Resumen del libro:
Para que no te pierdas en el barrio es una novela del escritor francés Patrick Modiano, ganador del Premio Nobel de Literatura en 2014. La obra narra la búsqueda de identidad de un hombre que ha perdido la memoria y que intenta reconstruir su pasado a través de pistas que le llegan de forma azarosa. El protagonista, Jean Daragane, recibe una llamada de un desconocido que dice haber encontrado su agenda con nombres y números de teléfono. A partir de ahí, se desencadena una serie de encuentros y conversaciones que le revelan aspectos de su infancia y juventud que había olvidado o reprimido.
La novela se desarrolla en un ambiente de misterio y melancolía, típico de la obra de Modiano. El autor explora los temas de la memoria, el tiempo, la identidad y la escritura, con un estilo sobrio y elegante. El lector se sumerge en el laberinto de la mente del protagonista, que se mueve entre el presente y el pasado, entre la realidad y la ficción. La novela es también un homenaje a la ciudad de París, escenario principal de la trama y fuente de inspiración para el autor.
Para que no te pierdas en el barrio es una obra breve pero intensa, que invita a reflexionar sobre el sentido de la vida y el papel de la literatura. Es una novela que cautiva por su belleza y su profundidad, por su capacidad para crear atmósferas y emociones. Es una novela que no te dejará indiferente.
1
Poca cosa. Como la picadura de un insecto, que al principio nos parece benigna. Al menos eso es lo que nos decimos en voz baja para tranquilizarnos. El teléfono había sonado a eso de las cuatro de la tarde en casa de Jean Daragane, en la habitación que llamaba el «despacho». Se había quedado traspuesto en el sofá del fondo, resguardado del sol. Y esos timbrazos que ya había perdido desde hacía mucho la costumbre de oír no cesaban. ¿Por qué esa insistencia? En el otro extremo del hilo, a lo mejor se les había olvidado colgar. Se levantó por fin y fue hacia la parte de la habitación próxima a las ventanas, donde el sol pegaba con muchísima fuerza.
«Querría hablar con el señor Daragane».
Una voz desganada y amenazadora. Esa fue su primera impresión.
«¿Señor Daragane? ¿Me oye?».
Daragane quiso colgar. Pero ¿para qué? Los timbrazos se reanudarían sin interrumpirse nunca. Y a menos que cortara definitivamente el cable del teléfono…
«Al aparato».
«Es por su libreta de direcciones, caballero».
La había perdido el mes anterior en un tren que lo llevaba a la Costa Azul. Sí, solo podía haber sido en ese tren. La libreta de direcciones había resbalado del bolsillo de la chaqueta seguramente en el momento de sacar el billete para enseñárselo al revisor.
«He encontrado una libreta de direcciones a su nombre».
En la tapa gris ponía: EN CASO DE EXTRAVÍO ENVIAR ESTA LIBRETA A. Y Daragane, un día, mecánicamente, había escrito su nombre, sus señas y su número de teléfono.
«Se la llevo a su domicilio. El día y a la hora que quiera».
Sí, definitivamente una voz desganada y amenazadora. E incluso, pensó Daragane, una voz de chantajista.
«Preferiría que nos viéramos fuera de casa».
Había hecho un esfuerzo para sobreponerse al malestar que sentía. Pero su voz, que habría querido que resultara indiferente, le pareció de pronto una voz sin inflexiones.
«Como quiera, caballero».
Hubo un silencio.
«Una lástima. Estoy cerquísima de su casa. Me habría gustado dársela en mano».
Daragane se preguntó si el hombre no estaría delante del edificio y si no se iba a quedar allí, acechando su salida. Tenía que librarse de él lo antes posible.
«Veámonos mañana por la tarde», acabó por decir.
«Si usted quiere… Pero en tal caso cerca de mi lugar de trabajo. Por la zona de la estación de Saint-Lazare».
Estaba a punto de colgar, pero no perdió la sangre fría.
«¿Conoce la calle de L’Arcade?», preguntó el hombre. «Podríamos quedar en un café. En el número 42 de la calle de L’Arcade».
Daragane apuntó la dirección. Recobró el resuello y dijo:
«Muy bien, caballero. En el número 42 de la calle de L’Arcade mañana a las cinco de la tarde».
Luego colgó sin esperar la respuesta de su interlocutor. Lamentó en el acto haberse portado de forma tan desabrida, pero le echó la culpa al calor que agobiaba París desde hacía unos cuantos días, un calor inhabitual en el mes de septiembre. Le incrementaba la soledad. Lo obligaba a quedarse encerrado en aquella habitación hasta que se ponía el sol. Y además el teléfono no había vuelto a sonar desde hacía meses. Y el móvil, encima del escritorio…: se preguntó cuándo lo había usado por última vez. Apenas si sabía utilizarlo y se equivocaba con frecuencia al apretar las teclas.
Si el desconocido no hubiese llamado por teléfono, se le habría olvidado para siempre la pérdida de aquella libreta. Intentaba recordar qué nombres había en ella. La semana anterior quería incluso reconstruirla y, en una hoja en blanco, había empezado a hacer una lista. Al cabo de un momento rompió la hoja. Ninguno de los nombres era de las personas que habían tenido importancia en su vida y cuyos números de teléfono y direcciones nunca había necesitado apuntar. Se los sabía de memoria. En esa libreta solo había conocidos de esos de los que se dice que son «de orden profesional», unas cuantas señas supuestamente útiles, no más de treinta nombres. Y, entre ellos, varios que habría debido suprimir, porque ya no valían. Lo único que lo había preocupado al perder la libreta era haber mencionado en ella su propio nombre y sus señas. Por descontado, podía hacer como si no hubiera ocurrido nada y dejar que aquel individuo lo esperase en vano en el número 42 de la calle de L’Arcade. Pero entonces siempre quedaría algo en el aire, una amenaza. Había soñado muchas veces, en el vacío de algunas tardes solitarias, que sonaba el teléfono y una voz suave le daba una cita. Se acordaba del título de una novela que había leído: El tiempo de los encuentros. A lo mejor ese tiempo no había terminado aún para él. Pero la voz de hacía un rato no le inspiraba confianza. Desganada y amenazadora a un tiempo era aquella voz. Sí.
Le pidió al taxista que lo dejase en La Madeleine. Hacía menos calor que los otros días y era posible andar siempre y cuando uno fuera por la acera de la sombra. Fue por la calle de L’Arcade, desierta y silenciosa bajo el sol.
Llevaba una eternidad sin andar por aquellos parajes. Se acordó de que su madre actuaba en un teatro de las inmediaciones y su padre tenía un despacho al final del todo de la calle, a la izquierda, en el 73 del bulevar de Haussmann. Lo asombró que aún le sonara el número 73. Pero todo ese pasado se había vuelto tan translúcido con el tiempo… Un vaho que se disipaba al sol.
El café estaba en la esquina de la calle y del bulevar de Haussmann. Un local vacío, una barra larga con estanterías encima, igual que en un autoservicio o en un Wimpy de los de antes. Daragane se sentó en una de las mesas del fondo. ¿Acudiría el desconocido a la cita? Las dos puertas, la que daba a la calle y la que daba al bulevar, estaban abiertas por el calor. Al otro lado de la calle, el edificio grande, el número 73… Se preguntó si alguna de las ventanas del despacho de su padre daría de ese lado. ¿En qué piso? Pero esos recuerdos se le iban escabullendo sobre la marcha, como pompas de jabón o los retazos de un sueño que se volatilizan al despertar. Habría tenido la memoria más despierta en el café de la calle de Les Mathurins, delante del teatro, donde esperaba a su madre, o en los alrededores de la estación de Saint-Lazare, una zona por la que había andado mucho hacía tiempo. Aunque no. Seguro que no. La ciudad ya no era la misma.
«¿El señor Jean Daragane?».
Había reconocido la voz. Tenía delante a un hombre de unos cuarenta años, a quien acompañaba una muchacha más joven que él.
«Gilles Ottolini».
Era la misma voz, desganada y amenazadora. Señalaba a la muchacha:
«Una amiga… Chantal Grippay».
Daragane seguía en su asiento, inmóvil, sin tenderles la mano siquiera. Se sentaron los dos enfrente de él.
«Le ruego nos disculpe… Llegamos con algo de retraso…».
Ottolini había adoptado un tono irónico, seguramente para mostrar aplomo. Sí, era la misma voz, con un leve, casi imperceptible, acento del sur que no le había llamado la atención a Daragane la víspera, por teléfono.
Piel marfileña, ojos negros, nariz aquilina. La cara era delgada, tan cortante de frente como de perfil.
«Aquí tiene lo que le pertenece», le dijo a Daragane, en el mismo tono irónico, que parecía ocultar cierto embarazo.
Se sacó del bolsillo de la chaqueta la libreta de direcciones. La puso encima de la mesa tapándola con la palma de la mano, separando los dedos. Hubiérase dicho que quería impedir a Daragane que la cogiera.
La muchacha estaba algo retirada, como si no quisiera que nadie se fijara en ella, una morena de unos treinta años con media melena. Llevaba una camisa y un pantalón negros. Le lanzó una mirada inquieta a Daragane. Este se preguntó, por los pómulos y los ojos rasgados, si no sería de origen vietnamita, o china.
«¿Y dónde encontró esta libreta?».
«En el suelo, debajo de un asiento del bar de la estación de Lyon».
Le alargó la libreta de direcciones. Daragane se la metió en el bolsillo. Recordó, efectivamente, que el día que se fue a la Costa Azul llegó con adelanto a la estación de Lyon y se sentó en el bar del primer piso.
«¿Quiere tomar algo?», preguntó el tal Gilles Ottolini.
A Daragane le entraron ganas de dejarlos plantados. Pero cambió de opinión.
«Una Schweppes».
«Intenta dar con alguien que nos atienda. Yo quiero un café», dijo Ottolini, volviéndose hacia la muchacha.
Esta se puso de pie en el acto. Aparentemente, estaba acostumbrada a obedecerle.
«Debía de ser un fastidio estar sin esa libreta…».
Sonrió con una peculiar sonrisa que a Daragane le pareció insolente. Pero quizá fuera torpe o tímido.
«La verdad», dijo Daragane, «puede decirse que ya no llamo por teléfono».
El hombre le echó una mirada perpleja. La muchacha volvió hacia la mesa y se sentó otra vez en su sitio.
«Ya no sirven a estas horas. Van a cerrar».
Era la primera vez que Daragane oía la voz de aquella muchacha, una voz ronca y que no tenía el leve acento del sur del hombre que estaba a su lado. Más bien de acento parisino, si es que eso quiere decir algo aún.
«¿Trabaja por esta zona?», preguntó Daragane.
«En una agencia de publicidad de la calle de Pasquier. La agencia Sweerts».
«¿Y usted también?».
Se había vuelto hacia la muchacha.
«No», dijo Ottolini sin darle tiempo a la muchacha para contestar. «Ella de momento no hace nada». Y otra vez la misma sonrisa crispada. La muchacha también esbozaba una sonrisa.
Daragane estaba deseando despedirse. Si no lo hacía en el acto, ¿conseguiría quitárselos de encima?
«Voy a serle sincero…». El hombre se inclinaba hacia Daragane y tenía la voz más aguda.
Daragane notó la misma sensación de la víspera, por teléfono. Sí, aquel hombre tenía una insistencia de insecto.
«Me he permitido hojear su libreta de direcciones… Mera curiosidad…».
La muchacha había vuelto la cabeza, como si fingiera que no oía nada.
«¿No está molesto conmigo?».
Daragane lo miró de frente, a los ojos. El hombre le sostuvo la mirada.
«¿Por qué iba a estarlo?».
Un silencio. El hombre había acabado por bajar la vista. Luego dijo, con la misma voz metálica:
«Hay una persona cuyo nombre he encontrado en su libreta de direcciones. Me gustaría que me proporcionase información acerca de ella…».
El tono se había vuelto más humilde.
«Disculpe mi indiscreción…».
«¿De quién se trata?», preguntó Daragane de mala gana.
Notaba de repente la necesidad de levantarse y de encaminarse con paso veloz hacia la puerta abierta que daba al bulevar de Haussmann. Y de respirar al aire libre.
«De un tal Guy Torstel».
Había pronunciado el nombre y el apellido articulando bien las sílabas, como para espabilarle la memoria adormecida a su interlocutor.
«¿Cómo dice?».
«Guy Torstel».
Daragane se sacó del bolsillo la libreta de direcciones y la abrió por la letra T. Leyó el nombre, arriba del todo de la página, pero aquel Guy Torstel no le recordaba nada.
«No veo quién puede ser».
«¿En serio?».
El hombre parecía decepcionado.
«Hay un número de teléfono de siete cifras», dijo Daragane. «Debe de ser de hace por lo menos treinta años…».
Volvió las páginas. Todos los demás números de teléfono eran, desde luego, actuales. De diez cifras. Y esa libreta de direcciones llevaba usándola cinco años nada más.
«¿Ese nombre no le dice nada?».
«No».
Pocos años antes, habría dado muestra de esa amabilidad que todo el mundo le reconocía. Le habría dicho: «Déjeme algo de tiempo para dilucidar el misterio…». Pero no encontraba las palabras.
«Es en relación con un suceso sobre el que he reunido bastante documentación», siguió diciendo el hombre. «Aparece ese nombre… Eso es lo que pasa…».
De repente parecía a la defensiva.
«¿Qué clase de suceso?».
Daragane hizo la pregunta mecánicamente, como si le volvieran los antiguos reflejos de cortesía.
«Un suceso muy antiguo… Querría escribir un artículo sobre él… Al principio, me dedicaba al periodismo, ¿sabe?».
Pero la atención de Daragane flaqueaba. No cabía duda de que debía dejarlos plantados lo antes posible; si no, aquel hombre le iba a contar su vida.
«Lo siento mucho», le dijo. «Se me ha olvidado ese Torstel… A mi edad, a veces se pierde la memoria… Por desgracia tengo que dejarles…».
Se puso de pie y les dio la mano a ambos. Ottolini le lanzó una mirada dura, como si Daragane lo hubiera insultado y estuviera a punto de contestarle con violencia. La muchacha, por su parte, había bajado la vista.
Fue hacia la puerta acristalada, abierta de par en par, que daba al bulevar de Haussmann con la esperanza de que el otro no le impidiera el paso. Fuera, respiró a pleno pulmón. Qué idea tan peculiar esa de haber quedado con un desconocido, él, que llevaba tres meses sin ver a nadie y no por eso se sentía peor… Al contrario. En aquella soledad, nunca se había sentido tan liviano, con curiosos momentos de exaltación por la mañana o a última hora de la tarde, como si todo fuera posible aún y, como decía el título de una película antigua, la aventura estuviera a la vuelta de la esquina… Nunca, ni siquiera durante los veranos de su juventud, le había parecido la vida tan carente de peso como desde que había empezado el verano aquel. Pero en verano todo está en el aire; una estación «metafísica», le decía tiempo atrás su profesor de filosofía, Maurice Caveing. Qué curioso, se acordaba del apellido «Caveing» y no sabía ya quién era Torstel.
Aún hacía sol y una leve brisa atenuaba el calor. A aquella hora, el bulevar de Haussmann estaba desierto.
Durante los últimos cincuenta años había pasado por allí con frecuencia, incluso de niño, cuando su madre lo llevaba, subiendo un poco por el bulevar, a los grandes almacenes Le Printemps. Pero esa tarde, la ciudad le parecía extranjera. Había soltado todas las amarras que podían unirlo a ella aún, o quizá fuera ella la que lo había rechazado.
Se sentó en un banco y se sacó la libreta del bolsillo. Se disponía a romperla y desperdigar los pedacitos en la papelera de plástico verde, junto al banco. Pero titubeó. No, lo haría dentro de un rato, en su casa, con total tranquilidad. Hojeó distraídamente la libreta. Entre esos números de teléfono, ni uno que le apeteciera marcar. Y además en los dos o tres números que faltaban, en los que habían tenido importancia para él y aún se sabía de memoria, ya no contestaría nadie.
…