Resumen del libro:
Volumen central de la trilogía que forma con Sexus y Nexus, esta novela recrea mediante flash backs la infancia del genial escritor, y desde el presente narrativo, su abandono contra viento y marea de toda otra ocupación que no sea la escritura, librándose para ello de cualquier atadura con las convenciones, las rutinas o los supuestos deberes. Atrapado en un empleo insatisfactorio que finalmente decide abandonar, su lucha denodada por conseguir publicar su obra se convierte en una obsesión, que las dificultades de todo tipo (económicas, afectivas, sexuales) van contrapunteando con notas a veces humorísticas. El espacio que se concede a la reflexión sobre literatura, sobre el funcionamiento de la sociedad capitalista y sobre el componente espiritual del hombre acrecientan el interés de una novela intensa y de un ritmo arrebatador.
Capítulo primero
Con su ajustado vestido persa, y el turbante haciendo juego, estaba encantadora. Había llegado la primavera, y se había puesto unos guantes largos y una bella piel gris oscura, echada descuidadamente por el cuello llenito como una columna. Habíamos escogido Brooklyn Heights para buscar un apartamento, con la idea de alejarnos lo más posible de todos nuestros conocidos, sobre todo de Kronski y Arthur Raymond. Ulric era el único al que teníamos intención de dar nuestra nueva dirección. Iba a ser una auténtica vita nuova para nosotros, sin intrusiones del mundo exterior.
El día que nos pusimos a buscar nuestro nidito de amor estábamos radiantes de felicidad. Cada vez que llegábamos a un vestíbulo y llamábamos al timbre, la rodeaba con los brazos y la besaba una y otra vez. El vestido le ajustaba como un guante. Nunca había tenido un aspecto tan tentador. En ocasiones abrían la puerta antes de que hubiéramos podido separarnos. A veces nos pedían que enseñásemos el anillo de casados o el certificado de matrimonio.
Hacia el atardecer encontramos a una mujer del sur, comprensiva y afectuosa, que pareció encariñarse con nosotros al instante. El apartamento que tenía para alquilar era magnífico, pero muy superior a nuestros medios. Naturalmente, Mona estaba decidida a tomarlo; era exactamente la clase de apartamento con que siempre había soñado para vivir. El hecho de que el alquiler fuese el doble del que teníamos intención de pagar no la preocupaba. Yo debía dejar todo en sus manos: ya se «arreglaría» ella. La verdad es que yo lo deseaba tanto como ella, pero no me hacía ilusiones sobre la posibilidad de «arreglarse» para pagar el alquiler. Estaba convencido de que, si lo tomábamos, nos arruinaríamos.
Desde luego, la mujer con quien estábamos tratando no sospechaba a lo que se exponía con nosotros. Estábamos sentados cómodamente arriba, en su piso, bebiendo jerez. Al poco rato, llegó su marido. También él pareció considerarnos una pareja simpática. Era de Virginia, y demostró ser un caballero desde el primer momento. Mi posición en el mundo cosmodemónico los impresionó a todas luces. Expresaron sincero asombro de que una persona tan joven como ya ocupara un puesto de tanta responsabilidad. Por supuesto, Mona sacó el máximo partido de la situación. De creer sus palabras, ya estaban a punto de ascenderme a superintendente, y en pocos años a vicepresidente.
«¿No es lo que te ha dicho el señor Twilliger?», dijo, obligándome a asentir con la cabeza.
Total, que dejamos un anticipo de sólo diez dólares, lo que parecía un poco ridículo en vista de que el alquiler iba a ser de noventa dólares al mes. Yo no tenía la menor idea de cómo íbamos a conseguir el importe restante del alquiler, por no hablar de los muebles ni de los demás enseres necesarios. Consideré perdidos los diez dólares del anticipo. Un gesto para salvar las apariencias, nada más. Estaba seguro de que Mona cambiaría de idea, una vez que nos hubiéramos librado de las encantadoras garras de aquel matrimonio.
Pero, como de costumbre, me equivocaba. Estaba decidida a mudarse allí. ¿Y los ochenta dólares restantes? Se los sacaríamos a uno de sus fervientes admiradores, recepcionista en el Broztell.
«¿Y quién es ése?», me aventuré a preguntar, pues era la primera vez que oía su nombre.
«¿No te acuerdas? Hace sólo dos semanas que te lo presenté… cuando nos encontramos con Ulric y contigo en la Quinta Avenida. Es completamente inofensivo».
Al parecer, todos eran «completamente inofensivos». Era su modo de informarme de que nunca se les ocurriría ponerla violenta sugiriéndole que pasará una noche con ellos. Todos ellos eran unos «caballeros» y, además, unos papanatas por lo general. Me costó enorme trabajo recordar qué aspecto tenía aquel estúpido en particular. Lo único que pude recordar fue que era bastante joven y bastante pálido. En resumen, inclasificable. Cómo se las arreglaba para impedir que aquellos corteses amantes fuesen a visitarla, siendo como eran ardientes e impetuosos algunos de ellos, era un misterio para mí. Indudablemente, igual que había hecho conmigo en tiempos, les hacía creer que vivía con sus padres, que su madre era una bruja y que su padre estaba clavado a la cama, agonizando de cáncer. Afortunadamente, raras veces me interesaba demasiado por aquellos galantes pretendientes. (Más vale no entrar en demasiadas profundidades, me decía siempre a mí mismo). Lo que había que tener presente siempre era: «completamente inofensivos».
Había que disponer de algo más que del importe del alquiler para instalar una casa. Naturalmente, descubrí que Mona había pensado en todo. Trescientos dólares le había sacado al pobre tontaina. Le había exigido quinientos, pero él había alegado que su cuenta bancaria estaba casi agotada. Por ser tan poco previsor, le había hecho comprarle un exótico vestido de campesina y un par de guantes caros. ¡Así aprendería!
Como aquella tarde Mona tenía que ir a un ensayo, decidí escoger personalmente los muebles y otras cosas. La idea de pagar al contado aquellos artículos, cuando la norma por antonomasia de nuestro país se basaba en la compra a plazos, me parecía absurda. Pensé al instante en Dolores, que ahora era agente de compras en uno de los grandes almacenes de Fulton Street. Estaba seguro de que Dolores me atendería bien.
Tardé menos de una hora en elegir todo lo necesario para amueblar nuestro lujoso nidito. Escogí con gusto y discreción, sin olvidar un hermoso escritorio, uno con muchos cajones. Dolores no pudo ocultar cierta preocupación por nuestra capacidad para satisfacer los pagos mensuales, pero disipé sus dudas asegurándole que a Mona le iba extraordinariamente bien en el teatro. Además, ¿acaso no conservaba yo mi empleo en la casa de putas cosmocócica?
«Sí, pero ¿y la pensión de tu mujer?», murmuró.
«¡Oh, no te preocupes por eso! No voy a seguir pagando mucho tiempo más», respondí sonriendo.
«¿Quieres decir que la vas a dejar en la estacada?».
«Algo así», reconocí. «No puede uno pasarse toda la vida con una piedra de molino al cuello, ¿no?».
Le pareció muy propio de mí, siendo como era un cabrón. Sin embargo, lo dijo de un modo que parecía como si los cabrones fuesen gente simpática. Al despedirnos, añadió:
«Supongo que debería tener más juicio y no confiar en ti».
«¡Venga ya!», dije. «Si no pagamos, irán a retirar los muebles. ¿Por qué has de preocuparte?».
«No es por la tienda», dijo. «Es por mí».
«¡Vamos, vamos! No te voy a dejar mal, y tú lo sabes».
Desde luego, la dejé mal, pero no intencionadamente. En aquel momento, a pesar de mis primeros recelos, creía verdadera y sinceramente que todo saldría de primera. Siempre que me sintiese víctima de la duda o la desesperación, en último caso podía confiar en que Mona me diera una inyección de moral. Mona vivía enteramente en el futuro. El pasado era un sueño fabuloso que deformaba a su gusto. Nunca había que sacar conclusiones del pasado: era la forma menos válida de considerar las cosas. El pasado, en la medida en que significaba fracaso y frustración, pura y simplemente no existía.
Casi al instante nos sentimos perfectamente en casa en nuestro nuevo y magnífico domicilio. Nos enteramos de que la casa había pertenecido anteriormente a un juez adinerado, quien la había reformado a su capricho. Debía de haber sido una persona de gusto excelente, y algo sibarita. El suelo era de madera, los tableros de las paredes de suntuoso nogal; había tapices de seda rosa y estanterías lo suficientemente amplias como para convertirlas en literas para dormir. Ocupábamos la mitad del exterior del primer piso, que daba a la zona más elegante y aristocrática de todo Brooklyn. Todos nuestros vecinos tenían limusinas, mayordomos, perros y gatos de lujo, cuyas comidas nos hacían la boca agua. La nuestra era la única casa de la manzana que habían dividido en pisos.
Detrás de nuestras dos habitaciones, y separada por una puerta corredera, había una habitación enorme a la que habían añadido una cocinita y un baño. No sé por qué, permanecía sin alquilar. Tal vez fuera demasiado claustral. La mayor parte del día, a causa de los cristales de color de las ventanas, estaba demasiado sombría, o, mejor dicho… en penumbra. Pero, cuando a la caída de la tarde el sol daba en las ventanas, proyectando arabescos flamígeros en el bruñido suelo, me encantaba trasladarme allí y pasearme de un lado para otro con talante meditativo. A veces nos desnudábamos y bailábamos allí, maravillados con los graciosos dibujos que el cristal de color formaba en nuestros cuerpos desnudos. Cuando estaba más exaltado, me ponía unas zapatillas resbaladizas y hacía una imitación de una estrella del patinaje sobre hielo, o caminaba con las manos mientras cantaba en falsete. Otras veces, después de haber echado unos tragos, intentaba repetir las bufonadas de mis payasos favoritos del teatro de variedades.
Los primeros meses, durante los cuales todas nuestras necesidades quedaron satisfechas providencialmente, estuvimos en la gloria. No hay otro modo de expresarlo. Nadie vino a vernos sin avisar. Vivíamos exclusivamente el uno para el otro… en un nido cálido y suave como el plumón. No necesitábamos a nadie, ni siquiera al Todopoderoso. O así lo creíamos. La maravillosa biblioteca de Montague Street, lugar semejante a un depósito de cadáveres pero lleno de tesoros, quedaba muy cerca. Mientras Mona estaba en el teatro, yo leía. Leía cualquier cosa que se me antojara, y con la atención incrementada. Muchas veces era imposible leer: sencillamente, el lugar era demasiado maravilloso. Todavía me veo cerrando el libro, alzándome despacio de la silla, y paseándome sereno y meditabundo de una habitación a otra, henchido de absoluto contento. De verdad no deseaba nada, a no ser una continuación ininterrumpida de lo mismo en cantidad. Todo lo que poseía, todo lo que usaba, todo lo que llevaba puesto, era regalo de Mona: el batín de seda, más apropiado para una estrella de las candilejas que para vuestro seguro servidor, las preciosas babuchas marroquíes, la pitillera que sólo usaba delante de ella. Cuando sacudía la ceniza en el cenicero, me inclinaba a admirarlo. Mona había comprado tres, todos únicos, exóticos, exquisitos. Eran tan bellos, tan preciosos, que casi los adorábamos.
El propio barrio era extraordinario. Un corto paseo en cualquier dirección me llevaba a los distritos más diversos: a la fantástica zona bajo la greca del Puente de Brooklyn; a los parajes de los antiguos embarcaderos adonde habían afluido árabes, turcos, sirios, griegos y otros pueblos de Levante; a los muelles y malecones donde anclaban vapores procedentes de todo el mundo; al centro comercial cercano a Borough Hall, región que de noche era fantasmal. En el corazón mismo de Columbia Heights se alzaban majestuosas iglesias antiguas, casinos, mansiones de los ricos, todo ello parte de un núcleo sólido y antiguo que estaba viéndose devorado gradualmente por los invasores enjambres de extranjeros, vagos y vagabundos de la periferia.
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