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Roma

Roma, una novela de Émile Zola

Roma, una novela de Émile Zola

Resumen del libro:

Esta novela de la serie «Las tres ciudades» («Lourdes, Roma, París») publicada en 1896, es un testimonio original e incomparable de la Italia de finales del XIX. Zola se sirve del protagonista, Pierre Froment, para mostrarnos las múltiples facetas de Roma, ciudad del arte, laberinto de intrigas, de odios y de ambiciones de toda índole, mundo en el que impera lo venal y la pompa, habitado desde hace siglos por dos sociedades que conviven juntas, el mundo blanco y el mundo negro. Zola utilizó para documentarse el diario de su estancia en Roma en 1894, unos cuatrocientos folios de anotaciones recogidas día a día, y las más de mil páginas de apuntes sobre la ciudad, extraídas de unos trescientos volúmenes sobre Italia y el Papado. Todo ello otorga a la novela un sello de innegable autenticidad.

I

El tren fue llegando, con retrasos cada vez mayores, a las estaciones que median entre Pisa y Civita-Vecchia. Iban a ser las nueve de la mañana cuando el abate Pierre Froment entró en Roma, tras un fatigoso viaje que había durado veinticinco horas. Saltó con agilidad del vagón, cargado con una maleta, que era todo su equipaje, y se abrió paso entre la muchedumbre, haciendo a un lado a los mozos de cuerda que se ofrecían solícitos. Desde su llegada le devoraba la impaciencia, quería sentirse solo, poder contemplar al fin la ciudad. Apenas salió de la estación, en la piazza dei Cinquecento, subió a uno de los cochecitos descubiertos que estaban en línea a lo largo de la acera, y depositó junto a su asiento la maleta, después de indicar al cochero la siguiente dirección:

—Via Giulia, palazzo Boccanera.

Era lunes, 3 de septiembre, en una mañana de cielo despejado, deliciosamente tibia y suave. El cochero, que se había dado cuenta, por el acento, de que se trataba de un sacerdote francés, esbozó una sonrisa. Era un hombrecito achaparrado, de mirada viva y blanca dentadura. Sacudió el látigo sobre su enjuto caballo y el vehículo arrancó con esa ligereza propia de los coches de alquiler de Roma, tan limpios y tan alegres. Casi enseguida, una vez que hubieron bordeado los jardines de la pequeña plaza cuadrada, y desembocado en la de las Termas, se dio el cochero media vuelta, sonriendo siempre, y le señaló con el látigo unas ruinas.

—Las Termas de Diocleciano —chapurreó en su detestable francés de cochero obsequioso que busca hacerse simpático a los forasteros, a fin de ganárselos como clientes.

El vehículo descendió a trote largo desde las alturas del Viminal, en donde se halla emplazada la estación, cuesta abajo, por la empinada via Nazionale. Y de allí en adelante se repitió sin interrupción la maniobra: el cochero volvía la cabeza frente a todos los monumentos que se cruzaban en su camino, y se los señalaba con idéntico gesto. En aquel trozo, en que la calle tenía gran anchura, no se veían más que edificios nuevos, detrás de los cuales ascendían, en cuesta, verdes plantaciones y jardines de entre los que surgía, en altura, un interminable edificio completamente liso y amarillo, con aspecto de convento o de cuartel.

—El palacio real; el Quirinal —dijo el cochero.

La semana que medió desde que Pierre tomó la resolución de emprender el viaje, se la había pasado estudiando la topografía de Roma con la ayuda de planos y de libros. Aquellas explicaciones no le sorprendían, porque hubiera sido capaz de orientarse por sí mismo, sin preguntar a nadie su camino. Sin embargo, los altibajos repentinos, el continuo surgir de colinas, en las que se escalonaban, formando terraza, algunos barrios, lo tenía desconcertado. Pero el cochero alzó la voz, que parecía disimular una ligera ironía, y extendió su látigo con gesto más amplio al señalar a mano izquierda un edificio enorme, cuyos revoques parecían estar húmedos todavía; una muestra gigantesca de arquitectura de confitería, sobrecargada de esculturas, frontispicios y estatuas.

—La Banca Nazionale.

Continuando el descenso, al desembocar el coche en una plaza triangular, se quedó Pierre absorto al levantar la vista y distinguir al borde de un muro enorme y liso, un jardín colgante que elevaba hacia la transparencia del cielo la línea elegante y enérgica de un pino centenario. Y sintió todo el orgullo y toda la gracia de Roma.

—La villa Aldobrandini.

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