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Rookwood. La gran cabalgada de Dick Turpin

Portada del libro: Rookwood. La gran cabalgada de Dick Turpin

Resumen del libro:

William Harrison Ainsworth (1805-1882) nació en Manchester, y desde muy joven se introdujo en los círculos literarios londinenses de la mano del editor John Ebers, con cuya hija se casó. En 1834 publicó una novela, Rookwood, que le reportó un enorme éxito y dio origen a la leyenda popular del salteador justiciero Dick Turpin. Ya dedicado de lleno a la literatura, Ainsworth escribió en los siguientes cuarenta años cerca de cuarenta novelas, entre las que destacan Jack Sheppard (1839), The Tower of London (1840), Windsor Castle (1843), The Lancashire Witches (1849) y Auriol (1850). Rookwood, la gran cabalgada de Dick Turpin, es una novela histórico-gótica, ambientada en el Yorkshire de 1734, que cuenta la historia de una ancestral mansión que arrastra una maldición terrible. Criptas, matrimonios secretos, conjuras, venganzas, aparecidos y amores desaforados riegan la narración como en toda novela gótica que se precie. El toque histórico lo aporta uno de sus personajes principales, Dick Turpin (con su tricornio, casaca roja, caballo negro, pistolón, antifaz y botas altas y negras), inspirado en un bandolero real, cuyas andanzas leyó Ainsworth en los New Gate Calendars, repertorio edificante de vidas de maleantes ejecutados por la Justicia inglesa.

Presentación de Rookwood

Caballistas, bandoleros, salteadores de caminos… tipos que se quedan con lo tuyo, por métodos violentos, a la vera de un camino. A la gente le caen bien, quizá porque piensan que esa expresión que hemos utilizado antes, «tipos que se quedan con lo tuyo», sólo afectaría al lector de estas líneas si fuera Duque, Gobernador o, al menos, del magro grupo de los ricos. Quizá porque piensen que, a quien poco tiene, no se le va a dar el alto trabuco en mano, y que estos asaltos afectaban básicamente a los ricos… Pero quien contemple las imágenes del ataque de una partida de bandoleros pintada por Goya, se entere bien de las atrocidades cometidas por los piratas o tenga noticia de las barbaridades perpetradas por la banda de los Gregory, caerá en la cuenta de que un rebelde contra el Poder y un forajido, ejem… no han sido nunca la misma cosa. A pesar de pinceles románticos, los «bandoleros» españoles, los «highwaymen» ingleses, o los «raparees» irlandeses, por poner ejemplos de un fenómeno prácticamente universal, no eran, en lo sustancial, adalides del pueblo frente a las archimalvadas élites opresoras.

Nada tiene que ver esta desagradable y realista pintura previa con ese diez por ciento de «fueras de la ley» fascinantes, que realmente sí existieron, y aún menos con ese cien por cien de románticos bandoleros y piratas inventados, que son objeto fundamental de la Literatura, el Cine o la invención en general. Moviéndonos ya en el terreno no de los desagradables forajidos y piratas reales, sino en el de los Tempranillos, Robin Hoods y Sandokanes, hay que señalar que un buen porcentaje de ellos, aunque ennoblecidos por la ficción, fueron de partida personas de carne y hueso. Otra cosa distinta es qué tienen en común el Richard Turpin ajusticiado en York en 1739 y el que recrea Ainsworth en Rookwood, o el José María Hinojosa de la realidad con el Tempranillo que nos pintan las baladas populares y Manuel Fernández y González en El rey de Sierra Morena.

La ficción sobre bandidos es todo un género. Dejemos a un lado a los piratas —bandidos de mar— y vamos, ya que de Rookwood y Dick Turpin nos ocupamos ahora, a quedarnos con los de tierra. No en tan gran medida como los amigos del abordaje, pero también ha sido notorio el número de quienes se han hecho famosos dedicándose al desvalijamiento en la revuelta del camino. A nuestros Luis Candelas, Curro Jiménez o Tempranillo podemos sumar los Robin Hood, Dick Turpin y Claude Du Val de los ingleses, el Cartouche francés, el Jessie James yanqui o el Fra Diávolo italiano. Y ya que Dick Turpin realmente existió, nos hemos limitado ahora a citar algunos personajes que con un núcleo de realidad han pasado a la ficción. En España la acepción más utilizada para estos acechadores de carretera ha sido «bandolero», lo que en la imaginería popular ha quedado asociado a la jaca y el trabuco, lo cual no es enteramente cierto. Quizá, para este tipo de bandolero en concreto, tuviera más sentido utilizar la acepción andaluza «caballista». Los ingleses utilizaron para su equivalente a nuestro «bandolero» o «caballista» la palabra «highwayman», que se aplicó al que asaltaba en los caminos montado a caballo, lo cual se consideraba socialmente mucho más elevado que robar a pie, actividad poco distinguida y a cuyos practicantes se denominaba «foot-pads». Bien, cuando imaginamos a Dick Turpin tal y como el cine, los tebeos o las series de televisión lo han representado: tricornio en la cabeza, casaca roja, caballo negro, pistolón, antifaz, puñetas por debajo de la manga y botas altas y negras, tenemos en mente la más popular acepción gráfica de un «highwayman» que pueda encontrarse circulando por nuestros ámbitos culturales. El responsable en muy buena parte de que esto sea así es el escritor británico William Harrison Ainsworth, un imitador —vamos a decirlo así— de Sir Walter Scott, que consiguió éxito, dinero y fama en 1834 con un auténtico best-seller: Rookwood.

Contra lo que pueda creerse, Rookwood no es una novela protagonizada por Dick Turpin…, pero claro, tampoco Ivanhoe es una novela protagonizada por Robin Hood y, sin embargo, es la responsable directa de la inmensa popularidad del arquero de Sherwood que, anteriormente, protagonizaba apenas unas cuantas baladas medievales y algún culto drama isabelino. En Rookwood, ambientada en Yorkshire en 1734, Ainsworth cuenta la historia tremenda de una ancestral mansión sujeta a una maldición terrible. Cuando, de tiempo en tiempo, una rama del árbol principal de la impresionante avenida de tilos que conduce a la mansión se desprende, lo hace a modo de anuncio de que el vigente primogénito de la maldita estirpe de los Rookwood está a punto de perecer. Súmesele a eso criptas por doquier, muertas, matrimonios secretos, conjuras, venganzas, hijos ilegítimos y toda la parafernalia propia de una novela gótica del más aristocrático fuste. Vueltas y revueltas, intrigas tras intrigas, mucho aspaviento, desmayos, amores desaforados, fantasmas y truenos. Algo que evidentemente tiene mucho que ver con ambientes propios de El castillo de Otranto de Hugh Walpole y toda la tradición literaria gótico-folletinesca-romántica de moda en aquellos días. Pero hay un elemento más; bueno, un elemento y medio más. El medio es Titus Tyrconnell, un caballero entre grotesco y heroico, de lo más simpático que, además de participar en la novela para nuestro mejor entretenimiento, es heraldo de otro componente aún más importante que el propio Titus: la nostalgia y el humor con tricornio y pistolas en forma de Dick Turpin.

¿Qué hace este histórico «highwaymen» en una novela como esta? Por de pronto proporcionarle fama y fortuna a su autor. Lo que sabemos del auténtico Richard Turpin que fue ajusticiado el 17 de Abril de 1739 está extraído del Newgate Calendar. Y la verdad es que no lo deja en muy buen lugar. El Newgate Calendar era una especie de repertorio edificante de vidas de maleantes que habían muerto ajusticiados y que se mostraba como ejemplo a los niños para que supiesen que ir por el mal camino podía traer consecuencias funestas. Vamos, una especie de «vidas de santos» o «lecturas ejemplares» pero de sentido inverso. Estuvieron muy de moda en Inglaterra entre 1750 y 1850. La publicación ilustraba también, gráficamente, sobre ejecuciones y actos criminales y, en uno de estos Newgate Calendar puede encontrarse un grabado de Dick Turpin dedicado a la delicada tarea de introducir a una anciana en la chimenea para que esta confiese dónde guarda sus ahorros. Se suponía que los infantes, aleccionados por estas «vidas» —y sobre todo muertes— de las gentes de mal vivir, sacarían las adecuadas conclusiones. Las minibiografías contenidas en los Newgate Calendar sirvieron de inspiración a escritores como Ainsworth, Bulwer Lytton o a Henry Fielding… Cuenta el Newgate Calendar que Richard Turpin, hijo de un granjero de Essex, fue aprendiz de carnicero, se casó y tuvo una vida relativamente normal hasta que, no se sabe si con razón o sin ella, se sospechó de él como autor del robo de reses. A partir de allí, Turpin escapa a Epping Forest y forma parte del sangriento gang de los Gregory. Posteriormente se independiza y él solo, o con su propia cuadrilla, se dedica a la más tradicional, elegante y legendaria tarea de asaltar carruajes en tránsito por los caminos reales y, con exquisita educación, exigir la contribución de los viajeros a la inmediata mejora de su propio pecunio. Durante otra etapa de su célebre carrera de príncipe de los «highwaymen» actuará a dúo con Tom King, otro galante entre los galantes, aligerador de bolsas y joyas a pie de ruta. Las bellas aristócratas se arrebolaban ante la «finesse» con que cualquiera de ambos realizaba sus asaltos. Finalmente, como era de esperar y norma entre quienes practicaban este oficio, King falleció a resultas del infortunado pistoletazo de un colega y nuestro Turpin siendo ajusticiado en York. Pero lo que son las cosas… La más célebre de sus hazañas, la que todo el mundo conoce, la cabalgada que le hizo recorrer de una tirada más de 200 millas sobre su negra yegua Black Bess entre Kent y York, y que, de haber existido entonces, le hubiera permitido entrar en El libro Guinnes de los Récords, no es suya. Realmente esa cabalgada parece haber tenido lugar casi sesenta años antes, en 1676, y el autor de la proeza fue otro memorable y caballeresco «highwayman», John Swift Nick Nevison. De que Turpin le robase el mérito de la carrera a Nevison hay que culpar, precisamente, a Ainsworth, que en este Rookwood hizo que, ya para siempre, la gloria ecuestre comentada figure injustamente en el palmarés de Dick Turpin. Y esta atribución de la cabalgada hasta York —que seguramente de estar vivo Nevison el señor Ainsworth no se hubiera arriesgado a efectuar— viene a cuento de algo que ya comentábamos antes: la nostalgia disfrazada de Dick Turpin.

En Rookwood como novela hay dos planos. Por una parte el que convierte esta narración en una intriga gótica más o menos bien llevada. Por otra, hay un secundario en la acción, un pelirrojo de abundantes patillas y humor jovial, que es capaz de saludar sombrero en mano y hacer dos cabriolas cara al público cuando este le aclama como rey de los forajidos, que vivirá en la mente de los lectores, cuando todos los demás personajes de Rookwood estén criando malvas en ella. Turpin encarna —Ainsworth lo convierte en eso— el paradigma romántico del «highwayman». En Turpin no está el auténtico Turpin. Ainsworth ha fundido en él la cortesía del más galante de los bandidos, Claude Du Vall, la mejor cabalgada de los salteadores de caminos, la de Nick Nevison, la camaradería del mismo Turpin y su amistad con Tom King y, todo ello, adornado con baladas, reflexiones sarcásticas sobre la ley, y lamentos por la falta de vocaciones bandoleriles —según el autor, muy de lamentar, con tanto desocupado joven de buena familia que podría dedicarse a rescatar estas nobles tradiciones—. La nostalgia es tan fuerte en la novela de Ainsworth que para subrayarla hasta se falsea. Ainsworth repite una y otra vez que Dick Turpin fue el último resplandor de la bandolería inglesa… con lo que quedaba aún por apuntar en el Newgate Calendar… Dick Turpin es ajusticiado en 1739 y el último «highwaymen» del que se tiene constancia es en 1831.

Rookwood. La gran cabalgada de Dick Turpin – Harrison Ainsworth

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