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Ritual

Libro Ritual, relatos de Arthur Machen

Resumen del libro:

Arthur Machen, reconocido por su influencia en el género del horror y el esoterismo, nos brinda en “Ritual” una colección de relatos que encapsulan la esencia de su obra. A lo largo de estos relatos, Machen nos sumerge en un mundo oscuro y misterioso, donde lo sobrenatural se entrelaza con lo cotidiano, dejando una estela de inquietud en el lector.

En “Ritual”, Machen nos presenta una serie de narraciones donde los límites entre la realidad y la fantasía se desdibujan. A través de una prosa cuidadosamente elaborada, el autor nos lleva a explorar los rincones más oscuros de la psique humana, donde antiguos rituales y fuerzas sobrenaturales acechan en las sombras.

Cada relato en esta colección es una pieza maestra en sí misma, con tramas intrincadas y personajes vívidos que cautivan al lector desde la primera página. Desde misteriosas sectas hasta criaturas ancestrales, Machen nos transporta a un mundo donde lo inimaginable cobra vida, desafiando nuestras percepciones y despertando nuestros más profundos temores.

La habilidad de Machen para crear atmósferas inquietantes y perturbadoras es evidente en cada página de “Ritual”. Sus relatos están impregnados de una sensación de malestar constante, manteniendo al lector en vilo hasta el último momento. Con giros inesperados y un estilo narrativo envolvente, Machen demuestra por qué es considerado uno de los maestros indiscutibles del horror literario.

A lo largo de su carrera, Arthur Machen ha dejado una marca indeleble en la literatura de terror, influenciando a generaciones de escritores con su estilo único y su capacidad para explorar los aspectos más oscuros de la condición humana. “Ritual” es un testamento perdurable de su genio creativo, una obra que sigue fascinando y perturbando a los lectores hasta el día de hoy.

7B, Coney Court (1925)

Hace muchos años, el poeta y dramaturgo Stephen Phillips, ya fallecido, se vio envuelto en un problema bien extraño. Acababa de mudarse de su casa en algún punto de la costa meridional, creo que en Littlehampton o por ahí cerca, y corrió el rumor de que lo había hecho porque estaba encantada. Los rumores llegaron hasta Fleet Street, y no sé qué periódico mandó a un reportero a entrevistar al poeta. Stephen Phillips le contó al periodista sus experiencias en su antigua residencia y estas eran, en efecto, de lo más extraordinarias. He olvidado los detalles y no puedo recordar qué clase de ruidos o voces o apariciones habían inquietado al antiguo inquilino, pero no cabía duda de que la casa estaba encantada, y muy malamente. El periódico publicó una «historia» sensacionalista… Y el propietario de la casa demandó a todos los implicados, a los que exigió una suma considerable a título de daños y perjuicios. Ni a Phillips ni a la gente del diario se les había ocurrido que se pudiera difamar a un inmueble, pero el propietario del mismo señaló que decir de una casa que estaba encantada la volvía imposible de alquilar y que, como consecuencia de las afirmaciones vertidas en la entrevista, la vivienda que en tiempos ocupó el poeta llevaba los últimos dieciocho meses vacía y a su costa. Se me ha ido de la memoria cómo concluyó el asunto, aunque creo que alguien —o el poeta o el diario— tuvo que apoquinar, y me imagino que sería el periódico. Sin embargo, tomo el hecho como advertencia y declaro de antemano que todos los nombres y lugares de la historia que sigue son ficticios. No existen unas Casas de la Justicia como Curzon’s Inn; no existe ninguna plaza llamada Coney Court, aunque South Square, en Gray’s Inn, una vez llevó ese nombre. En consecuencia: no procederá demanda alguna.

Pero si asumimos momentáneamente que los nombres y los lugares son tan verdaderos como la historia, cabe decir que Curzon’s Inn se encuentra en algún punto entre Fleet Street y Holborn. Se accede a él por un laberinto de patios tortuosos y callejones enlosados, lo custodian unos postes de hierro y consiste en un pequeño paraninfo —obsérvese el muy peculiar y elaborado estilo «falso gótico» de la entrada principal, de 1755—, una enorme y exuberante morera en un cercado con rejas, un patio cuadrado llamado Assay Square y otro más, que es Coney Court. En este último hay nueve entradas a los inmuebles que lo rodean, reconstruidos en 1670. Todo tiene el tono rojo deslucido de los antiguos ladrillos. Las entradas están adornadas con columnas corintias, al modo de las puertas más antiguas de King’s Bench Walk en el Temple, y los voladizos de madera tallada sobre los portales se le han atribuido a Grinling Gibbons; de forma un tanto dudosa, según tengo entendido, y por la mala interpretación de una alusión en un diario contemporáneo. Pero en todo caso existen nueve puertas en Coney Court, y sólo nueve. De ahí la perplejidad del señor Hemmings, el administrador, cuando recibió un cheque de veinte libras con una nota que rezaba:

Muy señor mío:

Adjunto hallará un cheque de veinte libras (£20,00), a título de la renta del trimestre que les adeudo por mis aposentos en el 7B de Coney Court, Curzon’s Inn.

Le saluda atentamente,

Michael Carver

Eso era todo. No había remite. No llevaba fecha. En el matasellos se veía la letra «N». La carta se recibió en el primer reparto postal del 11 de noviembre de 1913. Por costumbre inmemorial de origen desconocido, los alquileres de Curzon’s Inn no son pagaderos el primer día hábil del trimestre, al modo inglés, sino a la escocesa, por lo que hacerlo el 11 de noviembre, día de San Martín, era lo correcto, hasta ahí, todo en orden. Pero en Coney Court no existe ninguna entrada 7B, y en los registros de los administradores no constaba ningún Michael Carver. El señor Hemmings se sintió desconcertado; nadie parecía haber oído nunca hablar del señor Carver. El conserje, que llevaba más de cuarenta años trabajando en el lugar, se mostró tajante: ese nombre no había figurado nunca en las jambas de las puertas en sus muchos años de servicio. Por descontado, el administrador llevó a cabo todas las averiguaciones posibles. Visitó a los distintos inquilinos de los números 6, 7 y 8, pero no consiguió recabar la menor información. Como es habitual en las antiguas Casas de la Justicia, los inquilinos eran variopintos. El sustrato principal, como era asimismo usual, pertenecía a la profesión legal. Había además un editor moderno y de pequeña talla que pensaba que la poesía podía resultar rentable. Había oficinas de unas pocas empresas y agencias discretas y extrañas con nombres como «Compañía de Desarrollo Trexel, Ltda.», «Sindicato J.H.V.N.», «Salvamento de los Sargazos: G. Nash, Secretario», etcétera, etcétera. Luego estaban los residentes particulares: algunos de estos eran sólo iniciales en los portales: «A.D.S.», «F.X.S.», había un «Eugene Sheldon y Señora», y otros nombres que eran poco más que eso, nombres, para los habitantes del conjunto de inmuebles, puesto que quienes los llevaban nunca se dejaban ver durante el día, sino que se deslizaban fuera de noche, una vez cerradas las puertas, y caminaban de Assay Square a Coney Court y vuelta atrás, a hurtadillas, en silencio, sin mirarse entre sí, sin pronunciar nunca una palabra. A todas esas personas acudió el administrador con su pesquisa, pero ninguna había oído hablar de nadie llamado Michael Carver, y una o dos ocupaban sus aposentos desde hacía treinta años. Al día siguiente, la «mañana después de San Martín», que era el día señalado para la reunión trimestral de la Junta directiva, el «Comité», como era conocida, el intrigado señor Hemmings expuso el asunto al Presidente y a los miembros veteranos, que decidieron que no había necesidad de hacer nada.

“Ritual” de Arthur Machen

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