Resumen del libro:
El retorno de Charles Ryder a Brideshead ―la elegante mansión de lord Marchmain, convertida ahora en cuartel― devuelve a su memoria aquellos tiempos, anteriores a la guerra, en que paseaba embelesado por sus hermosos jardines y salones y se dejaba sucumbir al hechizo de sus singulares habitantes. En realidad, nunca pudo Charles librarse de su ambigua amistad con el inquieto Sebastian, ni de su obsesivo amor por la hermana de éste, lady Julia, ni de la oscura y contradictoria fatalidad que dejó marcada para siempre la atribulada vida de los Marchmain con su huella de drama y desvarío. Retorno a Brideshead, una de las novelas más importantes de la aclamada obra del célebre escritor inglés, fue motivo de una espléndida serie televisiva, interpretada entre otros por Jeremy Irons, Anthony Andrews y Diana Quick, que obtuvo un enorme éxito mundial.
Libro Primero: Et in Arcadia ego
«He estado antes aquí», dije; había estado, en efecto, primero con Sebastian, más de veinte años atrás, un día claro de junio, con las cunetas rebosantes de lechosas reinas de los prados y el aire cargado de todos los perfumes del verano. Era un día de especial esplendor y, a pesar de que había estado allí tantas veces y con tan distintos estados de ánimo, fue aquella primera visita la que mi corazón evocaba ahora, en la última.
Aquel día también había llegado sin saber adónde iba. Era la semana de las regatas universitarias. Oxford —hoy sumergido, arrasado, irrecuperable como Lyonnesse, por la velocidad con que las aguas lo han inundado—, Oxford, entonces, era todavía una ciudad de acuatinta. Los hombres paseaban y conversaban por sus calles espaciosas y tranquilas como en los tiempos de Newman; sus nieblas otoñales, sus primaveras grises y el esplendor excepcional de sus días de verano —como, por ejemplo, aquél—, cuando los castaños estaban en flor y las campanas repicaban claras y sonoras sobre los gabletes y las cúpulas, exhalaban la suave atmósfera de siglos de juventud. Era esa quietud claustral la que prestaba resonancia a nuestra risa y la preservaba, alegremente, a pesar del clamor momentáneo. Allí, durante la semana en que se celebraban las regatas, ponía la nota discordante una multitud turbulenta de mujeres, varios centenares, que gorjeaban y revoloteaban por los adoquines, subían y bajaban los escalones, visitaban los monumentos y buscaban diversión, bebían cócteles de clarete y comían emparedados de pepino; eran paseadas en batea por el río, y conducidas en manada a las barcazas de los Colleges; en la revista estudiantil Isis y en la Union, las recibían con un súbito derroche de jocunda algarabía, del todo enfadoso, a lo Gilbert y Sullivan, y con peculiares efectos corales en las capillas de los Colleges. Los ecos de las intrusas retumbaban en todos los rincones y en mi propio College ya no era sólo un eco sino un alboroto por demás escandaloso. Íbamos a celebrar un baile. El patio principal, cuadrangular, sobre el que yo vivía, se había pavimentado con madera y techado con un toldo; la portería estaba rodeada de palmeras y azaleas; y lo peor de todo era que el profesor cuyas habitaciones estaban situadas encima de las mías, un hombrecito relacionado con el departamento de ciencias naturales, había cedido sus habitaciones para guardarropa de señoras y, a menos de seis pulgadas de mi puerta de roble, colgaba un letrero proclamando el atropello.
El más indignado era mi propio criado.
—Se ruega a aquellos caballeros que no vayan acompañados por señoritas que coman afuera estos días, en la medida en que les sea posible —anunció, desolado—. ¿Comerá usted aquí?
—No, Lunt.
—Dicen que es para dar un respiro a los criados. ¡Pues vaya respiro! Tengo que comprar un alfiletero para el guardarropa de señoras. ¿Para qué querrán bailar? No le veo el aliciente. Hasta ahora nunca ha habido baile durante las regatas. La fiesta que conmemora la fundación del College es otra cosa, ya que cae en vacaciones, pero durante las regatas… como si no tuvieran bastante con merendar y pasear en barca. Si quiere mi opinión, señor, la culpa de todo eso la tiene la guerra. No hubiéramos llegado hasta este punto de no ser por ella.
Estábamos en 1923 y para Lunt, como para tantos otros, las cosas no volverían a ser nunca como en 1914.
—Unas copas por la noche —prosiguió, mitad dentro y mitad fuera de la habitación, como era su costumbre— o invitar a comer a un par de caballeros, eso sí tiene sentido. Pero bailar, no. Todo eso empezó cuando los hombres volvieron de la guerra. Eran demasiado viejos y no sabían cómo comportarse ni querían aprender. Esa es la verdad. Y hasta hay algunos que van a bailar con gente de la ciudad en la sala de reuniones de los masones; pero ya verá, a ésos los cogerán los prefectos… Bueno, aquí llega lord Sebastian. No debería estar aquí de palique cuando faltan alfileteros…
Entró Sebastian: pantalones de franela gris tórtola, camisa crepe de Chine blanca, corbata Charvet —mi corbata, advertí— con diseño de sellos de correos.
…