Resumen del libro:
“Paprika” es una novela cautivadora escrita por Yasutaka Tsutsui, un maestro de la literatura japonesa contemporánea conocido por su aguda exploración de temas complejos a través de una prosa vibrante y accesible. La trama se desarrolla en el Instituto de Investigación Psiquiátrica de Tokio, donde se está desarrollando una tecnología revolucionaria que permite adentrarse en los sueños de pacientes con trastornos mentales y modificarlos como parte de una terapia innovadora. Sin embargo, cuando un oscuro complot amenaza con tomar el control del instituto, la narrativa se bifurca en dos escenarios: la realidad y el mundo de los sueños.
Tsutsui teje una historia vertiginosa y compleja que, a primera vista, puede parecer un mero divertimento, pero que en realidad oculta una reflexión profunda sobre temas fundamentales como la intimidad, los deseos reprimidos, el poder, la locura y las relaciones sexuales. A lo largo de la trama, el autor impregna la narrativa con referencias que abarcan desde el manga hasta el pulp, pasando por el thriller, lo que añade una riqueza única a la historia.
Lo más destacado de “Paprika” es la capacidad de Tsutsui para crear ecosistemas literarios alucinantes que oscilan entre la risa y el horror, al mismo tiempo que critica los aspectos más oscuros de la sociedad y defiende la libertad y el arte como valores fundamentales. Yasutaka Tsutsui se revela como un talento literario que merece ser descubierto por el público hispanohablante, y su obra brilla aún más gracias a la cuidadosa traducción y publicación de Atalanta, la cazadora, que ha rescatado esta perla literaria japonesa para el deleite de los lectores. “Paprika” es una obra que desafía las convenciones narrativas y sumerge al lector en un viaje fascinante a través de los laberintos de la mente humana y los misterios de los sueños.
Capítulo 1
Kōsaku Tokita irrumpió en la sala de dirección. Debía de pesar más de cien kilos. El aire de la habitación se volvió sofocante.
La sala de dirección del Instituto de Investigación Psiquiátrica, una fundación de servicio público, tenía cinco mesas que estaban ocupadas por dos directores: Kōsaku Tokita y Atsuko Chiba. Estas mesas estaban junto a la ventana que había en el extremo más alejado de la estancia. La sala de dirección estaba separada de la de los empleados por una puerta acristalada que siempre estaba abierta, por lo que parecían formar una sola.
Los sándwiches y el café que Atsuko Chiba había traído de la cafetería del Instituto todavía estaban en su mesa. No tenía hambre: siempre había lo mismo para almorzar. El Instituto contaba con un comedor que utilizaban los pacientes y el personal, pero la comida que servían era terrible. Visto por el lado bueno, la falta de apetito de Atsuko se traducía en que nunca engordaba ni ponía en peligro su silueta, una figura que los canales de televisión buscaban casi a diario. Pero ella, por desgracia, no tenía interés alguno ni en su aspecto físico ni en salir en televisión; sin embargo, sí lo tenía en mejorar el tratamiento de sus pacientes.
—Está cundiendo el pánico entre el personal por el contagio de esquizofrenia —dijo Tokita inclinando su corpachón hacia Atsuko. Uno de los terapeutas había contraído delirios paranoicos—. Nadie quiere tocar los escáneres ni los reflectores.
—¡Qué papeleta! —dijo Atsuko. Ella misma había tenido malas experiencias con este asunto. Los psiquiatras siempre han temido contagiarse de la esquizofrenia de sus pacientes. Había incluso quien decía que la enfermedad mental podía transmitirse a través de las membranas mucosas, como el herpes. Desde que se pusieron en práctica los aparatos de psicoterapia o «PT» (escáneres y reflectores que observan el interior de la mente), este temor se había hecho muy real. A los terapeutas a los que no les gusta identificarse con sus pacientes y les «imputan la responsabilidad», les preocupan este tipo de cosas. Se podría pensar que una experiencia así les da la oportunidad de autodiagnosticarse.
«Imputar la responsabilidad» significaba echar la culpa a la enfermedad mental de un paciente cuando un terapeuta es incapaz de entablar lazos humanos con él. Hasta hacía solo veinte años había estado en la misma raíz del diagnóstico de la esquizofrenia.
—¡Oh, no! ¡Otra vez lampazo con sésamo y pollo empanado al estilo Yuan! —Tokita sacó hacia fuera el labio inferior con disgusto al abrir la tapa de la caja de comida que le había preparado su madre, con la que vivía en uno de los apartamentos del Instituto—. ¡Esto no hay quien se lo coma!
Cuando Atsuko miró el interior de la caja de comida de Tokita, le entró hambre porque creía que se trataba de un almuerzo a base de algas: una fina capa de arroz coronada por una lámina de alga nori empapada en salsa de soja y, por encima, capas alternativas de ambos ingredientes… ¡Un plato de algas de los de toda la vida! Para Atsuko, aquella caja estaba repleta de delicias caseras. Y nunca había sido de las que comen poco; de hecho, tenía bastante apetito.
—Está bien. ¡Entonces me lo comeré yo! —dijo resuelta, extendiendo las manos para recibir la gran caja de bambú.
La reacción de Tokita fue igual de rápida.
—¡De ninguna manera! —gritó poniendo las manos sobre la caja.
—Pero si acabas de decir que no la querías —protestó Atsuko mientras intentaba hacerse con la comida. Confiaba en la fuerza de sus dedos.
Aparte del contenido de esa caja, no había nada en el Instituto que pudiera saciar el apetito de Tokita. Él se mostraba igual de desesperado en la pugna.
—¡He dicho que no!
—¡Caramba, caramba! —Toratarō Shima, el jefe del Instituto, se plantó delante de la pareja frunciendo el ceño—. Nuestros dos principales candidatos al premio Nobel de Fisiología o Medicina peleándose por una caja de comida —dijo lamentándose.
Toratarō Shima tenía la costumbre de levantarse de la sala de dirección, merodear por la sala de empleados y allí hablar con el primero que viera. Algunos de los trabajadores, cuando los abordaba por detrás, pegaban un bote del susto. Casi les daba un infarto.
A pesar de la mueca de disgusto y el sarcasmo utilizado por el jefe del Instituto, los dos seguían agarrando la caja de comida y forcejeando en silencio. Durante unos instantes, Shima se quedó contemplando el espectáculo con lástima. Luego movió dos o tres veces la cabeza con resignación recordando que los genios, muchas veces, tienen una conducta infantil.
—Doctora Chiba. Por favor, pásese después por mi despacho —musitó, y, poniendo las manos detrás de su encorvada espalda, se dio la vuelta y empezó a caminar sin rumbo, como siempre, por la sala de personal.
—En cualquier caso, no puede ser bueno que los médicos que están tratando a pacientes tengan los mismos desórdenes que ellos, ¿no te parece? —comentó Tokita después de haber compartido, a regañadientes, la mitad de su comida sobre la tapa de la caja—. Tsumura erró al diagnosticar al paciente, interpretó su tentativa de acceder a una independencia trascendental como una tentativa de independencia empírica. Es frecuente que la familia de un enfermo tenga las mismas alucinaciones que él; creo que esto es lo mismo.
En ese caso el peligro es aún mayor porque para el paciente se trata de un engaño, de la misma forma que se sienten engañados por los familiares que les expresan comprensión por su estado. Atsuko pensó que tenía que analizar al terapeuta llamado Tsumura.
Atsuko iba muy de vez en cuando a la sala de dirección para almorzar. Su laboratorio estaba tan atestado de aparatos PT que parecía la cabina de un avión. Allí no podía relajarse, ya que sus ayudantes no hacían más que entrar y salir. Lo mismo ocurría con el de Tokita.
…