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Paradiso

Libro Paradiso, novela de José Lezama Lima

Resumen del libro:

“Paradiso”, la deslumbrante obra maestra del autor cubano José Lezama Lima, se erige como un hito en la literatura en lengua española, desafiando las convenciones narrativas y adentrándose en una amalgama única de estilos. Lezama Lima, reconocido por su contribución a la poesía y la crítica literaria, trasciende las fronteras del género con esta novela, que no es solo una narrativa, sino una sinfonía literaria que fusiona la exuberancia barroca con un lenguaje erótico revelador y la sobrenaturaleza de una realidad mágica.

La trama de “Paradiso” se desenvuelve como una obra de síntesis, guiando al lector desde los pasajes autobiográficos del autor hacia la invención de un sistema poético que abarca todo el universo. La narrativa se convierte en una exploración intrincada de la mente humana y la creación artística, desafiando las expectativas convencionales de la prosa.

El texto, presentado en esta edición, ofrece no solo la versión definitiva de “Paradiso”, sino también el valioso testimonio y estudio preliminar de la hermana del autor, proporcionando una perspectiva única sobre la génesis de la obra. Este aporte adicional agrega capas de profundidad a la comprensión de la novela y ofrece una mirada íntima a la mente creativa de Lezama Lima.

La prosa de Lezama Lima, rica en imágenes y metáforas, crea un mundo literario fascinante donde la sensualidad, la filosofía y la poesía convergen en una danza literaria. “Paradiso” invita a los lectores a sumergirse en un viaje inolvidable a través de la mente de un autor visionario que desafía las convenciones literarias y deja una marca perdurable en la tradición literaria en español.

PARADISO, CUARENTA AÑOS

Preludio

A principios de 1966, cuando irrumpió Paradiso en las librerías cubanas, José Lezama Lima estaba próximo a cumplir cincuenta y seis años y le faltaban apenas diez para encontrarse con la muerte. Para entonces ya era un hombre corpulento, asmático, que se autodefinía católico y que había fundado y dirigido a lo largo de su vida un puñado de revistas culturales que muy pocas personas podían recordar. Aunque lo esencial de su obra había visto la luz, títulos como La fijeza, Analecta del reloj, La expresión ame­ricana y Dador eran poco menos que terra incognita para la mayor parte los lectores. Todo esto podría ayudar a explicar la mez­cla de reacciones con que fue recibido aquel volumen de seiscientas diecisiete páginas, invitadora cubierta diseñada por Fayad Jamís y azarosa impresión: miedo, rechazo, atracción morbosa. Se habló de hermetismo y también de pornografía, se le llegó a negar con furia no solo la condición de novela sino hasta la más general de texto literario. Pocos libros entre nosotros se aquilataron tanto en la prueba de la negación como este.

Por aquellos días el poeta escribía a su hermana Rosa: «Para mí ya ha sucedido todo lo que podía tocarme: el advenimiento de Cristo y la muerte de mi madre. Pues creo ya haber alcanzado en mi vida esa unidad entre los vivientes y los que esperan la voz de la resu­rrección, que es la eterna contemplación»1. La novela debía ser precisamente la expresión de esa plenitud espiritual, a la vez que el remate de su dilatada obra.

Permiso para un leve sobresalto

En artículo juvenil, publicado en Grafos en 1939, Lezama asegu­ra que el hombre tiene dos desafíos para alcanzar el conocimiento de lo trascendente: el tiempo que «le retrotrae a la caída, al pecado original, a la angustia por la cercanía de la muerte» y el espacio donde debe crecerse «desde la forma elemental del grito hasta la cabal conjuración de la plegaria». Conocer es, pues, para él, sus­traerse de la terrible fluencia temporal para acercarse al ser de las cosas, esto implica un «apetito cognoscente», una voluntad que en­frentar al mundo de lo cambiante, es el desafío de «penetrar como conquistador en la suprema esencia». Para suplir las lagunas y fracturas ocasionadas por el tiempo, el poeta opera una gran susti­tución: los vacíos de significación vienen a ser ocupados por el mito. Así viene a demostrarlo, al año siguiente, su Coloquio con Juan Ramón Jiménez (1937), donde el poeta lanza el «mito de la insularidad» para intentar explicar la cultura y la sensibilidad cubanas:

Me gustaría que el problema de la sensibilidad insular se man­tuviese solo con la mínima fuerza secreta para decidir un mito […] Yo desearía nada más que la introducción al estudio de las islas sirviese para integrar el mito que nos falta. Por eso he planteado el problema en su esencia poética, en el reino de la eterna sorpresa, donde, sin ir directamente a tropezarnos con el mito, es posible que este se nos aparezca como sobrante ines­perado, en prueba de sensibilidad castigada o de humildad dialogal.

El «mito que nos falta» tiene un valor unificador, otorga una dirección y un sentido a la cultura nacional, estimula el cultivo de la sensibilidad y desarrolla el diálogo, elemento sobre el que volverá continuamente el escritor, por el valor socrático que le concede para obtener un conocimiento pleno del universo. El hallazgo de una «sensibilidad insular diferenciada» le sirve como reverso de una «bús­queda de la expresión mestiza», obsesión de los artistas de la pri­mera vanguardia, que ya le parece limitada en sus posibilidades. La «insularidad» se le hace un reto: la Isla tiene su propio mito y no puede ser medida con los raseros de otras latitudes.

En «Razón que sea» —publicado en Espuela de Plata en 1939— vuelve el escritor sobre su idea al formular: «La ínsula distinta en el Cosmos, o lo que es lo mismo, la ínsula indistinta en el Cosmos». La misma concepción es formulada de otra manera en ese texto, llena esta vez de burla criolla: «Convertir el majá en sierpe, o por lo menos, en serpiente». La dignificación de lo nacional tiene que pasar por el fundamento mítico, para poder ser comparada con la universalidad de los arquetipos.

Para el pensamiento lezamiano, el mito, sumergido en un mundo prelógico, es la base de la «causalidad metafórica» en la poesía, mas no hay una relación de precedencia entre poesía y mito, sino una complementariedad que les permite formar una resistencia, confi­gurar una imagen, arrebatada a la fugacidad del tiempo. Así lo asegura en Las imágenes posibles:

Después que la poesía y el poema han formado un cuerpo o un ente y armado de la metáfora y la imagen, y formado la ima­gen, el símbolo y el mito —y la metáfora que puede reproducir en figura sus fragmentos o metamorfosis—, nos damos cuenta que se ha integrado una de las más poderosas redes que el hombre posee para atrapar lo fugaz y para el animismo de lo inerte.

Poesía y mito conforman una nueva naturaleza, una imago que es la realidad actuante de lo imposible y esta debe encarnar en la historia.

El poeta se empeña en diseñar lo que denomina un Sistema Poé­tico, que es a la vez una filosofía y un programa estético. De ahí que se vea en la necesidad de forjar categorías propias para conformar tan ambiciosa edificación. Así ocurre con «lo hipertélico» —aquello «que va siempre más allá de su finalidad venciendo todo determinismo» — o la «vivencia oblicua» : un nuevo tipo de cadena causal cuya lógica rebasa los análisis vectoriales elementales para incluir peculiares variantes del azar:

La vivencia oblicua es como si un hombre, sin saberlo desde luego, al darle la vuelta al conmutador de su cuarto inaugu­rase una cascada en el Ontario. Podemos poner un ejemplo bien evidente. Cuando el caballero o San Jorge clava su lanza en el dragón, su caballo se desploma muerto. Obsérvase lo si­guiente, la mera relación causal sería: caballero-lanza-dragón. La fuerza regresiva la podríamos explicar con otra causalidad: dragón-lanza-caballero; pero fíjese que no es el caballero el que se desploma muerto, sino su caballo, con el que no existe una relación causal sino incondicionada. A este tipo de rela­ción la hemos llamado vivencia oblicua.

Del mismo modo, acuña el súbito para definir ese momento en que parece cesar el acarreo cuantitativo y se produce un salto inex­plicable, una especie de iluminación sobre las cosas. Valiéndose del recuerdo de un pasaje del Diario de navegación de Cristóbal Colón, nos habla de una experiencia que es a la vez histórica y mística, apertura al ser nacional y al mundo como totalidad, sin abandonar, paradójicamente, el refugio de la interioridad:

No caigamos en lo del paraíso recobrado, que venimos de una resistencia, que los hombres que venían apretujados en un barco que caminaba dentro de una resistencia, pudieron ver un ramo de fuego que caía en el mar porque sentían la historia de mu­chos en una sola visión. Son las épocas de salvación y su signo es una fogosa resistencia.

Esta resistencia es la misma que anima al sujeto de uno de sus poemas emblemáticos, la «Rapsodia para el mulo»:

Con qué seguro paso el mulo en el abismo.
Lento es el mulo. Su misión no siente.
Su destino frente a la piedra, piedra que sangra
creando la abierta risa en las granadas.
Su piel rajada, pequeñísimo triunfo ya en lo oscuro,
pequeñísimo fango de alas ciegas.
La ceguera, el vidrio y el agua de tus ojos
tienen la fuerza de un tendón oculto,
y así los inmutables ojos recorriendo
lo oscuro progresivo y fugitivo.

A partir de esas bases y de sus personales apreciaciones de la filosofía de la historia, logra formular una noción de la cultura, cimentada en la imagen que el paisaje imprime en el grupo huma­no que lo habita y en la relación de esta imagen con otros elementos de su universo: son las «eras imaginarias», la imago actuando en la historia, que explica la manifestación de lo trascendente en el tiempo. Por esta vía el espacio llega a transformarse en espacio gnóstico: «el que busca el hombre como único y último instrumento de configuración y forma para poder ir a lo desconocido a través del conocimiento transfigurativo». Se trata de la expresión de un imposible realizado y también de un sacrificio, de una renovación: «Si el hombre vive para el juicio después de su muerte, para la resurrección dentro de la eternidad, el espacio gnóstico, el que ya también es creador y que opera directamente en el hombre, abre su curiosidad, tan necesaria, y la fija en el hombre, acariciando su destino, protegiendo al decidido perdedor terrenal».

Como puede apreciarse, esa suma de acarreos culturales, ese em­peño barroco por edificar —o rectificar a fondo— toda una civiliza­ción, difiere notablemente de las poéticas más o menos monumentales de otros creadores de su tiempo. Si algunos han insinuado un fácil paralelo del poeta cubano con el argentino Jorge Luis Borges, Abel Prieto viene a desmentirlo con sutileza: Si algo puede sintetizar la diferencia sustancial entre Borges y Lezama, es el amor del primero hacia los laberintos que puede generar la cultura, y la obsesión del segundo porque la cultura nos ayude a derribar los muros que segmentan el pensamiento de los hombres, su forma de concebir el universo y de relacionar­se con él. Frente al dédalo borgiano, se extiende el espacio gnóstico que Lezama fundó para Nuestra América: frente a esa criatura confundida por la multiplicidad de los enigmas, que juega aje­drez con la cultura sin tiempo jamás para enrocarse; se levanta el hombre lezamiano, que —gracias a la poesía— llega a «acer­carse al risueño desconocido de los dioses» .

“Paradiso” novela de José Lezama Lima

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