Resumen del libro:
Lee Goodwin es acusado de asesinato. El escenario del crimen es una casa oculta entre los árboles que alberga una destilería ilegal. Allí viven, entre otros, Ruby, una mujer que ha renunciado a todo por Lee, y Popeye, un sádico gánster marcado por una infancia terrible. El abogado Horace Benbow lucha para que Goodwin no sea juzgado por ser quien es, sino por los actos de los que le acusan. Para ello necesita la ayuda de Temple Drake, una adolescente que siente una extraña atracción por el peligro. Pero Temple ha desaparecido. Santuario fue la obra que dio a conocer a William Faulkner al gran público. Una historia escalofriante en la que caben toda la fuerza y la originalidad del genial novelista estadounidense.
I
Desde detrás de la hilera de arbustos que rodeaba el manantial, Popeye contempló al hombre que bebía. Una senda apenas marcada llevaba desde el camino hasta el manantial. Popeye había visto cómo el forastero —delgado y alto, sin sombrero, con unos gastados pantalones grises de franela y una chaqueta de tweed cruzada sobre el brazo— avanzaba por la senda y se arrodillaba para beber.
El manantial brotaba al pie de un haya y corría después sobre un fondo de arena que formaba remolinos y ondulaciones. Estaba rodeado por una espesa vegetación de cañas y brezos, de cipreses y árboles de goma donde la luz del sol, sin origen visible, yacía, quebrada en mil reflejos. En algún sitio, escondido e imposible de precisar y, sin embargo, cercano, un pájaro cantó tres notas para callar luego.
En el manantial, el forastero inclinó el rostro hacia los rotos reflejos multiplicados de su propio beber. Al erguirse de nuevo, aunque no había oído el menor ruido, vio aparecer entre ellos, también hecho añicos, el sombrero de paja de Popeye.
Frente a él, al otro lado del manantial, se hallaba un hombre de estatura por debajo de lo normal, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, y un cigarrillo sesgado, que formaba un ángulo agudo con su barbilla. Llevaba un traje negro, con la chaqueta, de talle alto, muy ajustada. Se había remangado los pantalones con una sola vuelta y estaban manchados de barro; lo mismo les sucedía a los zapatos. Su rostro presentaba un extraño color exangüe, como iluminado por una luz eléctrica; enmarcado por aquel soleado silencio, con el sombrero ladeado y los brazos levemente separados del cuerpo, tenía esa desagradable falta de profundidad de la hojalata en relieve.
Tras él, el pájaro cantó de nuevo: tres compases monótonamente repetidos; un sonido profundo y sin sentido que surgía de un silencio bostezante y lleno de paz que daba la impresión de aislar aquel lugar y del que un momento después brotó el ruido de un automóvil que pasaba por la carretera y que acabó perdiéndose a lo lejos.
El hombre que había bebido siguió arrodillado.
—Supongo que lleva una pistola en ese bolsillo —dijo.
Desde la orilla opuesta Popeye dio la impresión de contemplarlo con dos negros botones de goma blanda.
—Soy yo el que hace las preguntas —dijo Popeye—. ¿Qué es eso que tiene en el bolsillo?
El otro llevaba aún la chaqueta cruzada sobre el brazo. Levantó hacia ella la mano libre: del bolsillo izquierdo sobresalía un aplastado sombrero de fieltro y del derecho un libro.
—¿Qué bolsillo? —dijo.
—No lo saque —respondió Popeye—. Dígame qué es. La mano del forastero se detuvo en el aire.
—Es un libro.
—¿Qué libro? —dijo Popeye.
—Un libro cualquiera. De los que lee la gente. Algunas personas, al menos. —¿Lee usted libros? —preguntó Popeye.
La mano del otro se había inmovilizado por encima de la chaqueta. Los dos hombres se contemplaron desde los lados del manantial. La tenue columna de humo del cigarrillo, formando espirales delante del rostro de Popeye, le obligó a torcer la mitad de la cara, creando una máscara tallada en dos expresiones simultáneas.
Del bolsillo de detrás del pantalón Popeye sacó un pañuelo sucio y lo extendió en el suelo detrás de sus talones. Luego se sentó con las piernas cruzadas, frente por frente del forastero. Iban a dar las cuatro de la tarde de un día de mayo. Permanecieron así, uno frente a otro, por espacio de dos horas. De cuando en cuando el pájaro cantaba en el pantano, como si se tratara del mecanismo de un reloj; dos veces más, automóviles invisibles pasaron por la carretera y el ruido terminó perdiéndose a lo lejos. El pájaro cantó de nuevo.
—Y, por supuesto, no sabe cómo se llama —dijo el forastero—. No creo que sea usted capaz de reconocer ningún pájaro, como no sea alguno que esté cantando en su jaula en el vestíbulo de un hotel o se lo sirvan en un plato a cuatro dólares la pieza.
Popeye no dijo nada. Siguió sentado con su ajustado traje negro, el bolsillo derecho de la chaqueta pesadamente abultado contra el costado, retorciendo y estrujando los cigarrillos entre sus manos delicadas, demasiado femeninas, y escupiendo en el manantial. Su piel tenía una palidez oscura, como de muerto. La nariz era vagamente aquilina pero le faltaba por completo el mentón. Su cara, sencillamente, dejaba de existir, como el rostro de un muñeco de cera olvidado demasiado cerca del fuego. Una cadena de platino le cruzaba el pecho de un bolsillo a otro del chaleco, semejante a un hilo de telaraña.
—Oiga —dijo el otro—. Me llamo Horace Benbow. Soy abogado y trabajo en Kinston. Antes vivía en Jefferson y hacia allí me dirijo. Toda la gente del condado le dirá que soy inofensivo. Si se trata de whiskey, pueden ustedes hacer, vender o comprar lo que les venga en gana. Me he parado aquí para beber agua. Lo único que quiero es llegar a Jefferson.
Los ojos de Popeye parecían botones de goma, dispuestos a ceder si se tocaban y a recuperarse luego sin haber perdido la huella del pulgar.
—Quiero llegar a Jefferson antes de que oscurezca —dijo Benbow—. No puede usted retenerme aquí.
Sin quitarse el cigarrillo de la boca, Popeye escupió en el manantial.
—No puede obligarme a que me quede —dijo Benbow—. Podría echar a correr. Popeye fijó en Benbow los botones de goma de sus ojos.
—¿Quiere usted correr?
—No —dijo Benbow.
Popeye apartó la mirada.
—De acuerdo. No lo haga, entonces.
Benbow oyó de nuevo el canto del pájaro y trató de recordar el nombre que le daban en aquella zona. Por la invisible carretera pasó otro coche y siguió su camino. Entre ellos y el ruido del motor el sol estaba a punto de desaparecer. Del bolsillo del pantalón Popeye sacó un reloj niquelado, lo miró y volvió a metérselo en el bolsillo como si fuera una moneda.
En el sitio donde la senda del manantial se unía al camino de arena, un árbol recién cortado impedía el paso. Los dos hombres cruzaron por encima y siguieron adelante, dejando la carretera a su espalda. En la arena se advertían dos depresiones paralelas poco profundas, pero no había marcas de pezuñas. Y en donde el arroyo procedente del manantial cruzaba el camino, Benbow vio huellas de neumáticos. Popeye marchaba delante de él, y su traje ajustado y su sombrero rígido llenos de líneas quebradas le daban cierto aire de pie de lámpara modernista.
El camino terminaba en la carretera, que surgía, formando una curva, de entre la espesura. Era casi de noche. Popeye volvió un instante la cabeza.
—Vamos, Jack, dése prisa —dijo.
—¿Por qué no hemos atajado subiendo la colina? —preguntó Benbow.
—¿Entre todos esos árboles? —dijo Popeye. Su sombrero lanzó un desagradable destello al recoger la débil luz del crepúsculo, mientras se detenía a mirar colina abajo, donde la espesura se había transformado ya en un lago de tinta—. Ni que estuviera loco.
Era casi de noche. Popeye había moderado el paso. Caminaba ahora junto a Benbow y éste veía el continuo movimiento de su sombrero de un lado a otro mientras Popeye miraba a su alrededor con una especie de desagradable encogimiento. El sombrero llegaba justamente hasta la barbilla de Benbow.
Luego algo, una sombra agigantada por la velocidad, descendió sobre ellos y siguió su vuelo, creando un remolino de aire delante de sus mismas caras, un silencioso alboroto de alas en tensión; Benbow sintió que el cuerpo entero de Popeye se aplastaba contra él y que con una mano se le aferraba a la chaqueta.
—Es un búho —dijo Benbow—. No es nada más que un búho.
Luego añadió:
—A ese reyezuelo de Carolina lo llaman pájaro pescador por aquí. Era eso lo que no conseguía recordar allá atrás.
Popeye seguía acurrucado junto a él, aferrándose a su chaqueta y bufando como un gato. «Huele a negro», pensó Benbow; «huele como aquella sustancia negra que salió de la boca de Emma Bovary y se extendió por su velo nupcial al levantarle la cabeza».
Un momento después, sobre la oscura masa dentada de los árboles, la casa alzó su cuadrada desnudez contra el cielo evanescente.
El edificio era un esqueleto mondo y lirondo en el centro de un bosquecillo de cedros sin podar, pero, al mismo tiempo, un lugar muy conocido entre las gentes de la zona: la llamaban la casa del Viejo Francés y había sido construida antes de la Guerra Civil; una típica casa de plantación, rodeada por sus tierras —campos de algodón, jardines y zonas de césped devueltas a la jungla desde hacía mucho tiempo—, que las gentes de los alrededores habían ido desguazando durante cincuenta años para conseguir algo de leña o en la que habían cavado con secretos y esporádicos optimismos, en busca del oro que el propietario, según todas las suposiciones, había enterrado en algún sitio cuando Grant atravesara el condado durante su campaña de Vicksburg.
Tres hombres, sentados en sillas, ocupaban uno de los extremos del porche. Al fondo del pasillo abierto brillaba una luz muy débil. El pasillo atravesaba la casa de lado a lado. Popeye subió las escaleras del porche, mientras los tres hombres los contemplaban a él y a su acompañante.
—Aquí está el profesor —dijo, sin detenerse.
Entró en la casa, pasillo adelante. Siguió hasta salir al porche trasero; luego torció y entró en la habitación donde brillaba la luz. Era la cocina. Había una mujer delante del fogón. Llevaba un vestido de percal muy desteñido. Al moverse, el par de toscos zapatos de hombre que calzaba le golpeaban los tobillos desnudos. La mujer se volvió a mirar a Popeye y luego otra vez hacia el fogón, donde estaba friendo carne en una sartén.
Popeye se quedó en la puerta. Se había inclinado el sombrero hacia adelante. Extrajo un cigarrillo del bolsillo sin sacar el paquete, lo pellizcó y lo aplastó, se lo puso en la boca y encendió una cerilla con la uña del pulgar.
—Tengo a un pájaro ahí fuera —dijo.
La mujer no se volvió. Estaba dándole la vuelta a la carne;
—¿Por qué me lo dices a mí? —preguntó ella—. Yo no me ocupo de los clientes de Lee.
—Es un profesor —dijo Popeye.
La mujer se volvió con el tenedor de trinchar en la mano. Detrás del fogón, lejos de la luz, había un cajón de madera.
—¿Un qué?
—Un profesor —dijo Popeye—. Tiene un libro.
—¿Qué hace aquí?
—No lo sé. No se me ocurrió preguntárselo. Quizá leer el libro.
—¿Ha venido solo?
—Lo encontré en el manantial.
—¿Estaba buscando la casa?
—No sé —dijo Popeye—. No se me ocurrió preguntárselo —la mujer seguía mirándolo—. Lo mandaré a Jefferson con el camión —añadió Popeye—. Dice que quiere ir allí.
—¿Por qué me lo cuentas a mí? —dijo la mujer.
—Tú cocinas. Querrá cenar.
—Sí —dijo la mujer. Se volvió de nuevo hacia el fogón—. Cocino para tramposos, estafadores y deficientes mentales. Sí. Es cierto que cocino.
Popeye la miró desde la puerta, mientras el humo del cigarrillo hacía espirales delante de su cara. Había metido las manos en los bolsillos.
—Márchate, si quieres. Te llevaré a Memphis el domingo. Puedes hacer la carrera otra vez —la estuvo mirando, vuelta de espaldas—. Te estás poniendo gorda. Eso te pasa por venirte a descansar al campo. Pero no se lo contaré a nadie en Manuel Street.
La mujer se volvió con el trinchante en la mano. —Canalla —dijo.
—No te preocupes —dijo Popeye—. No le contaré a nadie que Ruby Lámar está en el campo, con un par de zapatos viejos de Lee Goodwin y que tiene que cortar ella misma la leña para el fuego. No. Les diré a todos que Lee Goodwin tiene mucho dinero.
—Canalla, más que canalla —dijo la mujer.
—Claro —dijo Popeye.
Luego volvió la cabeza. Se oyó un arrastrar de pies que cruzaba el porche y en seguida entró un hombre. Avanzaba encorvado y llevaba puesto un mono. Iba descalzo; era el ruido de sus pies descalzos lo que habían oído. Su pelo, descolorido por el sol, estaba sucio y enredado. Tenía ojos claros extrañamente furiosos y una barba pequeña y suave, como de oro deslustrado.
—Que me aspen si no es todo un caso —dijo.
—¿Qué quieres? —le preguntó la mujer.
El hombre del mono no contestó. Al pasar, lanzó a Popeye una mirada llena de desconfianza y de viveza al mismo tiempo, como si estuviera a punto de reír un chiste, esperando tan sólo el momento oportuno. Cruzó la cocina balanceándose pesadamente, como un oso, y, sin perder el aire de regocijada desconfianza, levantó una tabla suelta del piso a la vista de los otros dos y sacó una garrafa de un galón. Popeye se lo quedó mirando, con los pulgares en el chaleco y el humo del cigarrillo (se lo había fumado sin tocarlo ni una vez con la mano) formando espirales delante de la cara. Su expresión era feroz, ominosa quizá; pero contempló reflexivamente cómo el hombre del mono volvía a cruzar la cocina con aquella especie de desconfianza llena de viveza, ocultando torpemente la garrafa contra el costado; también él estuvo mirando a Popeye, con su expresión despierta y regocijada, hasta que salió del cuarto. De nuevo se oyeron sus pies descalzos sobre el suelo del porche.
—No te preocupes —dijo Popeye—. No le diré a nadie en Manuel Street que Ruby Lámar cocina para un mudo y también para un idiota.
—Canalla —dijo la mujer—. Hijo de perra.
…