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Roma soy yo: La verdadera historia de Julio César

Resumen del libro:

Si alguna vez hubo un hombre nacido para cambiar el curso de la Historia, ese fue Julio César. Su leyenda, veinte siglos después, sigue más viva que nunca.

Roma, año 77 a.C. El cruel senador Dolabela va a ser juzgado por corrupción, pero ha contratado a los mejores abogados, ha comprado al jurado y, además, es conocido por usar la violencia contra todos los que se enfrentan a él. Nadie se atreve a ser el fiscal, hasta que de pronto, contra todo pronóstico, un joven patricio de tan solo veintitrés años acepta llevar la acusación, defender al pueblo de Roma y desafiar el poder de las élites. El nombre del desconocido abogado es Cayo Julio César.

Combinando con maestría un exhaustivo rigor histórico y una capacidad narrativa extraordinaria, Santiago Posteguillo logra sumergir al lector en el fragor de las batallas, hacerle caminar por las calles más peligrosas mientras los sicarios de los senadores acechan en cualquier esquina, vivir la gran historia de amor de Julio César con Cornelia, su primera esposa, y comprender, en definitiva, cómo fueron los orígenes del hombre tras el mito.

Hay personajes que cambian la historia del mundo, pero también hay momentos que cambian la vida de esos personajes. Roma soy yo es el relato de los extraordinarios sucesos que marcaron el destino de César.

Principium

La mujer hablaba a su bebé mientras lo acunaba:

—Recuerda siempre esta historia de tu origen, de tu principio, del comienzo de la gens Julia, de la familia de tu padre. Yo, tu madre, vengo de una estirpe antigua, la gens Aurelia, cuyo nombre conecta con el del sol, pero a mi sangre se une la de tu padre, que, a diferencia del dinero amasado por corruptelas y violencias de las otras familias, es la gens más noble y la más especial de toda Roma: la diosa Venus yació con el pastor Anquises y de ahí surgió Eneas. Luego, Eneas tuvo que huir de una Troya en llamas, incendiada por los griegos. Escapó de la ciudad con su padre, su esposa Creúsa y su hijo Ascanio, a quien nosotros en Roma llamamos Julo. El padre, Anquises, y la esposa de Eneas, Creúsa, fallecieron durante el largo periplo que los condujo desde la lejana Asia hasta Italia. Aquí, Julo, el hijo de Eneas, fundó Alba Longa. Años más tarde, la hermosa princesa Rea Silvia de Alba Longa, descendiente directa de Julo, sería poseída por el mismísimo dios Marte y de esa unión nacieron Rómulo y Remo. Rómulo fundó Roma y de ahí hasta ahora. Tu familia entronca directamente con Julo, de donde toma el nombre de gens Julia. En este mundo que aguarda tus primeros pasos, están los patricios, la mayoría senadores, y, de entre ellos, algunos muy ricos que han alimentado sus inmensas fortunas en los últimos años de crecimiento de Roma, y, por esa razón, se creen elegidos y especiales, como si estuvieran señalados por los dioses. Se sienten con derecho a todo y por encima de los ciudadanos, del pueblo de Roma, y también por encima de los socii, nuestros aliados en Italia. Estos senadores viles se llaman a sí mismos optimates, los mejores, pero, hijo mío, sólo tu familia desciende directamente de Julo, del hijo de Eneas, sólo tú eres sangre de la sangre de Venus y Marte. Sólo tú eres especial. Sólo tú, mi pequeño. Sólo tú. Y ruego a Venus y a Marte que te protejan y que te guíen tanto en la paz como en la guerra. Porque vas a vivir guerras, hijo mío. Ése es tu destino. Ojalá seas, entonces, tan fuerte como Marte, tan victorioso como Venus. Recuérdalo siempre, hijo mío: Roma eres tú.

Y Aurelia repitió al oído de su hijo de apenas unos meses aquella historia una y otra vez como si fuera una oración, y así, sin darse cuenta, aquellas palabras entraron en la mente del pequeño y lo acompañaron durante años. Y las palabras de Aurelia permearon en su interior y quedaron en su recuerdo, grabadas, como talladas en piedra, forjando, para siempre, el destino de Julio César.

Prooemium

Mediterráneo occidental
Siglos II y I a. C.

Roma crecía sin límite.

Desde la caída del Imperio cartaginés, Roma se había constituido en la potencia dominante que controlaba todo el Mediterráneo occidental. Y no sólo eso, sino que además de dirigir los destinos de Hispania, Sicilia, Cerdeña, varias regiones del norte de África y toda Italia, empezaba a mirar con ansia hacia el norte, hacia la Galia Cisalpina, por un lado, y hacia oriente, hacia Grecia y Macedonia, por otro.

Aquel gigantesco crecimiento enriquecía las arcas del Estado romano, pero el reparto de tanta opulencia y de tantas nuevas tierras no era igualitario: un pequeño grupo de familias aristocráticas, reunidas en torno al Senado, acumulaban terrenos y dinero año tras año, mientras que a la inmensa mayoría de los habitantes de Roma y a los campesinos de las poblaciones vecinas apenas se les invitaba a aquel descomunal festín de riqueza y poder: las tierras quedaban en manos de unos pocos senadores latifundistas, a la par que el oro y la plata y los esclavos terminaban también en manos de aquellas mismas familias patricias senatoriales.

Tanta desigualdad encendió el conflicto interno: la Asamblea del pueblo romano, liderada por sus máximos representantes, los tribunos de la plebe, se enfrentó contra el Senado reclamando un reparto más equitativo de poder y dinero. Aparecieron hombres audaces que exigieron justicia y redistribución de tierras. Tiberio Sempronio Graco fue uno de ellos. Hijo de Cornelia y, por tanto, nieto de Escipión el Africano, fue elegido tribuno de la plebe y promovió una ley de reparto de la tierra en el año 133 a. C., pero el Senado envió decenas de sicarios a emboscarlo en la explanada del Capitolio y fue asesinado a plena luz del día a mazazos. Su cuerpo fue arrojado al Tíber, sin recibir sepultura alguna. Su hermano, Cayo Sempronio Graco, elegido también tribuno de la plebe, volvió a intentar poner en marcha las reformas que Tiberio promoviera doce años antes. Fue en ese momento cuando el Senado promulgó por primera vez un senatus consultum ultimum, mediante el cual los senadores daban a sus dos líderes, los cónsules de Roma, autoridad para detener y ejecutar a Cayo Graco y a cualquier otro tribuno de la plebe que promoviera semejantes reformas de reparto de tierras. En el 121 a. C., rodeado por sicarios dirigidos por los cónsules y el Senado, Cayo Graco pidió a un esclavo que lo matara para no caer muerto en manos de sus enemigos.

Los partidarios de las reformas se agruparon en torno al partido de los denominados «populares», que defendían las propuestas de los malogrados Graco, mientras que los senadores más conservadores se asociaron en lo que se dio en denominar como el partido de los optimates, es decir, «los mejores», pues se consideraban superiores al resto. Roma estaba dividida, oficialmente, en dos bandos irreconciliables. A estos dos grupos se añadía un tercero en discordia, los socii: los habitantes de las ciudades aliadas de Roma en Italia, que veían cómo las decisiones que afectaban a su futuro las tomaban senadores o ciudadanos romanos sin tenerlos a ellos en cuenta. Este tercer grupo empezó a reclamar la ciudadanía romana y con ella el derecho a voto para poder así tomar parte en aquellas decisiones que tanto los afectaban.

La Asamblea de Roma terminaría eligiendo nuevos tribunos de la plebe que, una y otra vez, intentarían poner en marcha las reformas promovidas por los Gracos años atrás. Pero todos serían aniquilados por sicarios armados y a sueldo de los senadores. Roma estaba partida en tres: populares, optimates y socii. Apareció entonces un joven romano, patricio de origen, pero sensible a las reclamaciones de los populares y de los socii, que se percató de que había un cuarto grupo en liza, al que nadie prestaba atención aún: los provinciales, los habitantes de las nuevas provincias que Roma iba anexionándose desde Hispania hasta Grecia y Macedonia, desde los Alpes hasta África.

Roma soy yo: La verdadera historia de Julio César – Santiago Posteguillo

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