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Réquiem por una mujer

Resumen del libro:

William Faulkner, un maestro de la narrativa sureña, nos sumerge en una conmovedora historia en su obra “Réquiem por una mujer”. Este libro retoma los personajes de su previa novela, Santuario, centrándose en el matrimonio de Temple Drake y Gowan Stevens, quienes se enfrentan a una pérdida insoportable: la trágica muerte de su hija pequeña a manos de su niñera, quien luego es condenada a muerte.

La trama se complica cuando, justo antes de la ejecución, Temple decide interceder en favor de la joven niñera. En este acto, Faulkner nos lleva más allá de la simple administración de justicia, explorando las complejidades morales y sociales arraigadas en una sociedad marcada por la hostilidad y la violencia. La autora nos invita a reflexionar sobre la culpa histórica que pesa sobre la comunidad, cuestionando la responsabilidad colectiva frente a una realidad fundada en un terreno hostil.

La narrativa de “Réquiem por una mujer” se despliega de manera única, combinando una prosa desbordante con una estructura teatral. Faulkner utiliza el recurso de contar por turnos, sumergiendo al lector en la mente de los personajes y revelando sus pensamientos más íntimos. Esta técnica contribuye a crear una obra inquietante que no solo explora las consecuencias de la tragedia presente, sino que también examina el profundo impacto del pasado en el devenir de la historia.

En resumen, Faulkner nos entrega una obra magistral que va más allá de una simple narrativa, planteando preguntas provocativas sobre la justicia, la culpa histórica y la compleja intersección entre el pasado y el presente. “Réquiem por una mujer” se erige como una exploración profunda y conmovedora que deja una huella duradera en la conciencia del lector.

ACTO I

El tribunal

(Un nombre para la ciudad)

El tribunal es menos viejo que la ciudad, que comenzó en algún momento del final de siglo como un puesto de intercambio de la agencia Chickasaw y continuó como tal cerca de treinta años hasta descubrir, no que carecía de un archivo para sus registros y ciertamente no que necesitara uno, sino que tan solo creándolo o al menos decretándolo podía enfrentarse a una situación que de otra manera iba a costarle dinero a alguien.

El poblado tenía los registros; incluso el simple desposeimiento de los indios engendró con el tiempo un rudimento de archivo, por no mencionar la habitual camada de la ruinosa confederación humana contra el entorno —contra aquel tiempo y aquella tierra salvaje—; en este caso, una mezquina, descolorida, abarquillada, desordenada y a veces ininteligible colección de concesiones de tierras, licencias, traspasos y escrituras, nóminas de milicianos y de propiedades según su tasa impositiva, facturas de ventas de esclavos, listas de contadurías sobre moneda espuria y cotizaciones de cambios, embargos e hipotecas, anuncios de recompensas por negros fugados o robados y por otro ganado, anotaciones parecidas a un diario sobre nacimientos y matrimonios, defunciones, ahorcamientos y subastas públicas de tierras, que se habían acumulado lentamente durante esas tres décadas en una especie de piratesco cofre de hierro, en el cuarto interior de la oficina de correos barra puesto de intercambio barra almacén general, hasta aquel día en que, treinta años más tarde, a causa de una fuga de la cárcel junto con un antiguo y monstruoso candado de hierro transportado a caballo mil seiscientos kilómetros desde Carolina, la caja fue trasladada a un pequeño y nuevo cuarto anexo semejante a un cobertizo para leña o para herramientas construido dos días antes junto al muro exterior de troncos encotanados y unidos con barro de la improvisada cárcel; y de esta manera nació el tribunal del condado de Yoknapatawpha: por mera casualidad, no solo menos antiguo que la propia cárcel, sino venido al mundo por puro azar y accidente: la caja que contenía los documentos no se trasladó desde ningún lugar, sino simplemente a uno; sacada del cuarto trasero del puesto de intercambio no por razón alguna inherente al cuarto trasero o a la caja, sino al contrario: esta —la caja— no solo no se interponía en el camino de nadie en el cuarto trasero, sino que hasta la echaron de menos cuando se la llevaron, por haber servido de asiento o banquillo entre los barriles de pólvora y de whisky y los barriletes de sal y de manteca en torno a la estufa en las noches de invierno; y la sacaron de allí por la simple razón de que repentinamente el poblado (de la noche a la mañana se convertiría en ciudad sin haber sido aldea; un día cien años más tarde se despertaría frenéticamente de su sueño comunal a una erupción de clubes de Rotarios y de Leones y Cámaras de Comercio y de movimientos para embellecer las ciudades: un furioso redoblar de huecos tambores hacia ninguna parte, simplemente para retumbar con mayor estruendo que el pequeño coágulo humano más próximo al norte, al sur, al este o al oeste, llamándose a sí mismo ciudad como Napoleón se llamó a sí mismo emperador e hinchando sus registros censales para defender su maniobra: una fiebre, un delirio en el que el poblado quisiera confundir para siempre inquietud con movimiento y movimiento con progreso. Pero aquello sería a cien años vista; ahora era frontera, los hombres y las mujeres pioneros, rudos, sencillos y duraderos, buscando dinero o aventuras o libertad o simple evasión, sin preocuparse de cómo hacerlo) se descubrió a sí mismo enfrentado no tanto a un problema que tuviera que resolver, sino a un dilema en forma de espada de Damocles del que debía salvarse.

“Réquiem por una mujer” de William Faulkner

Sobre el autor:

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