Plan de evasión

Resumen del libro: "Plan de evasión" de

Adolfo Bioy Casares, uno de los maestros indiscutibles de la literatura argentina del siglo XX, nos sumerge en su obra “Plan de evasión” con una maestría narrativa única. A través de su pluma, Bioy Casares plantea la intrincada pregunta de si la libertad y la felicidad pueden coexistir en el confinamiento.

La trama se desarrolla en las islas de los condenados, donde el gobernador Castel ideará un plan radical: alterar los cerebros de ciertos prisioneros para brindarles la capacidad de experimentar nuevas percepciones sensoriales. Esta premisa desata un torrente de reflexiones sobre la naturaleza de la realidad, la libertad y el poder.

La prosa imaginativa de Bioy Casares guía al lector a través de un laberinto de símbolos y claves, desafiando las convenciones literarias y explorando las profundidades de la psique humana. “Plan de evasión” se erige como un monumento a la creatividad y la originalidad, ofreciendo al lector un viaje intelectual fascinante y enriquecedor.

La obra se mantiene fresca y relevante en la literatura argentina, marcando un hito significativo en el canon literario del país. Su capacidad para explorar temas universales con una perspectiva única y provocativa asegura su lugar como una obra indispensable en la biblioteca de cualquier amante de la literatura. Con “Plan de evasión”, Adolfo Bioy Casares consolida su posición como uno de los grandes narradores de la literatura mundial.

Libro Impreso EPUB

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27 de enero.

22 de febrero.

Todavía no se acabó la primera tarde en estas islas y ya he visto algo tan grave que debo pedirte socorro, directamente, sin ninguna delicadeza. Intentaré explicarme con orden.

Este es el primer párrafo de la primera carta de mi sobrino, el teniente de navío Enrique Nevers. Entre los amigos y los parientes no faltarán quienes digan que sus inauditas y pavorosas aventuras parecen justificar ese tono de alarma, pero que ellos, «los íntimos», saben que la verdadera justificación está en su carácter pusilánime. Y encuentro en aquel párrafo la proporción de verdad y error a que pueden aspirar las mejores profecías; no creo, además, que sea justo definir a Nevers como cobarde. Es cierto que él mismo ha reconocido que era un héroe totalmente inadecuado a las catástrofes que le ocurrían. No hay que olvidar cuáles eran sus verdaderas preocupaciones; tampoco, lo extraordinario de aquellas catástrofes.

Desde el día que partí de Saint-Martin, hasta hoy, inconteniblemente, como delirando, he pensado en Irene, dice Nevers con su habitual falta de pudor, y continúa:

También he pensado en los amigos, en las noches conversadas en algún café de la rue Vauban, entre espejos oscuros y en el borde ilusorio de la metafísica. Pienso en la vida que he dejado y no sé a quién aborrecer más a Pierre o a mí.

Pierre es mi hermano mayor; como jefe de familia, decidió el alejamiento de Enrique; recaiga sobre él la responsabilidad.

El 27 de enero de 1913 mi sobrino se embarcó en el Nicolas Baudin, rumbo a Cayena. Los mejores momentos del viaje los pasó con los libros de Julio Verne, o con un libro de medicina, Los morbos tropicales al alcance de todos, o escribiendo sus Addenda a la Monografía sobre los juicios de Oléron; los más ridículos, huyendo de conversaciones sobre política o sobre la próxima guerra, conversaciones que después lamentó no oír. En la bodega viajaban unos cuarenta deportados; según confesión propia, imaginaba de noche (primero como un cuento para olvidar el terrible destino, después, involuntariamente, con insistencia casi molesta) bajar a la bodega, amotinarlos. En la colonia no hay peligro de recaer en esas imaginaciones, declara. Confundido por el espanto de vivir en una prisión, no hacía distingos: los guardias, los presidiarios, los liberados: todo lo repelía.

El 18 de febrero desembarcó en Cayena. Lo recibió el ayudante Legrain, un hombre andrajoso, una especie de peluquero de campaña, con ensortijado pelo rubio y ojos celestes. Nevers le preguntó por el gobernador.

—Está en las islas.

—Vamos a verlo.

—Está bien, dijo suavemente Legrain. Hay tiempo de llegarnos hasta la gobernación, tomar algo y descansar. Hasta que salga el Schelcher, no puede ir.

—¿Cuándo sale?

—El 22.

Faltaban cuatro días.

Subieron a una deshecha victoria, encapotada, oscura. Trabajosamente Nevers contempló la ciudad. Los pobladores eran negros, o blancos amarillentos, con blusas demasiado amplias y con anchos sombreros de paja; o los presos, a rayas rojas y blancas. Las casas eran unas casillas de madera, de color ocre, o rosado, o verde botella, o celeste. No había pavimento; a veces los envolvía una escasa polvareda rojiza. Nevers escribe: El modesto palacio de la gobernación debe su fama a tener piso alto y a las maderas del país, durables como la piedra, que los jesuitas emplearon en la construcción. Los insectos perforadores y la humedad empiezan a podrirlo.

Esos días que pasó en la capital del presidio le parecieron una temporada en el infierno[1]. Cavilaba sobre su debilidad, sobre el momento en que, para evitar discusiones, había consentido en ir a Cayena, en alejarse por un año de su prometida. Temía todo: desde la enfermedad, el accidente, el incumplimiento en las funciones, que postergara o vedara el regreso, hasta una inconcebible traición de Irene. Imaginó que estaba condenado a esas calamidades por haber permitido, sin resistencia, que dispusieran de su destino. Entre presidiarios, liberados y carceleros, se consideraba un presidiario.

En víspera de partir a las islas, unos señores Frinziné lo invitaron a cenar. Preguntó a Legrain si podía excusarse. Legrain dijo que eran personas «muy sólidas» y que no convenía enemistarse con ellas. Agregó:

—Ya están de su lado, por lo demás. El gobernador ofendió a toda la buena sociedad de Cayena. Es un anarquista.

Busqué una respuesta desdeñosa, brillante, escribe Nevers. Como no la encontré en seguida, tuve que agradecer el consejo, entrar en esa política felona y ser acogido a las nueve en punto por los señores Frinziné.

Mucho antes empezó a prepararse. Llevado por el temor de que lo interrogaran, o tal vez por un diabólico afán de simetrías, estudió en el Larousse el artículo sobre prisiones.

Serían las nueve menos veinte cuando bajó las escalinatas del palacio de gobierno. Cruzó la plaza de las palmeras, se detuvo a contemplar el desagradable monumento a Victor Hugues, condescendió a que un lustrabotas le diera cierto brillo, y rodeado el parque botánico, llegó frente a la casa de los Frinziné; era amplísima y de color verde, con paredes anchas, de adobe.

Una ceremoniosa portera lo guió por largos corredores, a través de la destilería clandestina y, en el pórtico de un salón purpúreamente alfombrado y con doradas incrustaciones en las paredes, gritó su nombre. Había unas veinte personas. Nevers recordaba a muy pocas: a los dueños de casa el señor Felipe, la innominada señora, y Carlota, la niña de doce o trece años, plenamente obesos, bajos, tersos, rosados; a un señor Lambert, que lo arrinconó contra una montaña de masas y le preguntó si no creía que lo más importante en el hombre era la dignidad (Nevers comprendió con alarma que esperaba una respuesta; pero intervino otro de los invitados: «Tiene razón la actitud del gobernador…» Nevers se alejó. Quería descubrir el «misterio» del gobernador, pero no quería complicarse en intrigas. Repitió la frase del desconocido, repitió la frase de Lambert, se dijo «cualquier cosa es símbolo de cualquier cosa» y quedó vanamente satisfecho). Recordaba también a una señora Wernaer: los rondaba lánguidamente y él se acercó a hablarle. Inmediatamente conoció la evolución de Frinziné, rey de las minas de oro de la colonia, ayer peón de limpieza en un despacho de bebidas. Supo también que Lambert era comandante de las islas; que Pedro Castel, el gobernador, se había establecido en las islas y que había enviado a Cayena al comandante. Esto era objetable: Cayena siempre había sido el asiento de la gobernación. Pero Castel era un subversivo, quería estar solo con los presos La señora acusó también a Castel de escribir, y de publicar en prestigiosos periódicos gremiales, pequeños poemas en prosa.

Pasaron al comedor. A la derecha de Nevers se sentó la señora Frinziné y a su izquierda la esposa del presidente del Banco de Guayana; enfrente, más allá de cuatro claveles que se arqueaban sobre un alto florero de vidrio azul, Carlota, la hija de los dueños de casa. Al principio hubo risas y gran animación. Nevers advirtió que a su alrededor la conversación decaía pero, confiesa, cuando le hablaban no contestaba: trataba de recordar qué había preparado esa tarde en el Larousse; por fin superó esa amnesia, el júbilo se traslució en las palabras, y con horrible entusiasmo habló del urbano Bentham, autor de La Defensa de la Usura e inventor del cálculo hedónico y de las cárceles panópticas; evocó también el sistema carcelario de trabajos inútiles y el mustio, de Aubum. Creyó notar que algunas personas aprovechaban sus silencios para cambiar de tema: mucho después se le ocurrió que hablar de prisiones tal vez no fuera oportuno en esa reunión; estuvo confundido sin oír las pocas palabras que todavía se decían, hasta que de pronto oyó en los labios de la señora Frinziné (como oímos de noche nuestro propio grito, que nos despierta) un nombre: René Ghill. Nevers «explica»: Yo, aun inconscientemente, podía recordar al poeta; que lo evocara la señora de Frinziné era inconcebible. Le preguntó con impertinencia:

“Plan de evasión” de Adolfo Bioy Casares

Adolfo Bioy Casares. Escritor argentino. Nació en Buenos Aires el 15 de septiembre de 1914. Nació en el seno de una familia acomodada, Fue el único hijo de Adolfo Bioy y Marta Casares. Escribió Ingresó y dejó las carreras de Derecho, Filosofía y Letras, tras la decepción que le significó el ámbito universitario, se retiró a una estancia - posesión de su familia - donde, cuando no recibía visitas, se dedicaba casi exclusivamente a la lectura, entregando horas y horas del día a la literatura universal. Por esas épocas, entre los veinte y los treinta años, ya manejaba con fluidez el inglés, el francés y el alemán. En 1932, Victoria Ocampo le presentó a Jorge Luis Borges quien en adelante se convertiría en su mejor amigo y con quien colaboró en la escritura varios relatos policiales con el seudónimo de Honorio Bustos Domecq. En 1940, Bioy Casares se casó con la hermana de Victoria, Silvina Ocampo, también escritora.

Se hizo mundialmente conocido sobretodo por la publicación de su novela La invención de Morel.

Bioy Casares fue propulsor del género fantástico y el rescate del relato por sobre lo descriptivo. Defensor del género policial por su interés en la trama en sí.

Recibió la Legión de Honor francesa en 1981, y fue nombrado ciudadano ilustre de la Ciudad de Buenos Aires en 1986.

Fue galardonado con algunos de los premios más importantes de las letras hispánicas: el Premio Cervantes y el Premio Internacional Alfonso Reyes.

Murió en Buenos Aires el 8 de marzo de 1999.