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Por quién doblan las campanas

Por quién doblan las campanas, una novela de Ernest Hemingway

Por quién doblan las campanas, una novela de Ernest Hemingway

Resumen del libro:

En los tupidos bosques de pinos de una región montañosa española un grupo de milicianos se dispone a volar un puente esencial para la ofensiva republicana. La acción cortará las comunicaciones por carretera y evitará el contraataque de los sublevados. Robert Jordan, un joven voluntario de las Brigadas Internacionales, es el dinamitero experto que ha venido a España para volar dicho puente. Allí, en las montañas, descubrirá los peligros y la intensa camaradería de la guerra. Y descubrirá también a María, una joven rescatada por los milicianos de manos de las fuerzas sublevadas de Franco. Mientras atraviesan las montañas, Robert Jordan irá conociendo lo sucedido durante los primeros momentos de la sublevación hasta el momento en que se precipite la tragedia colectiva en que están inmersos.

Capítulo primero

ESTABA TUMBADO BOCA ABAJO, sobre una capa de agujas de pino de color castaño, con la barbilla apoyada en los brazos cruzados, mientras el viento, en lo alto, zumbaba entre las copas. El flanco de la montaña hacía un suave declive por aquella parte; pero, más abajo, se convertía en una pendiente escarpada, de modo que desde donde se hallaba tumbado podía ver la cinta oscura, bien embreada, de la carretera, zigzagueando en torno al puerto. Había un torrente que corría junto a la carretera y, más abajo, a orillas del torrente, se veía un aserradero y la blanca cabellera de la cascada que se derramaba de la represa, cabrilleando a la luz del sol.

– ¿Es ése el aserradero? – preguntó.

– Ése es.

– No lo recuerdo.

– Se hizo después de marcharse usted. El aserradero viejo está abajo, mucho más abajo del puerto.

Sobre las agujas de pino desplegó la copia fotográfica de un mapa militar y lo estudió cuidadosamente. El viejo observaba por encima de su hombro. Era un tipo pequeño y recio que llevaba una blusa negra al estilo de los aldeanos, pantalones grises de pana y alpargatas con suela de cáñamo. Resollaba con fuerza a causa de la escalada y tenía la mano apoyada en uno de los pesados bultos que habían subido hasta allí.

– Desde aquí no puede verse el puente.

– No – dijo el viejo – , Esta es la parte más abierta del puerto, donde el río corre más despacio. Más abajo, por donde la carretera se pierde entre los árboles, se hace más pendiente y forma una estrecha garganta…

– Ya me acuerdo.

– El puente atraviesa esa garganta.

– ¿Y dónde están los puestos de guardia?

– Hay un puesto en el aserradero que ve usted ahí.

El joven sacó unos gemelos del bolsillo de su camisa, una camisa de lanilla de color indeciso, limpió los cristales con el pañuelo y ajustó las roscas hasta que las paredes del aserradero aparecieron netamente dibujadas, hasta el punto que pudo distinguir el banco de madera que había junto a la puerta, la pila de serrín junto al cobertizo, en donde estaba la sierra circular, y la pista por donde los troncos bajaban deslizándose por la pendiente de la montaña, al otro lado del río. El río aparecía claro y límpido en los gemelos y, bajo la cabellera de agua de la presa, el viento hacía volar la espuma.

– No hay centinela.

– Se ve humo que sale del aserradero – dijo el viejo – . Hay ropa tendida en una cuerda.

– Lo veo, pero no veo ningún centinela.

– Quizá quede en la sombra – observó el viejo – . Hace calor a estas horas. Debe de estar a la sombra, al otro lado, donde no alcanzamos a ver.

– ¿Dónde está el otro puesto?

– Más allá del puente. Está en la casilla del peón caminero, a cinco kilómetros de la cumbre del puerto.

– ¿Cuántos hombres habrá allí? – preguntó el joven, señalando hacia el aserradero.

– Quizás haya cuatro y un cabo.

– ¿Y más abajo?

– Más. Ya me enteraré.

– ¿Y en el puente?

– Hay siempre dos, uno a cada extremo.

– Necesitaremos cierto número de hombres – dijo el joven – . ¿Cuántos podría conseguirme?

– Puedo proporcionarle los que quiera – dijo el viejo – . Hay ahora muchos en estas montañas.

– ¿Cuántos exactamente?

– Más de un centenar, aunque están desperdigados en pequeñas bandas. ¿Cuántos hombres necesitará?

– Se lo diré cuando haya estudiado el puente.

– ¿Quiere usted estudiarlo ahora?

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