Quienes se marchan de Omelas
Resumen del libro: "Quienes se marchan de Omelas" de Ursula K. Le Guin
Con descripciones deliberadamente vagas y vívidas, el narrador describe un festival de mediados de verano en la ciudad utópica de Omelas, cuya prosperidad depende de la miseria perpetua de un chico. Quienes se marchan de Omelas fue nominado al Premio Locus al mejor relato corto en 1974 y ganó el Premio Hugo al mejor relato corto en el mismo año.
Con un clamor de campanas que hizo a las golondrinas alzar el vuelo, el Festival del Verano llegó a Omelas, la ciudad de las torres relucientes junto al mar. Las jarcias de los barcos destellaban en el puerto cubiertas de banderines. En las calles, las procesiones se movían entre las casas de tejados rojos y muros pintados, entre los viejos jardines cubiertos de musgo y por las avenidas arboladas, a través de los grandes parques y ante los edificios públicos. Las había decorosas: personas mayores con largas y rígidas túnicas de colores malva y gris, graves maestros de artes y oficios, mujeres serenas y alegres que iban charlando mientras caminaban con sus bebés en brazos. En otras calles, la música tenía un ritmo más trepidante; centelleaban los gongs y las panderetas, y la gente iba bailando: la procesión era un baile. Los niños correteaban y se escabullían, sus gritos agudos se elevaban como los vuelos cruzados de las golondrinas sobre la música y los cánticos. Todas las procesiones serpenteaban hacia la parte norte de la ciudad, donde, en la gran nava llamada Campos Verdes, niños y niñas, desnudos al aire brillante, con los pies y los tobillos tiznados de barro y unos brazos largos y ágiles, ejercitaban a sus caballos, nerviosos antes de la carrera. Los caballos no llevaban aparejo alguno, solo una brida sin bocado. Tenían las crines enjaezadas con cintas plateadas, doradas y verdes. Bufaban y daban brincos y se pavoneaban los unos ante los otros; estaban muy excitados, siendo los caballos los únicos animales que han adoptado nuestras ceremonias como propias. Lejos, al norte y al oeste, las montañas trazaban un semicírculo sobre Omelas y su bahía. El aire de la mañana era transparente, y la nieve coronaba aún los Dieciocho Picos, que ardían como un fuego de tonos blancos y dorados a través de kilómetros de aire luminoso bajo el intenso azul del cielo. Soplaba apenas el viento necesario para que las banderolas que señalaban la pista de carreras flamearan con esporádicos chasquidos. En el silencio de las extensas navas verdes podía oírse la música que culebreaba por las calles de la ciudad; alejándose y acercándose más y más, una dulzura tierna y jovial en el aire, que de vez en cuando tremolaba y confluía y estallaba en un grandioso y alegre repiqueteo de campanas.
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Ursula K. Le Guin. Fue una arquitecta de mundos, una narradora cuya capacidad para trazar universos ficticios solo se iguala con la profundidad filosófica que los sustenta. Nacida en Berkeley, California, el 21 de octubre de 1929, su vida y obra siempre estuvieron impregnadas por el contexto académico y cultural en el que creció. Hija del antropólogo Alfred Kroeber y de la escritora Theodora Kroeber, desde temprana edad absorbió el conocimiento y las perspectivas sobre la humanidad y sus formas de organización, que más tarde serían ejes centrales en sus obras de ciencia ficción y fantasía.
Le Guin debutó en la literatura en 1959, pero su reconocimiento masivo llegó con la publicación de Un mago de Terramar en 1968. Esta obra, parte de la serie de Terramar, no solo redefinió el género fantástico al dotarlo de una profundidad moral y filosófica pocas veces vista, sino que también marcó el inicio de una carrera que cambiaría para siempre los paradigmas de la ficción especulativa. Un año después, con La mano izquierda de la oscuridad (1969), desafió las normas de género y sexualidad en la ciencia ficción, explorando el concepto de una sociedad sin género fijo. Esta novela, aclamada como una de sus grandes obras maestras, le otorgó los prestigiosos premios Hugo y Nébula, consolidando a Le Guin como una pionera en un ámbito predominantemente masculino.
Su obra es un prisma que refleja influencias tan diversas como el taoísmo, el feminismo y el anarquismo. A menudo, sus protagonistas eran antropólogos u observadores culturales, figuras que Le Guin utilizaba para trazar puentes entre lo conocido y lo desconocido, entre lo humano y lo alienígena. En novelas como Los desposeídos (1974), explora utopías y distopías, siempre cuestionando la naturaleza del poder y las estructuras sociales. Le Guin no solo imaginaba mundos, sino que, a través de ellos, proponía nuevas maneras de entender el nuestro.
Le Guin subvertía con elegancia las convenciones de la literatura fantástica, otorgando protagonismo a personajes de piel oscura en un tiempo en que la normatividad blanca dominaba el género. Y en obras como El eterno regreso a casa (1985), jugó con la forma y la estructura, creando textos que desafiaban las expectativas del lector. Sus cuentos, como la parábola Los que se alejan de Omelas (1973), son meditados ejercicios de crítica social, que dejan al lector en un estado de reflexión incómoda.
La crítica literaria la ha consagrado como una de las figuras más importantes de la literatura contemporánea. Con más de veinte novelas, cien relatos cortos y múltiples ensayos y poemas, Le Guin ha influido en generaciones de escritores, desde Neil Gaiman hasta Salman Rushdie. A lo largo de su carrera recibió incontables premios, incluido el título de Gran Maestra de la Asociación de Escritores de Ciencia Ficción y Fantasía de Estados Unidos, siendo solo la segunda mujer en obtener tal honor.
Su muerte en 2018 no marcó el fin de su influencia. Como dijo el crítico John Clute, Le Guin presidió la ciencia ficción durante casi medio siglo. No fue solo una escritora de fantasía o de ciencia ficción; fue, en palabras de Michael Chabon, “la escritora estadounidense más importante de su generación”.