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Relatos completos

Libro Relatos completos, de José María Arguedas

Resumen del libro:

José María Arguedas, uno de los pilares de la literatura peruana, emerge como un autor esencial cuya obra trasciende las fronteras literarias para adentrarse en las raíces culturales de su país. En su libro “Relatos Completos,” que recopila una amplia selección de sus cuentos, novelas y ensayos, Arguedas nos transporta a las profundidades de la sociedad peruana, explorando las complejas relaciones entre los distintos estratos sociales y, en particular, la vida de los indígenas andinos.

La pluma de Arguedas es una herramienta incisiva que desentraña la realidad peruana con una profundidad inigualable. Sus narraciones están imbuidas de un profundo compromiso social, y a través de sus personajes, revela las tensiones entre la tradición y la modernidad, la opresión y la resistencia. En sus cuentos, como “Diamantes y pedernales” o “Agua,” Arguedas nos sumerge en los paisajes agrestes de los Andes, poblados de personajes que luchan por mantener sus tradiciones culturales ante la embestida de la modernización.

Además de su maestría narrativa, José María Arguedas también destaca como un antropólogo y folklorista excepcional. Su capacidad para capturar la riqueza de las costumbres, mitos y lenguas indígenas contribuye a enriquecer aún más su literatura, añadiendo una dimensión única a su trabajo.

En “Relatos Completos,” los lectores encontrarán una obra literaria que trasciende el tiempo y el espacio, capaz de sumergirlos en el alma misma de Perú. Arguedas, junto a César Vallejo, marcó un antes y un después en la literatura peruana, dejando un legado que sigue influyendo a las generaciones de escritores posteriores. Esta recopilación es un tesoro literario que permite a los lectores explorar la profunda comprensión de Arguedas sobre la identidad, la injusticia social y la riqueza cultural de su nación, en un estilo literario que fusiona lo tradicional con lo moderno de manera magistral.

Los escoleros

El wikullo es el juego vespertino de los escoleros de Ak’ola. Bankucha era el escolero campeón en wikullo. Gordinflón, con aire de hombre grande, serio y bien aprovechado en leer, Bankucha era el «Mak’ta» en la escuela; nosotros a su lado éramos mak’tillos no más, y él nos mandaba.

Cuando barríamos en faena la escuela, cuando hacíamos el chiquero para el chancho de la maestra, cuando amansábamos burros maltones en el coso del pueblo, y cuando arreglábamos el camino para que viniera al distrito el subprefecto de la provincia, Bankucha nos dirigía.

En el trabajo del camino, que era trabajo de hombres, los escoleros obedecíamos callados al mak’ta, diciendo en nuestro adentro que ya éramos faeneros, peones ak’olas, mak’tas barreteros; que Bankucha era nuestro capataz, el mayordomo. Nos limpiábamos el sudor con prosa; descansábamos por ratos, poniéndonos las manos a la cintura, como faeneros de verdad; mientras, Bankucha, parado a la cabeza de la cuadrilla, nos miraba con su cara seria, igual que don Jesús, mayordomo de don Ciprián, principal del pueblo. A veces, nos reíamos fuerte mirando al Banku; pero él no, se creía capataz de veras, nos resondraba con voz gruesa y nos hacía callar; sabía mandar el wikullero. Y los escoleros le queríamos, porque todo lo que hacíamos bajo sus órdenes salía bien, porque odiaba y pateaba a los abusivos, y porque tenía unos ojos bien grandes y amistosos. Cuando faltaba a la escuela, hasta los más chicos le extrañaban y decían entristecidos:

—¡Dónde estarás, Bankuchallaya!

Un sábado por la tarde, yo y Bankucha nos paramos en una esquina de la plaza para oír el griterío de los chiwacos que cantaban en los duraznales del cementerio. No había casi gente en el pueblo; todos los comuneros estaban en el trabajo y la mayor parte de los escoleros vivían en los pueblecitos cercanos, en las estancias, y se iban los sábados, tempranito.

La tarde estaba húmeda y nublada.

—Bankucha, de poco ya te voy a ganar en wikullo.

—Eres maula, Juancha.

—Ahora, badulaque, vamos a probar en Wallpamayu.

Ak’ola está entre dos riachuelos: Pukamayu y Wallpamayu; los dos llegan hasta la explanada del pueblo, dando saltos desde la cumbre de la cordillera y siguen despeñándose hasta llegar al fondo del río grande, del verdadero río que corre por la base de las montañas. Wallpamayu, en miles de años de trabajo, ha roto la tierra, y corre encajonado en un barranco perpendicular y profundo. A la orilla del barranco los ak’olas plantaron espinos, para defender a los animales y a los muchachos. De trecho en trecho, varias plantas de maguey estiran sus brazos sobre el barranco. Pero desde años antes, los escoleros hicieron varios huecos en el muro de espinos, para pasar a la orilla del barranco y tirar los wikullos al río.

El wikullo lo hacíamos de las hojas del maguey; eran unos cuadriláteros con mangos, en forma de palmeta. Cada wikullero llevaba amarrado al chumpi o al cinturón un cuchillo hecho de fleje, para cortar el maguey. Bankucha tenía un puñal de verdad con forro de cuero; se lo regaló don Fermín, un borrachito, amiguero de los muchachos.

—Bankucha, vamos a pelear a iguales. Tú sabes hacer wikullo mejor que yo; si eres legal haz para los dos.

No me contestó el escolero. Se acercó a un maguey, arrancó una hoja larga y cortó seis estupendos wikullos.

—Uno para cada —dijo.

Tomó la delantera y entró, agachándose, por uno de los huecos del cerco de espinos. Detrás del cerco había un espacio como de tres metros.

El río estaba fangoso, arrastraba ramas de molle y retama, se revolvía entre las grandes piedras y salpicaba muy alto.

—¡Wallpamayu: algún día te voy a atravesar con mi wikullo, frente a frente! —dijo Bankucha, y miró la otra orilla del barranco.

—¡Mentira, Wallpamayucha, yo te voy a cruzar antes que el badulaque Banku!

Levanté mi wikullo, me agaché, encorvando el brazo, hice una flexión rápida, me estiré como un arco, con todas mis fuerzas, y arrojé el wikullo. Recto, de plano, se lanzó silbando, y fue a caer de filo sobre el barranco del frente, a veinte metros del río.

—¿Kunanri, Kunanri? (¿Y ahora?). ¡Jajayllas!

Salté a la orilla del precipicio, cerrando el puño; me pareció que ya no podía haber querido en mi vida nada más que eso. ¡Qué alegría! Me daban deseos de patearle al Banku, de pura alegría.

—¡He tocado el frente, mak’ta! —le grité.

Banku se asustó un poco, me miró receloso, como resentido.

—¡Espera, wiksa (barriga), wiksacha!

Se escupió las manos y levantó su wikullo del suelo. Sabía como nadie; abrió las piernas, se agachó, levantó un poco la cabeza; en lo hondo de sus ojos había rabia. De repente, saltó, y su brazo se estiró como un zurriago bien tirado. El wikullo se perdió en el aire, voló recto; pero en medio del barranco se ladeó, se lanzó oblicuo hacia abajo y se desplazó sobre una piedra.

—¡Malhaya viento!

Probó con otro wikullo. Ya no era tiempo, el viento empezó a soplar fuerte, y se llevó el wikullo, lejos, en la misma dirección de la quebrada. Por primera vez vi al Banku en apuros. Cortaba wikullo de cuatro en cuatro, de seis en seis, me amenazaba antes de tirar cada uno.

—¡Ahora sí! ¡Eres huahua para mí, Juancha!

Sudaba, cambiaba de posturas, se daba viada de distintas maneras. ¡Y nada! El viento estaba contra él; tiraba al suelo todos sus wikullos y los despedazaba. Me dio pena.

—Deja, Banku. Yo por casualidad no más he atravesado el barranco, pero tú eres mak’ta, mayordomo, capataz de escoleros. Mañana, seguro, cuando el aire esté parado, vas a tirar hasta la cabeza del barranco. De verdad, Banku.

El mak’ta me agarró del brazo, señaló con la otra mano el sitio donde cayó mi wikullo.

—Juancha, desde tiempo has estado alcanzándome, eres buen mak’ta. Si mañana o pasado no te igualo, vas a ser primer wikullero en Ak’ola.

—Bueno, Banku. Pero tú eres capataz, siempre.

Oscurecía. Los trigales jugaban con el viento del anochecer; la neblina se había subido muy arriba y cubría el cielo en todo el horizonte; el mundo parecía envuelto en un paño ceniciento, terso y monótono. Los grandes cerros dormitaban en la lejanía.

Por todos los caminos, los comuneros empezaron a llegar al pueblo; unos tras de sus burros cargados de leña, otros arreando una tropita de ovejas; muchos acompañados por sus vecinos de chacra; sus perros entraban al pueblo a carrera, persiguiéndose, dando saltos de regocijo.

—Juancha, de ocho años más, nosotros también vamos a venir como los comuneros, con nuestras mujeres por detrás y el chascha por delante.

Relatos completos: José María Arguedas

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