que iban a disputarles el paso.

André-Louis se había quitado la faja tricolor de su redingote verde aceituna y la escarapela tricolor de su sombrero negro, cónico. Sus documentos —pasaporte excelente en Francia, pero pasaporte a la horca allí— los guardó en un bolsillo interior del chaleco y entonces fué monsieur de Kercadiou quien tomó la iniciativa anunciando su nombre y calidad a los oficiales aliados, para obtener permiso para seguir adelante. Se lo concedieron en seguida. Las paradas no eran más que pura y huera formalidad. Seguían llegando emigrados, aun cuando no en tan gran número como antes. Además, los aliados nada tenían que temer de los que pasaran detrás de sus líneas.

El tiempo había cambiado y, por carreteras hechas cenagales, que se iban haciendo más difíciles de recorrer a medida que transcurrían las horas, con las patas de los caballos hundidas en el fango, llegaron a Wittlieb, donde pasaron la noche en una posada bastante buena. Luego, con el cielo despejado y la tierra convertida en pantano, avanzaron por el fértil valle del Moselle junto a millas y millas de viñedos Henos de agua, que prometían muy poca cosecha para aquel año.

Conque, por fin, una semana completa después de haber emprendido la marcha, la berlina pasó junto al Ehrenbreitstein, con su sombría fortaleza y cruzaron, por el puente de embarcaciones, a la ciudad de Coblenza.

Allí fué el nombre de madame de Plougastel lo que resultó ser su mejor pasaporte; porque era el suyo un nombre muy conocido en Coblenza. Su esposo, Monsieur de Plougastel, era un miembro prominente del excesivo séquito mediante el cual la princesa mantenía en el destierro un tren ultrarreal, hecho posible gracias a un préstamo de los banqueros de Amsterdam y a la generosidad del Elector de Treves.

El señor de Gavrillac, siguiendo costumbres que se habían convertido en instinto, hizo apearse al grupo ante la mejor posada de la población: Las Tres Coronas. Verdad era que la Convención Nacional que había de confiscar los bienes de los nobles emigrados aún no existía; pero, entretanto, dichos bienes y sus rentas resultaban inaccesibles y las posesiones del señor de Gavrillac se reducían a unos veinte luises que la suerte le había dejado en el momento de la marcha. A ello podía agregarse la ropa que llevaba puesta y algunas chucherías con que se adornaba Aliñe. La berlina en sí pertenecía a madame de Plougastel, así como los baúles que transportaba. Madame, con una previsión digna de loa, se había llevado un cofrecillo en que se hallaban todas sus joyas, las cuales, de ser necesario, podrían servirle para conseguir una cantidad bastante respetable. André-Louis había salido con treinta luises; pero había pagado él todos los gastos del viaje y éste se había comido ya la tercera parte de tan modesta cantidad.

«Scaramouche, creador de reyes» de Rafael Sabatini

Rafael Sabatini. Fue un escritor inglés de origen italiano que se destacó por sus novelas de romance y de aventuras ambientadas en diferentes épocas históricas. Entre sus obras más famosas se encuentran El halcón del mar, Scaramouche y El capitán Blood, que han sido adaptadas al cine en varias ocasiones.

Sabatini nació el 29 de abril de 1875 en Jesi, Italia. Sus padres eran cantantes de ópera: su madre, Anne Trafford, era inglesa y su padre, Vincenzo Sabatini, era italiano. Debido a la profesión de sus padres, Sabatini vivió y estudió en varios países, como Inglaterra, Portugal y Suiza. Aprendió a hablar seis idiomas, pero eligió escribir en inglés, la lengua de su madre.

A los diecisiete años se estableció en el Reino Unido y comenzó a dedicarse a la escritura. Publicó su primera novela en 1902, pero no fue hasta 1921 que alcanzó el éxito con Scaramouche, una historia de aventuras y venganza durante la Revolución Francesa. Al año siguiente publicó El capitán Blood, una novela de piratas protagonizada por un médico irlandés que se convierte en corsario. Estas dos novelas le valieron la fama y el reconocimiento internacional.

Sabatini escribió más de treinta novelas, así como relatos cortos y biografías. Sus obras se caracterizan por una cuidadosa documentación histórica y un estilo elegante y fluido. Sus personajes suelen ser héroes románticos que se enfrentan a situaciones peligrosas y desafiantes.

En 1918 adquirió la nacionalidad británica y durante la Segunda Guerra Mundial trabajó como traductor para el Servicio de Inteligencia Británico. Se casó dos veces y tuvo un hijo que murió en un accidente automovilístico. Su salud se deterioró con los años y falleció el 13 de febrero de 1950 en Suiza. Su tumba lleva grabada la frase inicial de Scaramouche: «Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco».