Paracelso: Obras completas

Resumen del libro: "Paracelso: Obras completas" de Paracelso
Theophrastus Bombast von Hohenheim, conocido como Paracelso, fue una mente revolucionaria que desafió los límites del conocimiento en su época. Médico, alquimista y filósofo, no solo experimentó con remedios extraídos de minerales, sino que propuso una nueva forma de entender la relación entre el hombre y el cosmos. Su pensamiento, plasmado en sus obras completas, es un testamento de su audacia intelectual y su insaciable búsqueda de la verdad.
Las obras completas de Paracelso son un crisol de saberes donde la medicina, la alquimia y la metafísica se entrelazan con una visión que desafía la tradición. En ellas, el autor no se limita a describir enfermedades y tratamientos, sino que reconstruye la práctica médica desde sus cimientos. Rechaza la escolástica y apuesta por la observación directa, la experimentación y el uso de sustancias químicas en la curación. Su introducción de términos como sinovial y su estudio de enfermedades como la sífilis y el bocio lo convierten en un precursor de la medicina moderna.
Pero sus escritos van más allá de la anatomía y la farmacología. La doctrina del Astrum in corpore, uno de los pilares de su pensamiento, postula que el cuerpo humano es un reflejo del orden cósmico. En su visión, la alquimia no es solo la transmutación de los metales, sino la clave para entender los secretos de la vida misma. Atribuye a los cuatro elementos naturales una dimensión espiritual y los asocia con entidades míticas: los gnomos, las ninfas, los silfos y las salamandras, haciendo de su ciencia una mezcla de empirismo y misticismo.
La medicina, según Paracelso, debe sostenerse sobre cuatro fundamentos: astronomía, ciencias naturales, química y amor. Su teoría de que lo semejante cura lo semejante prefigura la homeopatía, aunque su enfoque terapéutico trasciende la simple administración de remedios. Para él, el médico no solo debe curar el cuerpo, sino armonizar al paciente con las fuerzas del universo.
El estilo de Paracelso es combativo, apasionado y lleno de metáforas que reflejan su espíritu indomable. Sus obras, lejos de ser meros tratados técnicos, son manifiestos de un pensador que desafió a la academia y propuso una medicina más cercana a la naturaleza y a la verdadera esencia humana. A través de ellas, su legado sigue vivo, recordándonos que la ciencia, sin la audacia de quienes se atreven a cuestionar lo establecido, se estanca en la repetición de fórmulas vacías.
ESTUDIO PRELIMINAR SOBRE PARACELSO
I
EL ACTOR
Cuando en aquel plácido atardecer de noviembre de 1493 regresaba a su casa, en el pequeño burgo suizo próximo a Zúrich, el joven y respetado médico del lugar, una arruga de preocupación iba marcando su frente con un hondo trazo oblicuo. A pesar del cansancio de la jornada, sus pies y el largo báculo de borlas que distinguía su calidad se aferraban ágilmente al camino empinado que conducía a la Ermita de Einsiedeln, esquivando a su paso los ya extensos manchones de nieve y haciendo rodar cuesta abajo innúmeros guijarros y piedrecitas de montaña.
A medio camino se encontró con el cervecero, antiguo amigo y cliente, quien con aire de ser portador de grandes novedades se le acercó con un revolar de brazos y de sonrisas oficiosas.
—¡Doctor Hohenheim! ¿Sabe ya la noticia?
—¿Qué… ya?…
—Dicen que unas naos de los reyes de España han regresado de las Indias por una nueva derrota, trayendo un sin fin de cosas maravillosas… oro puro, rarísimas especias, pájaros fantásticos… y hasta unos infieles… imagínese Doctor… ¡enteramente desnudos!
El cervecero, agarrado de la amplia estola de terciopelo de la casaca del médico, parecía más y más excitado.
Su interlocutor en cambio, luego del relámpago de interés que había cruzado sus ojos a las primeras palabras, había quedado extrañamente indiferente y a poco, dando muestras de progresiva impaciencia, se despidió bruscamente, añadiendo entre dientes a modo de disculpa:
Sí: es posible ¡pasan tantas cosas! ¡Dios sabe!
El cervecero, un tanto sorprendido, se quedó viéndole subir la cuesta a saltos y, meneando la cabezota vulgar y peluda, pensó para su sayo: «¡Qué colección de tipos más raros son todos estos médicos!».
Sin embargo, si hubiera seguido al Doctor y hubiera penetrado con él en la revuelta y alegre casa que lo esperaba, allá junto a la Ermita, habría comprendido y disculpado la falta de atención de su amigo.
A poco, se supo en el pueblo que la mujer del Doctor Hohenheim acababa de dar a luz un niño, que al día siguiente era registrado en la oficina del Intendente del Cantón, bajo el nombre de Philippus Teophrastus.
Había nacido Paracelso.
No hay dato alguno de suficiente autenticidad que nos hable de los primeros años del joven Philippus, pero cabe pensar que el encerrado tipo de vida familiar de entonces y las esperas nocturnas al extraño y maravilloso personaje que veía en su padre, no tardaron en ir atrayendo la atención del pequeño hacia las cosas de la Medicina. Luego sin duda fue así, pues consta que su padre fue su primer maestro y que a su lado se inició en la sagrada disciplina.
Acompañándole por aquellos vericuetos de las montañas, por aquellos soleados pueblecillos, aprendió a encariñarse con las plantas y las hierbas silvestres, iniciándose en el conocimiento y en el amor de la Naturaleza, que tan pródigamente había de recompensar su débil cuerpo de niño y su ya despierta inteligencia de hombre.
Sin embargo, su espíritu, su sentido crítico y su tenaz curiosidad, no iban a tardar en sembrarle el ánimo de dudas y la mente de reservas. Viendo las cosas de cerca y desde dentro, pudo darse cuenta con seguridad de los inevitables trucos y supercherías que su padre preparaba entre burlas y solemnes invocaciones, para sus recetas del día siguiente.
Y un día llegó a la insólita decisión: revolucionaría y transformaría la Medicina, encauzaría la Terapéutica por vías más naturales y declararía la guerra sin cuartel al intocable trío que veneraban sus contemporáneos: Celso, Galeno y Avicena.
No debió dejar de hacer gracia al padre la fantasía y el coraje del chico. Luego, pensando filosóficamente que a pesar de todos sus consejos, la experiencia tiene siempre que acabar doliendo en cabeza propia, lo dejó ir.
Así Philippus Teophrastus, que ya en prueba de su oposición a Celso había decidido llamarse y hacerse llamar Paracelso, salió de su hogar e inició su sorprendente y continuo peregrinaje.
Asistió a las Universidades de Alemania, de Francia y de Italia, siguiendo los cursos de los hombres más destacados de la época: Scheit, Levantal y Nicolás de Ypon, doctorándose al fin con toda seguridad, por más que ello haya sido negado por algunos de sus detractores.
La época pesaba y gravitaba sin embargo inexcusablemente sobre las inteligencias del siglo y Paracelso no pudo sustraerse a ella. La magia mística, el ocultismo y la escolástica en plena pedantería reinaban en las Universidades. Por eso no fue poca la perspicacia del joven Teofrasto cuando, luego de romper públicamente con todos los fariseos oficiales, intuyó la verdad en los frondosos conocimientos médicos y de todo orden de Tritemio, célebre abate del Convento de San Jorge, en Würzburg.
Este Tritemio, al que rodeó el misterio y el temor un tanto supersticioso de sus contemporáneos, fue un criptógrafo y cabalista notable, gran conocedor y comentador de las Sagradas Escrituras y descubridor, aun en nebulosa, de importantes fenómenos psíquicos de magnetismo animal, de telepatía y de transmisión del pensamiento, aparte de químico consumado.
Su influencia en Paracelso fue perdurable y aunque al cabo de algún tiempo el discípulo decidiese separarse del maestro, disconforme con ciertas prácticas de Magia y Nigromancia, no cabe duda que fue mucho lo que su sed se calmó en tales fuentes. Como contrapunto, cabe achacar a Tritemio gran parte de la tendencia que luego distinguió a Paracelso, de complicar y enrevesar los conceptos y de ocultar las ideas bajo fantásticos neologismos.
Luego viajó por el Tirol, Hungría, Polonia, Suiza nuevamente, atravesó otra vez Francia, pasó a España y Portugal y de allí, seguramente por mar, fue a parar a Turquía adentrándose en el Medio Oriente y llegando hasta el reino del Gran Kan, en Tartaria, al hijo de cuyo Príncipe tuvo la fortuna de curar, siendo entonces agasajado y honrado como un personaje divino.
Entretanto, algunas de sus burlas e invectivas habían empezado a levantar roncha en la susceptible y presuntuosa vanidad de algunos colegas, y apenas regresado a Alemania fue acusado de charlatanería y encarcelado en Nordlingen.
Pero la libertad no podía ser esquiva a quien tanto la amaba y pronto se vio nuevamente Paracelso en la plaza pública, estudiando, curando, enseñando… e insultando cada vez con más bríos a sus enemigos.
Con todo, la prudencia le aconsejó levantar el campo. Su nuevo recorrido abarcó Italia, los Países Bajos y Dinamarca, asistiendo como cirujano militar a diversas campañas y obteniendo resonantes éxitos por su habilidad en el tratamiento de las heridas.
Luego, quedó algún tiempo en Suecia, bajó a Bohemia y regresó al Tirol. En esos sitios enseñaba siempre y en todas partes, con los alquimistas, con los quiromantes e incluso con los simples barberos, conviviendo con los mineros y compartiendo el pan de la gente del pueblo, a cuya relación ayudaba con su idioma, simple jerga tudesca —nunca el latín— y con su atuendo personal, desprovisto de los consabidos ornamentos.
Sus observaciones de esta época, sobre las enfermedades de los mineros y sobre las virtudes de algunos metales fueron notabilísimas; las que señalaron al mercurio como específico para curar úlceras sifilíticas, por ejemplo, pueden contarse como definitivas adquisiciones. Y así muchas más.
Con todo esto, la vida de Paracelso pasaba alternativamente por rachas de verdadera riqueza y de pobreza franciscana, ninguna de las cuales parecía afectarle mayormente. Como lógica consecuencia, tan pronto peregrinaba solo, como seguido y rodeado de exaltados y numerosos discípulos, uno de los cuales, el más constante y preferido, el célebre Oporinus, fue más tarde su peor enemigo y uno de sus más encarnizados detractores.
Hoy, por encima de sus impugnaciones y calumnias, está fuera de duda que Paracelso poseyó una gran cultura, un gran amor al estudio, un riguroso espíritu crítico y unas costumbres presididas por una sobriedad y castidad absolutas.
Ya entonces, su fama y renombre llegaron a conmover de tal manera al público, que al fin fue llamado para ocupar una cátedra en Basilea (1527), cuando solo contaba 34 años de edad.
Posteriormente profesó públicamente en Colmar (1528), Núremberg. (1529), Saint-Gall (1531), Pfeffer (1535), Augsburgo (1536) y Villach (1538), donde cuatro años antes había muerto su padre.
A estos 10 años de docencia ininterrumpida, siguen dos más en que, retirado en Mindelheim, se ocupó en recopilar, ordenar y redactar sus escritos y conferencias, dispersas aquí y allá, entre las que se filtraron para la posteridad no pocas notas de sus discípulos.
Durante el invierno de ese segundo año en Mindelheim, Paracelso enfermó de una rara dolencia que lo consumía poco a poco. Sin duda creyó en el beneficio que le reportaría un cambio de residencia y decidió trasladarse a su querida ciudad de Salzburgo, tan hermosa y de tan suave clima.
En ella, despertando de nuevo a su agudo y perenne misticismo, se ocupó escribiendo comentarios sobre la Biblia y la vida espiritual, algunos de cuyos fragmentos fueron publicados por Toxites en 1570. Pero el paso de la enfermedad aceleraba su marcha y Paracelso tuvo la sensación de que su fin estaba próximo.
En este punto los comentaristas han discrepado considerablemente. Para unos, Paracelso, abandonado, olvidado y reducido a la mayor indigencia, murió en el Hospital de San Esteban, cosa posible pero poco consecuente. Otros refirieron y propagaron la especie de que Paracelso, seguido por matones profesionales, a sueldo de los médicos de Salzburgo enemigos suyos, fue asesinado o envenenado alevosamente, lo cual, más humano y propio de la época, ha sido desvirtuado a la luz de las exégesis modernas.
Hoy, en efecto, parece perfectamente establecido el interesante proceso de su tránsito, henchido de dignidad y exhumado y reconstruido según los testimonios, indiscutiblemente exactos, recopilados por el doctor Aberle.
Parece cierto que estuvo internado en el hospital de San Esteban y que allí sintió un día la muerte con rara e inminente corporeidad. Su gesto tuvo entonces la serenidad suave de los elegidos. Alquiló una amplia habitación en la posada del Caballo Blanco, en la Kaygasse, que pudiera utilizar a la vez como alcoba y oficina testamentaria y se hizo trasladar a ella para esperar a la muerte como él había dicho tantas veces: «como fin de su laboriosa jornada y verdadera cosecha de Dios».
El último día de aquel verano, ante escribano y testigos, dictó su testamento, preparó su sepelio, repartió sus bienes, eligió los salmos I, VII y XXX para que fueran entonados en el momento del gran viaje de su alma, y dispuso que su cuerpo fuese llevado y enterrado en la iglesia de San Esteban.
Tres días después, el 24 de septiembre de 1541, murió, a los 48 años de edad. Ante sus restos desfiló toda la ciudad y el Príncipe Elector Arzobispo ordenó unos funerales con los máximos honores, broche digno del hombre que acababa de desaparecer.
Medio siglo después, sus huesos fueron sacados de la tierra del jardín de la iglesia y depositados en un nicho empotrado en el muro, bajo el cuidado de su albacea Miguel Setznagel. El hueco fue cubierto con una gran placa de mármol rojo y en ella, borroso por los siglos, pero aún perceptible, el cándido elogio de una leyenda grabada a escoplo de cantero, demasiado breve y sencilla para el compendio de una vida semejante:
«Aquí yace Felipe Teofrasto de Hohenheim.
Famoso doctor en Medicina, que curó toda
clase de heridas, la lepra, la gota, la hidropesía
y otras varias enfermedades del cuerpo, con
ciencia maravillosa.
Murió el 24 día de Septiembre del año de
Gracia de 1541»
…
Paracelso. Theophrastus Phillippus Aureolus Bombastus von Hohenheim, mejor conocido como Paracelso, fue una de esas figuras que parecen arrancadas de las páginas de una novela de alquimia y misterio. Nació alrededor de 1493 en Suiza, en un tiempo donde la medicina y la magia aún danzaban en una misma esfera. Su nombre, elegido por él mismo, evoca grandeza: igual o semejante a Celso, el célebre médico romano. Pero Paracelso no se conformó con la sombra de los antiguos, sino que se propuso reescribir el conocimiento con la tinta de su propio genio.
Médico, astrólogo y alquimista, desafió a los doctores de su tiempo con una audacia feroz. No creía en remedios heredados sin cuestionar sus fundamentos. Su rechazo a la medicina escolástica y su inclinación por la observación y la experimentación lo convirtieron en una figura polémica. De su pluma nació una sentencia que resuena aún en nuestros días: solo la dosis hace al veneno. Con ella sentó las bases de la toxicología moderna, postulando que cualquier sustancia puede ser letal o curativa según la cantidad administrada.
Pero Paracelso no era solo un teórico. Su vida fue un torbellino de viajes y descubrimientos. Desde las minas donde trabajó en su juventud hasta los campos de batalla como cirujano militar, acumuló conocimientos que aplicaría con una visión innovadora. La alquimia, para él, no era simple misticismo, sino el arte de transformar la naturaleza en beneficio del hombre. Así, con minerales y compuestos químicos, preparó remedios que lo diferenciaron de sus contemporáneos.
Descubrió y nombró el zinc, introdujo términos como sinovial y fue el primero en identificar enfermedades relacionadas con el trabajo. Su obra La gran cirugía marcó un hito en la medicina, desafiando la idea de que la cirugía era un arte menor, relegado a los barberos. Creía firmemente que el médico debía ser también cirujano, pues solo con un conocimiento completo del cuerpo humano podría alcanzarse la verdadera curación.
Pero su mirada no se detenía en lo físico. En su visión cósmica, el hombre era un microcosmos, un reflejo del orden astral. La doctrina del Astrum in corpore lo llevó a postular que cada individuo poseía su propio firmamento interno, una constelación que regía su destino y su salud. Y, como todo gran pensador de su época, sus creencias también se entrelazaban con el mundo de lo esotérico. Elementos y espíritus primordiales daban vida a su concepción de la realidad: gnomos para la tierra, ninfas para el agua, silfos para el aire y salamandras para el fuego.
A pesar de su genio, Paracelso no fue un hombre fácil. Se granjeó enemigos con la misma rapidez con la que desafiaba dogmas. Sus contemporáneos lo acusaron de mago y hereje, mientras él seguía adelante, convencido de que la medicina debía fundarse en cuatro pilares: astronomía, ciencias naturales, química y amor. Porque, para él, sin amor no podía haber verdadera sanación.
Murió en Salzburgo en 1541, con apenas 47 años, dejando tras de sí una estela de conocimiento y controversia. Su legado, sin embargo, se impuso al tiempo y las disputas. Hoy, su figura brilla como la de un visionario que, con la audacia de los que no temen a lo desconocido, abrió caminos nuevos para la ciencia y la medicina. Paracelso no solo desafió a su época: la trascendió.