Pedro Páramo
Resumen del libro: "Pedro Páramo" de Juan Rulfo
“Pedro Páramo”, escrito por Juan Rulfo, es una obra maestra de la literatura mexicana y una de las novelas más importantes del siglo XX. Publicada por primera vez en 1955, esta novela ha dejado una huella profunda en la literatura mundial debido a su estilo innovador y su retrato desgarrador de la vida en el México rural.
La historia de “Pedro Páramo” se desarrolla en el ficticio pueblo de Comala, donde el protagonista, Juan Preciado, regresa a su lugar de origen en busca de su padre, Pedro Páramo. Sin embargo, lo que encuentra es un pueblo desolado y habitado por los espectros de los muertos. A través de una narración fragmentada y no lineal, Rulfo teje una trama en la que el pasado y el presente se entrelazan, y los vivos y los muertos se confunden.
La escritura de Juan Rulfo en “Pedro Páramo” es magistral. Utiliza un lenguaje poético y evocador que captura la atmósfera opresiva del pueblo de Comala y la desesperanza que reina en sus habitantes. El uso de la voz en primera persona y los monólogos interiores añaden una profundidad psicológica a los personajes y nos sumergen en su mundo interior lleno de tormento y soledad.
Uno de los aspectos más destacados de “Pedro Páramo” es la forma en que Rulfo aborda temas universales como la muerte, la soledad, el amor y la violencia. A través de los personajes y sus historias entrelazadas, el autor nos muestra la desolación de una sociedad marcada por la corrupción, la opresión y la desigualdad. La figura de Pedro Páramo, un hombre poderoso y cruel, se convierte en un símbolo de la tiranía y el abuso de poder.
Otro elemento notable de la novela es la estructura fragmentaria de la narración. Los diferentes fragmentos y voces narrativas se entrecruzan y se superponen, creando un efecto cinematográfico y onírico. Esta estructura fragmentada refleja la fragmentación de la memoria y la realidad en el mundo de “Pedro Páramo” y contribuye a la atmósfera misteriosa y surrealista que impregna toda la obra.
En conclusión, “Pedro Páramo” de Juan Rulfo es una novela excepcional que combina una prosa poética y una estructura innovadora para explorar temas profundos y universales. Su impacto en la literatura ha sido duradero, y su influencia se puede encontrar en muchas obras posteriores. Es una lectura imprescindible para aquellos que buscan sumergirse en una historia intensa y evocadora que captura la esencia de la condición humana en un entorno rural mexicano.
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de otro modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte». Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.
Todavía antes me había dicho:
—No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.
—Así lo haré, madre.
Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala.
Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias.
El camino subía y bajaba: «Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja».
—¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?
—Comala, señor.
—¿Está seguro de que ya es Comala?
—Seguro, señor.
—¿Y por qué se ve esto tan triste?
—Son los tiempos, señor.
Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver: «Hay allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche». Y su voz era secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma… Mi madre.
—¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? —oí que me preguntaban.
—Voy a ver a mi padre —contesté.
—¡Ah! —dijo él.
Y volvimos al silencio.
Caminábamos cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los burros. Los ojos reventados por el sopor del sueño, en la canícula de agosto.
—Bonita fiesta le va a armar —volví a oír la voz del que iba allí a mi lado—. Se pondrá contento de ver a alguien después de tantos años que nadie viene por aquí.
Luego añadió:
—Sea usted quien sea, se alegrará de verlo.
En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas. Y todavía más allá, la más remota lejanía.
—¿Y qué trazas tiene su padre, si se puede saber?
—No lo conozco —le dije—. Sólo sé que se llama Pedro Páramo.
—¡Ah!, vaya.
—Sí, así me dijeron que se llamaba.
Oí otra vez el «¡ah!» del arriero.
Me había topado con él en Los Encuentros, donde se cruzaban varios caminos. Me estuve allí esperando, hasta que al fin apareció este hombre.
—¿Adónde va usted? —le pregunté.
—Voy para abajo, señor.
—¿Conoce un lugar llamado Comala?
—Para allá mismo voy.
Y lo seguí. Fui tras él tratando de emparejarme a su paso, hasta que pareció darse cuenta de que lo seguía y disminuyó la prisa de su carrera. Después los dos íbamos tan pegados que casi nos tocábamos los hombros.
—Yo también soy hijo de Pedro Páramo —me dijo.
Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo cuar, cuar, cuar.
Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar como en espera de algo.
—Hace calor aquí —dije.
—Sí, y esto no es nada —me contestó el otro—. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija.
—¿Conoce usted a Pedro Páramo? —le pregunté.
Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza.
—¿Quién es? —volví a preguntar.
—Un rencor vivo —me contestó él.
Y dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad, ya que los burros iban mucho más adelante de nosotros, encarrerados por la bajada.
Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el corazón, como si ella también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único que conocí de ella. Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas: hojas de toronjil, flores de Castilla, ramas de ruda. Desde entonces lo guardé. Era el único. Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía que los retratos eran cosa de brujería. Y así parecía ser; porque el suyo estaba lleno de agujeros como de aguja, y en dirección del corazón tenía uno muy grande donde bien podía caber el dedo del corazón.
Es el mismo que traigo aquí, pensando que podría dar buen resultado para que mi padre me reconociera.
—Mire usted —me dice el arriero, deteniéndose—: ¿Ve aquella loma que parece vejiga de puercos? Pues detrasito de ella está la Media Luna. Ahora voltié para allá. ¿Ve la ceja de aquel cerro? Véala. Y ahora voltié para este otro rumbo. ¿Ve la otra ceja que casi no se ve de lo lejos que está? Bueno, pues eso es la Media Luna de punta a cabo. Como quien dice, toda la tierra que se puede abarcar con la mirada. Y es de él todo ese terrenal. El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo. Y lo más chistoso es que él nos llevó a bautizar. Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no?
—No me acuerdo.
—¡Váyase mucho al carajo!
—¿Qué dice usted?
—Que ya estamos llegando, señor.
—Sí, ya lo veo. ¿Qué pasó por aquí?
—Un correcaminos, señor. Así les nombran a esos pájaros.
—No, yo preguntaba por el pueblo, que se ve tan solo, como si estuviera abandonado. Parece que no lo habitara nadie.
—No es que lo parezca. Así es. Aquí no vive nadie.
—¿Y Pedro Páramo?
—Pedro Páramo murió hace muchos años.
Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando con sus gritos la tarde. Cuando aún las paredes negras reflejan la luz amarilla del sol.
Al menos eso había visto en Sayula, todavía ayer, a esta misma hora. Y había visto también el vuelo de las palomas rompiendo el aire quieto, sacudiendo sus alas como si se desprendieran del día. Volaban y caían sobre los tejados, mientras los gritos de los niños revoloteaban y parecían teñirse de azul en el cielo del atardecer. Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las piedras redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas huecas, repitiendo su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer.
Fui andando por la calle real en esa hora. Miré las casas vacías; las puertas desportilladas, invadidas de yerba. ¿Cómo me dijo aquel fulano que se llamaba esta yerba? «La capitana, señor. Una plaga que nomás espera que se vaya la gente para invadir las casas. Así las verá usted».
Al cruzar una bocacalle vi una señora envuelta en su rebozo que desapareció como si no existiera. Después volvieron a moverse mis pasos y mis ojos siguieron asomándose al agujero de las puertas. Hasta que nuevamente la mujer del rebozo se cruzó frente a mí.
—¡Buenas noches! —me dijo.
La seguí con la mirada. Le grité.
—¿Dónde vive doña Eduviges?
Y ella señaló con el dedo:
—Allá. La casa que está junto al puente.
Me di cuenta que su voz estaba hecha de hebras humanas, que su boca tenía dientes y una lengua que se trababa y destrababa al hablar, y que sus ojos eran como todos los ojos de la gente que vive sobre la tierra.
Había oscurecido.
Volvió a darme las buenas noches. Y aunque no había niños jugando, ni palomas, ni tejados azules, sentí que el pueblo vivía. Y que si yo escuchaba solamente el silencio, era porque aún no estaba acostumbrado al silencio; tal vez porque mi cabeza venía llena de ruidos y de voces.
De voces, sí. Y aquí, donde el aire era escaso, se oían mejor. Se quedaban dentro de uno, pesadas. Me acordé de lo que me había dicho mi madre. «Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz». Mi madre… la viva.
Hubiera querido decirle: «Te equivocaste de domicilio. Me diste una dirección mal dada. Me mandaste al “¿dónde es esto y dónde es aquello?”. A un pueblo solitario. Buscando a alguien que no existe».
Llegué a la casa del puente orientándome por el sonar del río. Toqué la puerta; pero en falso. Mi mano se sacudió en el aire como si el aire la hubiera abierto. Una mujer estaba allí. Me dijo:
—Pase usted.
Y entré.
Me había quedado en Comala. El arriero, que se siguió de filo, me informó todavía antes de despedirse:
—Yo voy más allá, donde se ve la trabazón de los cerros. Allá tengo mi casa. Si usted quiere venir, será bienvenido. Ahora que si quiere quedarse aquí, ahí se lo haiga; aunque no estaría por demás que le echara una ojeada al pueblo, tal vez encuentre algún vecino viviente.
Y me quedé. A eso venía.
—¿Dónde podré encontrar alojamiento? —le pregunté ya casi a gritos.
—Busque a doña Eduviges, si es que todavía vive. Dígale que va de mi parte.
—¿Y cómo se llama usted?
—Abundio —me contestó. Pero ya no alcancé a oír el apellido.
—Soy Eduviges Dyada. Pase usted.
Parecía que me hubiera estado esperando. Tenía todo dispuesto, según me dijo, haciendo que la siguiera por una larga serie de cuartos oscuros, al parecer desolados.
Pero no; porque, en cuanto me acostumbré a la oscuridad y al delgado hilo de luz que nos seguía, vi crecer sombras a ambos lados y sentí que íbamos caminando a través de un angosto pasillo abierto entre bultos.
—¿Qué es lo que hay aquí? —pregunté.
—Tiliches —me dijo ella—. Tengo la casa toda entilichada. La escogieron para guardar sus muebles los que se fueron, y nadie ha regresado por ellos. Pero el cuarto que le he reservado está al fondo. Lo tengo siempre descombrado por si alguien viene. ¿De modo que usted es hijo de ella?
—¿De quién? —respondí.
—De Doloritas.
—Sí, pero ¿cómo lo sabe?
—Ella me avisó que usted vendría. Y hoy precisamente. Que llegaría hoy.
—¿Quién? ¿Mi madre?
—Sí. Ella.
…
Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno nació el 16 de mayo de 1917 en la casa familiar de Apulco, Jalisco, aunque fue inscrito en la ciudad de Sayula. La familia de Juan Rulfo tenía casa en Sayula, en San Gabriel y en Apulco. Debido a la época de violencia revolucionaria los padres de Rulfo constantemente cambiaron de residencia, pero su infancia quedó marcada por el asesinato de su padre cuando él contaba cinco años, el 23 de junio de 1923, fue el hijo del presidente municipal de Tolimán quien le disparó un tiro en la espalda. Su madre moriría poco después, en 1927, lo que hizo que tuviera que ser internado en una escuela en Guadalajara, Jalisco.
Se trasladó después a ciudad de México, donde asistió como oyente a los cursos de historia del arte en la Facultad de Filosofía y Letras, lo que acrecentaría su interés por la cultura autóctona mexicana que quedó plasmado tanto en su obra literaria como fotográfica, que pudo realizar en sus numerosos viajes en las décadas de los años 30 y 40. En estos años publicó sus primeros cuentos en revistas tales como América, en D.F. y Pan, de Guadalajara.
En 1948 se casó con Clara Aparicio, con la que tendrá varios hijos. En 1952 obtuvo varias becas concedidas por el Centro Mexicano de Escritores, lo que le permitió dejar su empleo en una empresa fabricante de neumáticos y publicar en 1953 El llano en llamas, y, posteriormente, en 1955 La que será su obra maestra y una de las grandes obras de la literatura universal: Pedro Páramo, publicada en 1955.
La labor etnográfica de Rulfo culminó con su trabajo en el Instituto Nacional Indigenista de México, donde se encargó de la edición de una de las colecciones más importantes de antropología contemporánea y antigua de México.
Rulfo publicó fotografías suyas por primera vez en 1949, en la revista "América", y en 1960 expuso en Guadalajara una pequeña colección de sus fotos, pero fue la exposición de 1980 en el Palacio de Bellas Artes la que abrió al público más amplio el conocimiento de esta parte de su creación.
Juan Rulfo falleció en la ciudad de México el 7 de enero de 1986.