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Residencia en la tierra

Resumen del libro:

Entre los muchos títulos de Pablo Neruda, ninguno tiene significado social más hondo que Residencia en la tierra, publicado inicialmente en 1933 y ampliado en 1935, es el conjunto de poemas donde intentó despojarse de artificios, luchó contra el concepto tan arraigado en esa época de poesía pura, y reivindicó el concepto de una poesía que esté más cerca de la vida cotidiana, de la realidad aplastante, de la conciencia revolucionaria que, efervescente, se encontraba en casi todos los pueblos hispanoamericanos, y en España misma.

Esa «poesía impura» fue uno de los puntos de partida, tal vez el principal, de la nueva literatura en el continente hispanoamericano e influyó poderosamente no sólo en los poetas más jóvenes, sino en algunos de la misma edad de Neruda e incluso mayores. Es el origen de la radicalización del chileno (1904-1973) y tal vez el libro determinante para el premio Nobel que le fue otorgado en 1971.

PRÓLOGO de Federico Schopf

Esta edición de Residencia en la tierra —destinada a un lector no especialista y provista de notas que podrían ayudar en una lectura con frecuencia difícil— surge en un momento en que la atención pública en torno a la obra nerudiana se ha ido desplazando desde los textos que escenifican un poeta fundamentalmente político, afirmativo, hasta aquellos poemas en que se hace visible más bien una actitud de indagación, de recuperación de experiencias que promueven visiones no ideologizadas de la existencia. Incluso la lectura de obras como Canto General tiende actualmente a sorprender dimensiones que entran en conflicto con su lectura canónica y totalizante.

En este sentido, resultaría productivo —atrayente, magnetizado por la propia escritura nerudiana— articular Residencia en la tierra en un desarrollo que —desde el erotismo trágico de Veinte poemas de amor y una canción desesperada— conduzca a las interrogaciones e imágenes de «Alturas de Macchu Picchu» y desde allí, pasando por la retórica veladamente crítica de Estravagario, acceda a las melancólicas incertidumbres de Memorial de Isla Negra, a sus recuerdos que evitan cautelosamente caer en los abismos y se reanude en parte de su poesía póstumamente publicada, en su lúcido, resignado reencuentro con la intimidad y extrañeza de la tierra y de sí mismo, base material para un (im)posible recomienzo de la historia. Perseguiríamos, así, un movimiento que parece circular, pero que puede imaginarse mejor como una espiral en que la reiteración de preguntas que, por lo demás, nunca son idénticas —«nosotros los de entonces ya no somos los mismos»— y la acumulación de experiencias en una (des)orientación análoga van produciendo el espacio en que un sujeto —sin unidad, deshilachado, disperso— sigue reteniendo un contacto discontinuo con una exterioridad también dispersa, una especie de no-yo relacionado con un no-mundo.

Este movimiento —uno de los que puede leerse, creo, en la obra nerudiana— se contrapone violenta, corrosivamente con el desarrollo construido —por cierta crítica y por voluntad del poeta mismo— desde una subjetividad alienada hasta la asumpción del ser social y la representación totalizante de la naturaleza y la historia.

Primeras recepciones

Residencia en la tierra —publicada por primera vez completa en 1935 en Madrid— nunca dejó de ser considerada, en los círculos de avanzada literaria, como uno de los textos decisivos de Neruda y, paulatinamente, de la poesía de nuestro tiempo. Baste recordar la tirada aparte de «Tres Cantos Materiales» que, como homenaje a Neruda, realizaron los más relevantes poetas españoles de la Generación del 27 —entre ellos, Aleixandre, Alberti, García Lorca, Cernuda— y las palabras con que Gabriela Mistral —que estaba fuera de Chile— recibió la aparición de Residencia en la tierra: «La poesía última… de la América debe a Neruda cosa tan importante como una justificación de sus hazañas parciales. Neruda viene detrás de varios oleajes poéticos de ensayo, como una marejada mayor que arroja en la costa la entraña entera del mar, que las otras dieron en brazada pequeña o resaca incompleta».

En Chile —donde la vanguardia se dio más en una práctica poética dispersa que en la formación de grupos en torno a manifiestos— uno de los defensores de la poesía nueva, Arturo Aldunate Phillips, llegó incluso a extrañarse de que los poemas de este libro no fueran considerados «al mismo tiempo sencillos y fáciles de asimilar desde el primer momento». Para este ingeniero y lector entusiasta de las vanguardias «sobre la tierra ferozmente removida (por la primera guerra mundial, la revolución rusa, la mexicana, la crisis económica de 1929) han nacido los valores artísticos definitivos de la época, que han captado lo real que existía en esas inquietudes y angustias y han creado obras de arte verdaderas».

Distinta fue la reacción de la crítica literaria oficial, retenida en modelos institucionalizados de hacer y leer poesía. Alone —admirador de Crepusculario y todavía, aunque ya con reservas, de los Veinte poemas— exclamaba ante Residencias: «La verdad, el bien, la belleza. Antes se sabía lo que eran, antes había normas inmortales y arquetipos. Antes se sabía y se creía. Ahora…», pero no dejaba de percibir —sombríamente inquieto— de que en esta escritura se producía la dispersión del yo y se alcanzaba a divisar «el caos poético —o antipoético— en que el mundo se sumergió después de la Gran Guerra».

Años de producción

Los poemas de Residencia en la tierra fueron escritos entre 1925 y 1935 en diversas y alejadas regiones de la Tierra: en Chile, en algunas colonias europeas del Lejano Oriente, en Argentina, en España, es decir, en las periferias de la sociedad moderna.

La vida de Neruda era particularmente difícil en ese entonces. Pese al triunfo literario de Veinte poemas de amor y una canción desesperada —en que no sólo la juventud reconocía la expresión de su erotismo— el poeta pasaba por graves problemas económicos y sobre todo afectivos. El último verso de «Una canción desesperada» representaba emblemáticamente su situación: era «la hora de partir. ¡Oh abandonado!».

Pero su puesto de cónsul honorario no estaba en París —capital del siglo XIX y, en esos momentos, centro de renovación artística internacional—, sino en el otro extremo del mundo: en Rangún, Colombo, Batavia, Singapur. Desde la bahía de Bengala escribe a un amigo: «Tengo que decirle, huyo de Birmania y espero que sea para siempre. No voy muy lejos: Ceylán, distante para usted, para mí la misma latitud, el mismo clima, la misma suerte… Ahora, preparémonos al horror de estas colonias de abandono, tomemos el primer whisky and soda o chota pegg… Beber con ferocidad, el calor, olas, fiebres. Enfermos y alcohólicos por todas partes». Más tarde —hacia 1962— el poeta recuerda en sus Memorias: «La verdadera soledad la conocí en aquellos días y años de Wellawatha… Entre los ingleses vestidos de smoking todas las noches y los hindúes inalcanzables en su fabulosa inmensidad, yo no podía elegir sino la soledad, y de ese modo aquella época ha sido la más solitaria de mi vida».

Pero la escritura poética no es mera ilustración de la vida del poeta ni de su época. No es un simple reflejo o representación pasiva de experiencias o ideas anteriores a la escritura. Parece más bien producción de (no) sentido —conocimiento, desconocimiento, conocimiento de una ilusión, ilusión de un conocimiento—, trabajo con los materiales de la experiencia y con los signos.

Residencia en la tierra – Pablo Neruda

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