Resumen del libro:
Bebo, médico rural en la zona oriental de Cuba, acude a la comunidad de Cuchuflí Arriba a atender varios casos de priapismo, erección continua y dolorosa del miembro viril. Una vez allí, comienza a investigar el porqué de tan inexplicable fenómeno.
Partiendo de este argumento, Chavarría realiza un estudio de la sociedad cubana a través de la relación entre cuatro amigos de la infancia: un médico, Bebo, un farmacéutico que quiere inventar el “viagra cubano”, y dos delincuentes. Una novela aderezada con grandes dosis de humor, erotismo e intriga policiaca.
A Millet Nieto, maestro de la narración oral,
y a Mario Chavarría Sosa, futuro
maestro de ajedrez
Primera parte
El Bebo. Mario Luján y Torralba
Lo del priapismo empezó el 14 de octubre del 89, una tarde inolvidable en que el Bebo tomaba el fresco y unos buches de ron en el portal de la casita donde el Ministerio de Salud Pública le instalara su vivienda y consultorio.
Ese día le había tocado una fuerte jornada itinerante, dos casos de hipertensión a tres kilómetros loma arriba y un parto muy traumático en la orilla del pueblo. Al recordarlo con placer ahora, la brisa que soplaba de lado le llegaba como una caricia. Torso desnudo, el médico se balanceaba pensativo en una comadrita y miraba caer las primeras sombras cumbreñas sobre una empinada ladera de la Sierra del Cristal.
Imposible dejar de pensar en el parto, en los ojos implorantes, desesperados de la guajira, por fortuna un tronco de muchachona.
Vaya susto, carajo. Cuatro horas en vilo hasta ver la criatura a salvo. Pero ahora disfrutaba. Cuanto más angustioso el recuerdo, más lo disfrutaba.
Satisfecho por haber superado el mal trance y por el gran servicio prestado, era la primera vez en que se sentía un médico de verdad.
Ya en la tina del baño se frotó con denuedo, silbó, tarareó su alegría durante un largo rato; y ahora, con los primeros dos tragos, se dejó invadir de euforia, respiró hondo, el paisaje era bello, él era eterno, como el que se prende con marihuana.
Recordó a Ponce de León, eminente cirujano y el más vital de sus profesores, que por no retirarse, seguía en la Facultad con sus ochenta años, ahora como docente de Anatomía. Era una fiesta oírle a Ponce sus anécdotas de cuando ejerciera la medicina rural en los años del machadato; y su desparpajo al referir en clase que cuando la guerra de Angola, solía meterse un pito de yerba antes de amputar sin anestesia y bajo la metralla enemiga. Lo vivido durante el parto le trajo también a la memoria los latinajos que soltaba en clase, uno de cuyos favoritos y más repetidos versaba sobre el goce de evocar la adversidad vencida. Y todos los días inventaba dicharachos.
––Es que en la soledad, sin recursos ni asesoría, cualquier médico se apengustia ––dijo un día y el paraninfo estalló de risa.
Un cómico, el profe. El Bebo sonrió al evocar una clase en que despotricara contra el oscurantismo de los farmacólogos, por los nombretes que imponían a los medicamentos. «No, señor», se indignaba desde el estrado; y proponía que los diuréticos se llamasen «parameol», los laxantes «paracagol», y así por el estilo.
Unas horas antes, al ver que el feto venía de nalgas, el Bebo también se apengustió. La emergencia le trajo la palabreja y el comentario de Ponce; porque en efecto, nadie que no lo haya vivido se figura el terror de un médico rural cuando ejerce solo. Qué corredor de fondo ni un carajo. Soledad terrible es la del graduado reciente, cuando una vida humana depende de su serenidad, su inventiva, y sus escasos conocimientos.
Aquella tarde, al ver lo que habría de enfrentar en el bohío, debió de ponerse muy pálido. De seguro que todas las guajiras asomadas por las ventanas percibieron su terror.
Al servirse otro trago volvió a pensar en el profe; porque ahora, recobrado del mal rato, él también se entregaba, y con morbosa recurrencia, al placer de revivir los instantes más dramáticos.
Para no oír los gritos de unos mariachis que algún vecino propalaba a mansalva desde su radio, el Bebo se taponó las orejas con ambos pulgares. Así se estuvo un rato estremecido, componiendo y recomponiendo detalles, satisfecho de sí, sonriente, tragando saliva. Cualquiera que lo espiase lo habría supuesto entregado a lujuriosas remembranzas.
Uno de sus motivos de espanto, y cuya superación le traía ahora complacencia, había sido la falta de asepsia en el bohío. Sobre el piso de tierra, bajo la cama de la parturienta, correteaban gallinas, perros, un lechoncito. En comparación, su consultorio de madera, tan precario, lucía como un palacio de cristal.
Al ver lo mal que venía el feto, el Bebo barajó la idea de una cesárea, pero la desechó enseguida. Aun disponiendo del instrumental y con la debida esterilidad, él no iba a aventurarse en una operación de especialistas.
Durante la carrera, movido por su vocación, el Bebo no perdía oportunidad de colarse en los quirófanos, donde ayudara en varias cesáreas y otras operaciones obstétricas, pero sin intervenir bisturí en mano. Como estudiante, toda su práctica quirúrgica se restringió a la sutura de pacientes recién operados, amén de alguna que otra intervención muy superficial cuando a los Cuerpos de Guardia llegaban pacientes malheridos, con algún quiste, lesiones de arma blanca o necesitados de intervenciones que no interesaran órganos vitales. En tales casos, bajo la vigilancia del cirujano de turno, el Bebo extraía pus, vidrios, lo que fuera. Más adelantado, ya en quinto año, lo dejaron solo en un par de apendicitis, una traqueotomía y otras zonceras.
Aquella tarde, cuando llegó al bohío y vio asomarse los piececitos del bebé junto a las nalgas, notó que comenzaba a temblar. La guajira, que alternaba gritos y desmayos desde hacía dos horas, le dirigió una mirada de náufrago. Él le dio a beber un jarabe para la tos y le mandó que cerrara los ojos hasta su regreso; y so pretexto de que antes de tocar a sus pacientes siempre se encomendaba a Dios, se alejó unos cien pasos del bohío. Allí, donde nadie lo pudiese ver, se estuvo diez minutos en busca de serenidad, concentrado en sus viejas técnicas de autosugestión. Nadie debía darse cuenta del susto que le cayera encima.
Solo una vez, en un video que le pasaran durante su rotación por la especialidad de Ginecología, había observado la intrincada manipulación que exigen los partos en pelviana. En uno de los casos, el niño traía las piernecitas flexionadas hacia atrás,pegadas a la base de las nalgas, en posición fetal, exactamente como su caso de aquella tarde, y el documental enseñaba a partearlo mediante cesárea. Pero él no podía valerse de la cirugía, no tenía cómo. Y se dispuso a lo único que le pareció honrado y sensato: sufrir con la guajira, sudar junto a ella y observar. El favor de Dios y la propia evolución del parto debían sugerirle un plan de acción. Y así, a punta de audacia e intuición, concibió la táctica de manipular a la criatura hasta situarla boca abajo y separarle los pies de las nalgas para extraérselos hacia atrás, uno a uno.
Fue terrible. La guajira se le desmayó dos veces, pero las piernecitas salieron, entre chorros de sangre, hasta encima de las rodillas.
Media hora después, cuando la guajira se recobrara un poco, ya asomado el niño hasta las axilas, el médico logró sacarle el hombro izquierdo y su bracito, en medio de nuevos y espantosos alaridos. Empapado en sudor, pujando a la par de la madre, animándola, aferrando los omóplatos y pectorales del bebé, rotándolo en la dilatadísima abertura y halándolo como al corcho de una botella, el médico vio asomar la base del cuello, y por fin, con los pies del niño hacia arriba, consiguió sacarle la cabeza de costado, y con ella, el brazo y hombro derechos.
El bebé nació ileso y gracias a la flexibilidad y fortaleza de sus tejidos tan jóvenes, la guajira solo sufrió un desgarramiento y su hemorragia, sin demasiada impor…
––Buenas, dótor ––oyó decir en eso.
El saludo de un campesino de paso lo sacó del bohío y de la hemorragia.
––¿Cómo anda, Julián?
––Mire lo que le están trayendo por allá ––lo interrumpió el hombre, que ahora señalaba hacia una ladera de la sierra.
Reubicado en el presente de su consultorio, el Bebo divisó, a unos trescientos metros loma arriba, sobre un claro de la cuesta, a tres hombres portadores de unas parihuelas.
––Esos vienen pa’ su consulta, dótor.
Vaya, carajo, qué día.
Cuando por fin se acercaron y ya no tuvo dudas, el Bebo recogió el vaso y la botella, vistió su bata de médico y abrió de par en par los estrechos batientes de la puerta para dar paso a los cargadores.
El paciente, casi desmayado, gemía con desesperante languidez. Hombre nervudo y enteco, de unos setenta años, lo cargaban en posición supina. Sobre la camisa, un poco por debajo de la cintura, venía fajado con una tela negra del ancho de una cuarta, y bajo la faja se adivinaba una hinchazón ventral.
Mmmn, mal asunto…
––Buenas tardes, dótor ––lo saludó un hombre canoso, tras quitarse el sombrero de yarey con una mano y el mocho de tabaco con la otra.
––Buenas, pero pasen, pasen, pónganmelo allí ––y les señaló una camilla.
Las parihuelas, demasiado anchas, no entraban por la puerta. Los cargadores las pusieron sobre el piso y aferraron al paciente, uno por las axilas y otro por los tobillos, mientras el canoso, con ayuda del Bebo, lo sostenía por debajo de la cintura.
A la usanza serrana, lo traían cargado sobre telas de saco. El angarillero que iba delante era un jovencito imberbe, pero de seis pies por lo menos. Para sacar enfermos desde los altos de la sierra, los guajiros viejos solían escoger jóvenes fuertes, de muy diferente estatura. En general formaban parejas ridículas por lo desiguales, pero tal como los portadores de vírgenes y santos, los camilleros de la Sierra del Cristal se ufanaban de serlo. El cargar enfermos, loma abajo o loma arriba, a veces durante dos o tres días, cruzando montes y ríos, era tarea honrosa, de hombres fuertes y responsables. Para bajar, el de más estatura se ubicaba al frente. En aquel caso, además de altísimo, el muchachón delantero lucía muy fornido, con un cuello taurino y unas manazas que envolvían de sobra las gruesas ramas de jiquí, ensartadas en el improvisado dobladillo de los sacos.
––¿De dónde vienen?
Ante la notoria hinchazón bajo la faja, el médico conjeturó una peritonitis.
––Desde Cuchuflí Arriba, dótor.
––¿Y dónde queda eso?
––Donde el diablo dio las tres voces —bromeó Julián, que se les había sumado para ayudar a entrar al enfermo.
Otros lugareños se allegaron a curiosear, como solía ocurrir cuando veían bajar angarilleros de las lomas.
––¿A qué distancia está ese poblado?
––A saber… ––dijo el guajiro más viejo, mientras reencendía el mocho.
––¿Cómo que a saber? ––se molestó el médico. Detestaba la reticencia de los montunos. Nunca te respondían por derecho. Siempre con el singao misterio.
––De cerca del Cristal —respondió por fin el más joven.
––¿Del Pico del Cristal?
––Como dos horas más abajo ––aclaró el viejo.
El Bebo se puso a desamarrar la faja mientras los dos cargadores le alzaban un poco al paciente, sostenido por las corvas y las axilas.
––Salimos cuando clareaba ––explicó el zaguero, hombre pequeñito, rechoncho, de unos treinta años.
––No se pudo antes porque el dolor fuerte le empezó en la nochecita ––precisó el viejo.
Eran casi las siete, y como en el firme el sol se ponía a las ocho, el médico calculó, cojones, que el transporte del paciente debió durar sus once horas.
––¿Y qué es lo que él se siente?
Los angarilleros y el viejo se miraron serios, de cejas alzadas; luego miraron a los curiosos agrupados en el portal, como si les sobraran.
Ante aquel silencio, el Bebo alzó los brazos en un gesto de mal humor, y el más viejo, como para atajarlo, se apresuró a decir, con la cabeza gacha y en un susurro:
––La tiesura, médico.
––¿Cuál tiesura? ¿Qué es eso? ––preguntó el Bebo, sin mirarlo, ocupado en quitarle la interminable faja al anciano.
––Con todo respeto, médico ––prosiguió el viejo, apenas audible––, pero mi compay Jacinto tiene el…, el eso parao desde ayer por la noche, y no se le baja.
¿Priapismo?
El Bebo comprendió ahora el silencio de los guajiros. Lamentó haberse molestado. Los pobres, por vergüenza, no sabían cómo llamarlo.
El anciano Jacinto, tras el zarandeo a que lo sometieran para quitarle la faja y desabrocharle la pretina, abiertos los ojos, dirigía ahora al Bebo una mirada implorante.
––Agua ––pidió.
––Cógela de allí ––indicó el Bebo al cargador zaguero, y le señaló el mueble donde el agua del botellón se purificaba por goteo sobre un filtro de piedra porosa.
Como uno de los mirones, asomado por la ventanuca de atrás, oyera lo de la tiesura y lo comentara con los demás, la noticia se regó por el poblado. Todos conocían al paciente, un viejo montuno, alegre, dicharachero, que solía bajar a La Zanja para vender animales o aguardiente. Y picados por la curiosidad, más divertidos que alarmados ante aquella enfermedad de la que nunca oyeran hablar, los vecinos comenzaron a agolparse en el portal del consultorio. La situación del viejo les causaba una incontenible hilaridad y provocaba comentarios procaces.
Al oír que la bulla aumentaba, el Bebo se les acercó ceñudo:
––Caballero, no se pongan bravos, pero tienen que desocuparme el portal, que esto no es un teatro.
Mandó llamar a su amiga Matilde la comadrona, bigotuda y malgeniá, y la sentó a cuidar el portal. Mientras él atendía al montuno, no quería a nadie espiando ni formando bulla cerca.
Al desnudar por fin la región genital del enfermo, el pene negro y tieso que el calzoncillo le había mantenido aplastado sobre el vientre se irguió, fuácata, como un resorte.
El camillero más joven dio un paso atrás.
––¡Vaya, carajo! ––comentó el médico, impresionado.
Durante toda su práctica hospitalaria, el Bebo solo había visto un caso de priapismo leve en un Cuerpo de Guardia, donde el jefe del turno le pidiera ayuda para practicar un drenaje. En aquella ocasión, el propio Bebo introdujo una aguja de doce por un flanco del miembro tumefacto, amorcillado, y en cinco minutos, apenas, le extrajo la sangre espesa, pero todavía líquida y drenable, el paciente se alivió de inmediato y dejó de sufrir.
A eso se limitaba toda su experiencia sobre tan rara patología, de la que, además, nunca leyera nada; y ahora, para colmo, este miembro montuno se presentaba tan distinto, tieso como un palo, toc toc, muy negro, y en ciertos lugares con la coloración turbia propia de una trombosis.
Mientras el médico alzaba el prepucio para observarle el glande, Jacinto mantuvo los ojos cerrados. Avergonzado, claro. Primera vez que un hombre le andaba por ahí. Los otros tres, para exonerar al médico de ser visto en tan deshonroso menester, demostraron una repentina curiosidad por el escaso mobiliario de la consulta.
…