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Por el Himalaya

Resumen del libro:

Si la palabra aventura aún desprende aroma, Younghusband la ilumina y aporta alguna de sus mejores fragancias: voluntad, azar, romanticismo, creación… Se cumple este año el 150 aniversario de su nacimiento pero, apenas tenía veinte años cuando partió en busca de lo que llamó «el verdadero espíritu del Himalaya», quizás un estado de plenitud, de comunión con la existencia, abundantemente descrito por los amantes de las cumbres. Entre 1886 y 1889 realizó dos expediciones que le valieron de inmediato la Medalla de Oro de la Royal Geographic Society. En este hermoso y emocionante relato, inédito en nuestro país, se cuenta los pormenores de esta temprana aventura. Fue escrito cuarenta años después y por ello transmite con serenidad la vehemencia juvenil y el goce por los soberbios paisajes himaláyicos.

En su primera exploración partió de Pekín, atravesó el Gobi, reconoció el paso de Mustagh, hasta llegar a Cachemira. Era la ruta comercial principal entre Yarkand y la India, cinco mil quinientos kilómetros que, desde los tiempos de Marco Polo, ningún europeo atravesó: «Había superado todas las dificultades, había cruzado el gran desierto, había atravesado el Turquestán de una punta a la otra, había conquistado el Himalaya. Y ahora mi destino estaba a la vista. Fue un momento dulce, delicioso». Sólo unos meses después, en 1889, emprende la segunda exploración que se narra aquí, para establecer las posibilidades de protección de otra ruta comercial por los desconocidos pasos del Karakórum y el Pamir, sobre todo el Saltoro y Shimshal; atravesar Hunza y volver a India a través de Gilgit y Ladak. En esta expedición se queda extasiado ante la visión del Everest, por lo que años después creó el Comité que auspició las expediciones de 1921, 1922 y 1924 que se cobraron las vidas de George Mallory y Andrew Irvine.

Personaje poliédrico, contradictorio, apasionado, su biografía contiene claroscuros y perplejidades propios de quien transgrede los márgenes. Su responsabilidad en la invasión y matanza del Tíbet llevada bajo su mandato, sus cuitas espirituales en busca de una nueva religión, o algunas de sus excentricidades biográficas, sin duda dan la talla de un personaje nada común que, en estas páginas, muestra el rostro de la pasión y la voluntad de vida.

CAPÍTULO UNO

Primer permiso en el Himalaya

Observamos a lo lejos una sierra de colinas neblinosas. No ponemos en duda su existencia real, pero están envueltas en un misterio azulado, y anhelamos penetrar en su secreto. Seguro que contienen bosques gloriosos, con pájaros magníficos y hermosas flores. Y tras el maravilloso campo que tenemos ante nosotros, deberían de aguardarnos vistas grandiosas. No nos daremos por satisfechos hasta que nos hallemos sobre esas colinas y alcancemos a ver el otro lado.

De todas las cadenas montañosas, la más prodigiosa es el Himalaya, además de ser la más alta; y nos ofrece maravillas de una amplísima variedad: variedad en cuanto a su apariencia, de flores y bosques, de bestias y pájaros e insectos, y de razas humanas. Tan sorprendente es, de hecho, que los indios siempre la han contemplado con admiración y reverencia. Y nosotros, que hemos conocido lo mejor de estas montañas, somos los más impresionados. Una insólita buena suerte me ha dado la oportunidad de vivir en las montañas del Himalaya durante varios años, para explorarlas de lado a lado, en un sentido y en el otro, un año tras otro. Y aunque ya he contado en libros y conferencias la historia de esas andanzas, me parece que no he explicado todo lo que han supuesto para mí, ni siquiera la parte más importante. Por mucho que diga, siempre parece que falta mucho por contar.

En el año 1884 me encontraba acuartelado con mi regimiento, los King’s Dragoon Guards, en Rawal Pindi, cuando un día de abril, justo cuando el tiempo comenzaba a caldear, el asistente me informó de que, si me atrevía a aceptarlo, podría disponer de un permiso de dos meses y medio; y me recomendó vivamente que lo aceptara. Yo me alegré mucho. Todavía no había cumplido los veintiún años. Había pasado dos años en el regimiento, y entre la instrucción y los exámenes me habían tenido muy ocupado, trabajando duro. Ahora tenía la oportunidad de unas auténticas vacaciones. ¿Cómo podría aprovecharlas? No cabían muchas dudas. Quienes viven en las planicies de la India miran, lógicamente, hacia las colinas. Por lo tanto, hacia las colinas me encaminaría yo. Las montañas del Himalaya estaban cerca, a mano, por lo que decidí sumergirme de inmediato en ellas. Pero no en la región que veíamos desde el mismo Rawal Pindi, que era una fascinante línea de montañas de color púrpura coronadas por impecables cimas nevadas, sino un poco más al este y hacia el sur, cerca de Dharamsala, donde vivió mi tío Robert Shaw, y desde donde planificó los viajes que le llevaron a cruzar el Himalaya para alcanzar, al otro lado, las planicies del Turquestán. Hacía apenas media docena de años que había fallecido, y sabía que podría encontrar gente que lo hubiera tratado, y tal vez a alguno de los que lo habían acompañado en sus viajes. Y para mí aquellos hombres estaban envueltos en un asombroso halo de aventura. A mis ojos, mi tío siempre fue un héroe. Y me había llegado a lo más hondo del corazón cuando, siendo niño y estando en el Clifton College, me había dado un soberano. Pensaba que si pudiera ver aunque sólo fuera a uno de sus sirvientes, podría vislumbrar cómo era la auténtica aventura. Y, aún mejor, podría sentir algo del aprecio que sentía mi tío por los hombres que le sirvieron con lealtad. Porque además de un lingüista excepcional, competente en la mayoría de los idiomas europeos y versado en muchos de los orientales, Robert Shaw tenía la cualidad de encariñarse con la gente de Asia. Siempre hablaba y escribía de sus hombres con afecto. Y yo estaba ansioso por encontrarme con aquellos hombres, escucharles quizá contando alguna de sus aventuras y, también, ver su devoción por mi tío.

Así pues, tal como iba diciendo, cuando dispuse de aquellas vacaciones a las que casi me empujaban, tomé la decisión de dirigirme a Dharamsala, que está como a mitad de camino entre Cachemira y Shimla. ¿Podría haber mayor bendición para un hombre joven? En abril y mayo el tiempo sería perfecto: el sol brillaría sin interrupción día tras día; ni siquiera sufriría de un calor excesivo, dado que ascendería a medida que fuera aumentando el calor. De ese modo, iría subiendo hacia las cimas gloriosas. Contemplaría glaciares y formidables precipicios, rápidos ríos y elegantes cataratas, grandes bosques de cedros y flores que no había contemplado hasta entonces, y a los extraños hombres de las montañas. John Alexander, un compañero oficial que había estado allí, me auguró que me lo pasaría en grande, se entusiasmó con mi pequeña aventura tanto como yo mismo, y además de su interés me ofreció dinero y un rifle.

Puede que yo haya participado en alguna expedición de caza; pero carezco de instinto deportivo. Siento una enorme admiración por todos esos hombres a los que uno ve, en la India, abandonar las comodidades durante semanas y semanas, gastar sus ahorros, someterse a las penurias más severas, y correr riesgos mortales en un juego que consiste en perseguir algo. Conozco bien la fuerte determinación, el duro entrenamiento, la puesta a punto, la habilidad y la templanza de nervios que necesita poseer el deportista que busca al tigre en las planicies de la India, o al ciervo de Cachemira, el íbice, el marjor o el argalí en el Himalaya. Sólo los auténticos hombres pueden hacerlo. Todos admiramos la bravura varonil y envidiamos la alegría que sigue al éxito del acecho, del duelo entre el ingenio propio y el ingenio del animal.

Sin embargo, no lamento carecer de instinto deportivo. Lo que lamento más hondamente es que no fomentaran mi instinto por la historia natural durante la infancia y la juventud. Deben de ser muy pocos aquellos en los que está ausente el amor por las cosas vivas; y yo, desde luego, recuerdo que lo tenía ya en mis primeros días. Hasta el día de hoy, rememoro el gozo que sentía cuando, teniendo cinco o seis años, descubría violetas blancas en un bosque del condado de Somerset, o una amapola entre la hierba de una vereda en el mismo condado; o cuando contemplaba las anémonas en las pozas de los acantilados de Ilfracombe; o cuando en las tardes de verano veía a los conejos que entraban y salían presurosos de sus guaridas en los lindes llenos de hierba de los bosques del condado de Devon, o cuando descubría el nido de un amistoso carbonero en las vacaciones de semana santa, o atrapaba y aferraba en las manos un delicioso y minúsculo pinzón; y, por encima de todo, al coleccionar mariposas en Suiza durante las vacaciones de verano. De cada una de estas actividades extraía una emoción muy intensa. Al pinzón no quise sacrificarlo, sino mantenerlo atrapado en las manos con entusiasmo, y cuando todavía estaba en libertad, admirarlo lo más cerca de él que fuera posible. En cuanto a las mariposas, las quería por el puro placer de tener entre los dedos algo tan hermoso, tan extraño, tan difícil de encontrar y cazar. Así pues, al igual que la mayoría de los niños, poseía dentro de mí el emergente espíritu del naturalista; pero, como la mayoría de los niños, se me arrebataban las oportunidades de desarrollarlo y de observar a los animales, a las plantas y a los pájaros para amarlos. Y, como cualquier muchacho, formé parte del rebaño encerrado en el aula y obligado a forzar el cerebro para hacerle adquirir grandes cantidades de información inútil.

Pero, si bien carecía del instinto del deportista y el del naturalista casi me lo habían atrofiado, el instinto del explorador ardía en mi interior con fuerza, gracias a Dios. Más de lo que el más ferviente examinador podría mitigar. Nació conmigo y fue fomentado por las circunstancias. Nació conmigo, pues, por ambas partes, tanto los progenitores de mi padre como los de mi madre, tenían por costumbre viajar por toda la Tierra. Y creció en mi interior, dado que, mientras mis padres vivían en la India, a mí me llevaban de vacaciones por el norte de Gales, Cornualles, y los condados de Devon y Somerset. Y cuando regresaron, pasamos buena parte de las vacaciones en Suiza y en el sur de Francia.

Por el Himalaya – Sir Francis Younghusband

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