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Pierre y Jean

Pierre y Jean - Guy de Maupassant

Pierre y Jean - Guy de Maupassant

Resumen del libro:

Una herencia inesperada cae en el tranquilo y retirado hogar de la familia Roland en Le Havre: un antiguo amigo de París, donde el señor Roland era joyero, deja toda su fortuna al menor de sus dos hijos, Jean, de veinticinco años, recién licenciado en Derecho. El mayor, Pierre, médico que aspira a instalarse y tratar a una clientela distinguida, recibe la noticia con cierto estupor, pero también con resignación. Sale a pasear y, al ver la luna salir por detrás de la ciudad, murmura: «Ahí queda eso. Y nosotros preocupándonos por cuatro cuartos». Pero esos «cuatro cuartos» que ha recibido su hermano y no él no tardarán en alterarle los nervios, en golpear su «sensibilidad», en despertar el rencor, la envidia, el odio y la vergüenza, y en empujarle a actos violentos y desesperados.

I

—¡Maldita sea! —exclamó de pronto el señor Roland, que llevaba un cuarto de hora sin moverse, con los ojos clavados en el agua y alzando de vez en cuando, con un movimiento mínimo, el sedal que se hundía en el mar.

La señora Roland, amodorrada en la parte trasera de la embarcación, junto a la señora Rosémilly, invitada a aquella excursión de pesca, se despertó y volvió la cabeza hacia su marido:

—¡Vamos!… ¡Vamos!… ¡Gérôme!

El buen hombre contestó, enrabietado:

—Es que han dejado de picar. No he pescado nada desde las doce. Habría que salir a pescar solo entre hombres; con las mujeres siempre te embarcas demasiado tarde.

Sus dos hijos, Pierre y Jean, que estaban uno a babor y otro a estribor, cada uno con un sedal enroscado en el dedo índice, se echaron a reír a un tiempo y Jean contestó:

—¡Qué poca galantería con nuestra invitada, papá!

El señor Roland se sintió avergonzado y se disculpó:

—Le pido perdón, señora Rosémilly, es que soy así. Invito a las señoras porque me gusta estar con ellas; y, luego, en cuanto noto que tengo agua debajo, ya solo pienso en los peces.

La señora Roland se había espabilado del todo y miraba con expresión conmovida el anchuroso horizonte de acantilados y mar. Susurró:

—Y eso que habéis hecho una buena pesca.

Pero su marido negaba con la cabeza, al tiempo que lanzaba una ojeada benevolente a la cesta donde el pescado que habían cogido los tres hombres palpitaba aún levemente con un ruido tenue de escamas pegajosas y de aletas erguidas, de esfuerzos impotentes y flojos y de bostezos en el aire letal.

Roland se puso la banasta entre las rodillas, la inclinó e hizo fluir hasta el borde el chorro de plata de los peces para ver los del fondo, y con eso creció el palpitar de agonía de estos y del vientre repleto de la cesta subió el fuerte olor de esos cuerpos, una saludable pestilencia a pescado.

El veterano pescador se apresuró a aspirarla, como quien huele unas rosas, y manifestó:

—¡Por Cristo que están bien frescos!

Y luego siguió diciendo:

—¿Cuántos has pescado tú, doctor?

Su hijo mayor, Pierre, un hombre de treinta años con patillas morenas cortadas como las de los magistrados y el bigote y la barbilla afeitados, contestó:

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