Resumen del libro:
Stanislaw Lem, una de las voces más originales y profundas en la ciencia ficción, ofrece en “Relatos del piloto Pirx” una serie de historias en las que explora la complejidad de la condición humana. Lem, conocido por sus planteamientos filosóficos y su sentido del humor irónico, utiliza la ciencia ficción para reflexionar sobre los límites del conocimiento, las paradojas de la tecnología y los misterios de la mente humana. Con un enfoque más cercano a lo existencial que a lo épico, Lem construye un universo donde los viajes espaciales no son tanto aventuras heroicas como una metáfora de la introspección y el cuestionamiento de la realidad.
En este volumen, el protagonista es el piloto Pirx, un personaje alejado de los ideales del héroe clásico. Pirx no es un comandante infalible, sino un hombre común en un entorno extraordinario: la inmensidad del espacio. Este anti-héroe enfrenta situaciones llenas de ambigüedad y peligros técnicos, en las que a menudo se topa con sus propios errores, dudas y limitaciones. Sin embargo, es precisamente su humanidad, tan contradictoria y vulnerable, lo que da profundidad a cada relato y lo que convierte sus fracasos en victorias morales. Pirx representa, en el fondo, la lucha entre la razón y el instinto, la lógica y el impulso humano, temas que Lem aborda con una mezcla de sátira y gravedad.
A lo largo de cinco historias, Lem emplea el universo cibernético y la precisión técnica del género para poner en primer plano temas universales y atemporales. Cada relato funciona como un estudio de las posibilidades y limitaciones de la humanidad ante el avance de la tecnología. La navegación estelar, los sistemas automatizados y las inteligencias artificiales son, en realidad, el telón de fondo de las inquietudes éticas y las preguntas filosóficas que Lem explora a través de su protagonista. Enfrentado a los dilemas de la responsabilidad, la moralidad y la identidad, Pirx se convierte en un testigo de las contradicciones que surgen cuando el hombre se mide con sus propias creaciones.
“Relatos del piloto Pirx” es una obra que invita al lector a cuestionarse no solo las promesas de la tecnología, sino también las complejidades de la naturaleza humana. Con un estilo ágil y cargado de matices, Stanislaw Lem logra una narrativa cautivadora que desafía los límites de la ciencia ficción clásica y transforma cada historia en una reflexión sobre la vida misma.
La prueba
—¡Cadete Pirx!
La voz de Osla Laczka lo arrancó de sus profundas ensoñaciones. Estaba imaginándose que en el bolsillo del reloj de sus viejos pantalones de paisano, arrinconados en el fondo del armario, había una moneda de plata de dos coronas, sonora y olvidada. Durante unos instantes se dio cuenta claramente de que allí no había nada. En todo caso, un viejo resguardo de Correos. Pero en seguida se convenció de que era posible que estuviese, y cuando Osla Laczka pronunció su nombre estaba ya completamente seguro. Puede decirse que casi podía tocar su redondez y sentir cómo se agrandaba en el bolsillo. Con ella podría ir al cine y todavía le sobraría media corona. Y si sólo iba al Noticiario, le quedaría una y media, ahorraría una y el resto se lo jugaría a las máquinas tragaperras. ¿Y si se atascara la máquina y comenzara a escupir monedas a sus manos abiertas con tal rapidez que no diese abasto a metérselas en los bolsillos? ¿Acaso no era eso lo que le había ocurrido a Smidz? Se doblaba ya bajo el peso de la inesperada fortuna cuando le interrumpió Osla Laczka.
Con las manos cruzadas en la espalda y apoyándose en su pierna sana, como tenía por costumbre, el instructor preguntó:
—¡Cadete Pirx! ¿Qué haría usted si se encontrara con una nave de otro planeta estando de patrulla?
El cadete Pirx abrió la boca, como si la respuesta estuviera escondida allí y todo lo que tuviera que hacer fuera obligarla a salir. Parecía el último hombre sobre la Tierra capaz de saber qué debe hacerse en caso de encontrarse uno con una nave de otro planeta.
—Me acercaría —dijo con voz extrañamente sorda y gutural.
La clase entera enmudeció, anticipando algo menos aburrido que la explicación del instructor.
—Muy bien —dijo paternalmente Osla Laczka—. ¿Y qué más?
—Frenaría —explotó el cadete Pirx, sintiendo que se estaba adentrando en un terreno que escapaba a sus conocimientos. Buscó ansiosamente en su vacía cabeza los párrafos apropiados del Manual de Comportamiento en el Espacio. Tenía la sensación de que jamás en toda su vida lo había tenido ante sus ojos. Bajó la mirada avergonzado y entonces vio que Smiga estaba tratando de soplarle algo; sin pararse a pensar lo repitió en voz alta, antes de darse cuenta de lo que estaba diciendo:
—Me presentaría.
La carcajada fue unánime. Osla Laczka luchó contra ella durante unos segundos, pero tampoco pudo contenerla, aunque volvió a ponerse serio en seguida:
—¡Cadete Pirx, preséntese a mí mañana con el Libro de Navegación! ¡Cadete Boerst!
Pirx se sentó como si la silla estuviese hecha de vidrio sin enfriar aún del todo. Ni siquiera sentía demasiado rencor hacia Smiga, él era así, incapaz de resistirse a gastar una broma si la ocasión se presentaba. No escuchó ni una palabra de lo que dijo Boerst; éste estaba inclinado sobre la pizarra dibujando, mientras Osla Laczka, como tenía por costumbre, silenciaba las respuestas del ordenador para que el estudiante al que preguntaba acabase perdiéndose en los cálculos. El reglamento permitía el uso del ordenador, pero Osla Laczka tenía sus propias teorías al respecto:
—El ordenador es humano y se puede estropear —decía.
Pirx ni siquiera le tenía rencor a Osla Laczka. No sentía rencor hacia nadie. Casi nunca. A los cinco minutos ya estaba de nuevo delante de una tienda de la calle Dyerhoff mirando las pistolas de gas del escaparate, capaces de disparar balas de verdad y de fogueo, cien coronas el juego completo, con cien cartuchos; ni que decir tiene que estaba en Dyerhoff sólo con la imaginación.
Después del timbre, los cadetes abandonaron la sala, pero sin gritar ni dar patadas, como hacían los de primer o segundo curso. ¡Ya no eran unos niños! Casi la mitad de ellos se dirigió al comedor. A esta hora no había allí nada de comer, pero era posible encontrar a la nueva camarera. Por lo visto era bonita. Pirx caminó lentamente entre los armarios de cristal llenos de globos estelares y a cada paso que daba disminuían sus esperanzas de encontrar la moneda de dos coronas en el bolsillo. En el último escalón sabía ya que nunca había estado allí.
Boerst, Smiga y Payartz estaban de pie junto al portal. Payartz había sido compañero de Pirx en Cosmodesia y le había emborronado todas las estrellas del atlas con tinta china.
—Mañana tienes un vuelo de prueba —le dijo Boerst al pasar por su lado.
—Muy bien —contestó flemáticamente. No se iba a dejar engañar tan fácilmente.
—Si no te lo crees, léelo —dijo Boerst, golpeando con el dedo el cristal del tablón de anuncios.
Quiso seguir adelante, pero no pudo evitar que su cabeza le desobedeciera. En la lista había sólo tres nombres. El de «Cadete Pirx» figuraba el primero.
Por unos instantes sintió cómo se hacía el vacío en su mente, después oyó, desde lejos, su propia voz que decía:
—¿Y qué? Ya lo he dicho antes: muy bien.
Se alejó de ellos y caminó por el sendero, entre los parterres de flores. Ese año habían plantado en ellos muchísimas nomeolvides que dibujaban la silueta de una nave aterrizando. Otras flores, ya casi marchitas, representaban el fuego de los reactores. Pirx no vio los parterres, ni los senderos de nomeolvides, ni a Osla Laczka que salía, con pasos rápidos, del ala lateral de la Academia. Le saludó cuando lo tenía ya casi ante sus narices.
—¡Ah, Pirx! ¿Vuela usted mañana? ¡Buen despegue! Quizá se encuentre con esa gente de otros planetas…
Los dormitorios se encontraban en un parque, detrás de unos grandes sauces llorones. El edificio se erguía junto a un estanque y el ala lateral se alzaba sobre el agua, sostenida por columnas de piedra. Se contaba que las habían traído de la Luna, lo cual indudablemente era mentira, pero todos los cadetes de primer curso grababan allí sus iniciales y la fecha con una emoción sagrada. También el nombre de Pirx estaba allí, en algún sitio; lo había grabado hacía cuatro años.
De vuelta en su habitación —tan pequeña que no la compartía con nadie— vaciló durante un largo rato entre abrir o no el armario. Recordaba con exactitud dónde se hallaba su viejo pantalón. No estaba permitido tenerlo, por eso precisamente lo tenía. Era el único provecho que le sacaba. Cerró los ojos, se agachó junto al armario, metió la mano por la puerta entreabierta y palpó el bolsillo. Lo había sabido desde el principio, naturalmente. Estaba vacío.
…