Libro 1 - Trilogía de la pradera
Pioneros
Resumen del libro: "Pioneros" de Willa Cather
Willa Cather, una de las escritoras más destacadas de la literatura estadounidense del siglo XX, se distingue por retratar con profundidad la vida de los pioneros en las vastas praderas de Estados Unidos. Su estilo narrativo, preciso y evocador, captura la lucha, la esperanza y la resistencia de las comunidades de inmigrantes que moldearon el paisaje y el espíritu del país. Pioneros, publicada en 1913, es un ejemplo brillante de su capacidad para transformar historias locales en relatos universales sobre la perseverancia humana.
En Pioneros, Cather nos sumerge en las llanuras de Nebraska a finales del siglo XIX, un territorio de inmensidad desafiante donde la naturaleza marca los ritmos de la vida. La protagonista, Alexandra Bergson, emerge como una figura poderosa y visionaria. Tras la muerte de su padre, asume la responsabilidad de su familia y de las tierras que este dejó, enfrentándose no solo a la dureza del entorno, sino también a los prejuicios de una sociedad que limita el papel de la mujer. Con determinación, inteligencia y un profundo apego a la tierra, Alexandra transforma su hogar en un símbolo de esperanza y progreso, desafiando tanto a los elementos como a las expectativas sociales de su tiempo.
La novela trasciende la historia personal de Alexandra para convertirse en un testimonio colectivo. Cather describe con sensibilidad las vidas de los inmigrantes europeos que, empujados por los sueños de prosperidad, luchan contra un entorno hostil y desconocido. Sus fracasos y aprendizajes se entrelazan en un mosaico de esfuerzos que refleja la construcción de una comunidad y de una nación. Las mujeres, en particular, son representadas como pilares fundamentales, capaces de conectar lo individual con lo colectivo, lo humano con lo terrenal.
Pioneros no es solo una celebración del trabajo y la resistencia; es también una obra profundamente reflexiva sobre el vínculo entre las personas y la tierra, sobre los sacrificios necesarios para echar raíces en un lugar y construir un futuro. La narrativa de Cather, sencilla pero cargada de emoción, captura tanto la dureza de la experiencia pionera como la belleza de la conexión con el paisaje.
Esta novela no solo evoca un momento crucial en la historia de Estados Unidos, sino que también resuena con temas universales: el esfuerzo frente a la adversidad, el papel transformador de las mujeres y el anhelo de encontrar un lugar al que pertenecer. Pioneros es una obra que, más de un siglo después de su publicación, sigue iluminando la fuerza y la vulnerabilidad de los seres humanos ante los desafíos de la vida.
A la memoria de
Sarah Orne Jewett
en cuyo hermoso y delicado trabajo
está la perfección
que perdura
¡Esos campos a los que cereales diversos dan color!
MICKIEWICZ
PRIMAVERA EN LA PRADERA
La noche y la llanura,
fértil y sombría y siempre silenciosa;
kilómetros de tierra recién arada,
pesada y negra, llena de fuerza y dureza;
el trigo que crece, las malas hierbas,
los caballos esforzados, los hombres cansados;
las largas carreteras desiertas,
tristes llamaradas del ocaso, desvaneciéndose,
el cielo eterno, inmutable.
Frente a todo ello, Juventud,
refulgente como las rosas silvestres,
cantando como las alondras sobre los campos arados,
brillando como una estrella en el crepúsculo;
juventud con su insoportable dulzura,
su acuciante necesidad,
su intenso deseo,
cantando y cantando,
con los labios del silencio,
en el anochecer de la tierra.
PRIMERA PARTE
LA TIERRA SALVAJE
I
Un día de enero de hace treinta años, la pequeña ciudad de Hanover, anclada en una meseta de Nebraska, intentaba que no se la llevara el viento. Una neblina de ligeros copos de nieve se arremolinaba en torno al puñado de edificios bajos y sin gracia que se amontonaban sobre la pradera gris bajo un cielo gris. Las viviendas se distribuían caprichosamente por el duro terreno de la pradera; algunas tenían aspecto de haber sido colocadas allí durante la noche, y otras parecían alejarse por sí solas, dirigiéndose directamente a las llanuras abiertas. Ninguna daba la sensación de permanencia y el viento ululaba y soplaba tanto por debajo como por encima de ellas. La calle principal era una carretera de profundas roderas, ahora congeladas, que discurría desde la estación de ferrocarril, roja y achaparrada, y el elevador de grano del extremo norte de la población, hasta el aserradero y el abrevadero para caballos del extremo sur. A ambos lados de esta carretera se extendían sin orden ni concierto dos hileras de edificios de madera; los almacenes de abastos, los dos bancos, la botica, la tienda de ultramarinos, la cantina y la estafeta de correos. Las aceras de tablas estaban grises por la nieve pisoteada, pero a las dos de la tarde, los tenderos, que habían vuelto ya de comer, se encontraban bien parapetados tras sus helados escaparates. Todos los niños estaban en la escuela y no había nadie en las calles, salvo unos cuantos campesinos de aspecto rudo, con gruesos abrigos y largas gorras que se calaban hasta la nariz. Algunos de ellos habían llevado a la mujer a la ciudad, y de vez en cuando un chal rojo o a cuadros aparecía fugazmente, pasando del abrigo de una tienda al de otra. Unos cuantos caballos, robustos, de labor, enganchados a carros, temblaban bajo las mantas, atados a los postes de la calle. En los alrededores de la estación todo estaba en silencio, pues no había de entrar ningún tren hasta la noche.
Frente a una de las tiendas, sentado en la acera, un niño sueco lloraba desconsoladamente. Tenía unos cinco años de edad. El abrigo negro que llevaba era demasiado grande y le hacía parecer un hombrecillo menudo. El traje de franela marrón se había encogido después de muchos lavados y dejaba al descubierto una amplia franja de calcetín entre el dobladillo y la parte superior de los burdos zapatos con puntera de cobre. La gorra le tapaba las orejas; tenía la nariz y los mofletes agrietados y rojos de frío. Lloraba en silencio, y las pocas personas que pasaban apresuradamente por su lado no le prestaban atención. El niño tenía miedo de parar a alguien, miedo de entrar en la tienda y pedir ayuda, así que seguía sentado, retorciéndose las largas mangas, alzando la vista hacia el poste de telégrafos que había junto a él, gimoteando: «¡Mi gatita, oh, mi gatita! ¡Se helará!». En lo alto del poste se acurrucaba una gatita gris y temblorosa, maullando débilmente y aferrándose desesperadamente a la madera con las uñas. Al niño lo había dejado en la tienda su hermana, mientras ella iba al consultorio del médico, y en su ausencia un perro había perseguido a su gatita hasta el poste. La pequeña criatura no había trepado nunca tan alto y estaba demasiado asustada para moverse. Su amo se había sumido en la desesperación. Era un niño pequeño del campo y aquel pueblo era para él un lugar muy extraño y desconcertante, donde la gente vestía ropa elegante y tenía duro el corazón. Siempre se sentía tímido y torpe allí, y quería ocultarse detrás de algo por miedo a que alguien se burlara de él. En aquel momento estaba demasiado triste para que le importase quién pudiera burlarse. Al fin pareció ver un rayo de esperanza: llegaba su hermana. Se levantó y corrió hacia ella con sus pesados zapatos.
Su hermana era una chica alta y fuerte, y caminaba con paso rápido y resuelto, como si supiera exactamente adónde iba y lo que tenía que hacer después. Llevaba un largo tabardo de hombre (no como si fuera una desgracia, sino como una prenda muy cómoda que le perteneciera, la llevaba como un joven soldado), y una gorra redonda de felpa atada al cuello con un grueso velo. Tenía un rostro serio y reflexivo, y sus ojos claros, de un azul intenso, fijaban la mirada en la distancia sin dar la impresión de ver nada, como perdida en sus pensamientos. No se fijó en su hermano hasta que él le tiró del tabardo. Entonces se detuvo inmediatamente y se agachó para secarle las lágrimas.
—¡Pero, Emil! Te había dicho que te quedaras en la tienda y que no salieras. ¿Qué te pasa?
—¡Mi gatita, hermana, mi gatita! Un hombre la ha echado y un perro la ha perseguido hasta que se ha subido ahí. —El dedo índice, asomando por la manga del abrigo, señaló a la pequeña y miserable criatura encaramada al poste.
—¡Oh, Emil! ¿No te había dicho que nos daría algún disgusto si la traías contigo? ¿Por qué me has insistido tanto? Claro que yo no debería haberte dejado. —Se acercó al poste y extendió los brazos, gritando—: Gatita, gatita, gatita —pero la gatita se limitó a maullar y a menear la cola débilmente. Alexandra se dio la vuelta con aire decidido—. No, no va a bajar. Alguien tendrá que subir a buscarla. He visto el carro de los Linstrum en el pueblo. Iré a ver si encuentro a Carl. Quizá él pueda hacer algo. Pero tú deja de llorar o no daré un solo paso. ¿Dónde tienes la bufanda? ¿Te la has dejado en la tienda? No importa. Quédate quieto, que te voy a poner esto.
Se desató el velo marrón de la cabeza y lo ató alrededor de la garganta de su hermano. Un hombre menudo y rechoncho que salía en aquel mismo momento de la tienda de camino a la cantina se detuvo y miró embobado la reluciente masa de cabellos que Alexandra había puesto al descubierto al quitarse el velo: dos gruesas trenzas sujetas en torno a la cabeza al estilo alemán, con un flequillo de rizos de color amarillo rojizo que escapaban a la gorra. El hombre se quitó el cigarro de la boca y sostuvo la punta húmeda entre los dedos enfundados en guantes de lana.
—¡Dios mío, muchacha, qué cabellera! —exclamó de un modo del todo inocente y pueril. Ella lo fulminó con una mirada de fiera amazona y contrajo el labio inferior: severidad absolutamente innecesaria. El pequeño viajante de paños sufrió tal sobresalto que dejó caer el cigarro a la acera y se alejó con paso inseguro hacia la cantina y contra el viento. Su pulso seguía vacilando cuando cogió el vaso que le daba el barman. No era la primera vez que aplastaban sus débiles instintos de seducción, pero jamás lo habían hecho de manera tan despiadada. Se sentía degradado y maltratado, como si alguien se hubiera aprovechado de él. Cuando un viajante anda recorriendo pueblos pequeños y monótonos y se arrastra por aquel ventoso país en sucios vagones de fumadores, ¿puede culpársele de algo si, al tropezar casualmente con una hermosa criatura humana, desea de repente ser más hombre de lo que es?
…
Willa Cather. Fue una escritora estadounidense nacida el 7 de diciembre de 1873 en Black Creek Valley, Virginia, y fallecida el 24 de abril de 1947 en Nueva York. Es reconocida por su obra literaria que retrata la vida cotidiana de personajes ordinarios de los Estados Unidos, y por su lucha por la igualdad de género.
Cuando Cather tenía nueve años, su padre trasladó a toda la familia a un rancho cerca de Red Cloud, en Nebraska. Allí conoció la dura vida de los pioneros y se sintió inspirada para escribir sobre la vida en el Oeste. Estudió en la Universidad de Nebraska, donde se graduó en 1895. Durante su etapa universitaria, mantuvo una relación amorosa con la atleta Louise Pound. También se vistió de hombre y se hizo llamar William, lo que ha llevado a algunas especulaciones sobre su identidad sexual.
Después de graduarse, se trasladó a Pittsburg, donde trabajó como periodista para The Home Monthly. En 1901, dejó el trabajo para dar clases de Latín y Griego en una escuela de secundaria. Luego, después de haber viajado a Francia, decidió dedicarse por completo a la literatura y se estableció en Nueva York con su compañera Edith Lewis, con la que convivió durante 39 años hasta su muerte en 1947.
Cather se hizo famosa por sus novelas, en las que emplea un lenguaje cotidiano para retratar la vida de personajes comunes en los Estados Unidos. Su obra refleja al inicio una fuerte influencia del novelista Henry James, aunque más tarde encontró una expresión personal para centrarse en la descripción de Nebraska, lugar en el que vivió con su familia desde los nueve años, logrando el éxito entre la crítica y el público. También publicó relatos breves y ensayos literarios y escribió para diarios como The Home Monthly y The New York Times.
Entre sus obras más conocidas se encuentra Mi Ántonia (1918), considerada su obra maestra, que cuenta la historia de la vida en Nebraska a través de los ojos de Jim Burden y su amiga Antonia Shimerda. Otra obra destacada es Uno de los nuestros (1922), que ganó el Premio Pulitzer en 1923 y está ambientada en la Primera Guerra Mundial. En obras como La muerte llega al arzobispo (1927) y Una mujer perdida (1923), Cather muestra una gran nostalgia por lo antiguo y tradicional, más que el reflejo de la época busca un modelo ético para sí misma.
Aunque mantuvo una relación amorosa con una mujer durante su época universitaria, Cather se considera una "persona privada" que no se identificaba abiertamente como LGBT. Sin embargo, algunos críticos literarios han sugerido que los protagonistas masculinos de sus obras eran "sospechosamente autobiográficos" y que, debido al estigma en torno a la homosexualidad en el que creció Cather, "tal vez sintió la necesidad de ser más reticente sobre el amor entre mujeres que incluso algunos de sus contemporáneos patentemente heterosexuales, porque llevaba una carga de culpa por lo que llegó a ser etiquetado como perversa".