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Pancho Villa. Una biografía narrativa

Resumen del libro:

Esta obra relata, con el estilo vibrante de Paco Ignacio Taibo II, todas las peripecias —desde los detalles más extravagantes hasta los momentos más trascendentes— de un hombre sagaz, abstemio, de mirada magnética, cuya única ley es la que se daba a sí mismo. Fiel al espíritu villista: «Se usa primero ésta —decía Pancho señalando la cabeza— y luego éstos —tomándose los testículos.» Pancho Villa retrata inmejorablemente a un complejo personaje que siempre estuvo en constante fuga, incluso después de muerto.

Taibo II desgrana en estas páginas la intensa vida de Pancho Villa, uno de los más grandes revolucionarios mexicanos.

La travesía de Villa, temeraria y desmedida, saturada de hechos heroicos y trágicos, siempre ha sido un símbolo atemporal de la Revolución mexicana.

CERO

Entrar en la historia

I

Aquí se cuenta la vida de un hombre que solía despertarse, casi siempre, en un lugar diferente del que originalmente había elegido para dormir. Tenía este extraño hábito porque más de la mitad de su vida adulta, 17 años de los 30 que vivió antes de sumarse a una revolución, había estado fuera de la ley; había sido prófugo de la justicia, bandolero, ladrón, asaltante de caminos, cuatrero. Y tenía miedo de que la debilidad de las horas de sueño fuera su perdición.

Un hombre que se sentía incómodo teniendo la cabeza descubierta, que habiendo sido llamado en su juventud «el gorra chueca» no solía quitarse el sombrero ni para saludar. Cuando después de años de estar trabajando en el asunto el narrador tuvo la visión de que Villa y sus sombreros parecían inseparables, Martín Luis Guzmán, en El águila y la serpiente, la corroboró: «Villa traía puesto el sombrero […] cosa frecuente en él cuando estaba en su oficina o en su casa». Para darle sustento científico al asunto el narrador revisó 217 fotografías. En ellas sólo aparece en 20 sin sombrero, y en muchos casos se trataba de situaciones que hacían de la ausencia del sombrero obligación: en una está nadando, en otras cuatro asiste a funerales o velorios, en varias más se encuentra muerto y el sombrero debe de haberse caído en el tiroteo. En las 197 restantes porta diferentes sombreros; los hay Stetsons texanos simples, sombreros de charro, gorras de uniforme federal de visera, enormes huaripas norteñas de ancha falda y copa alta, tocados huicholes, sombreros anchos de palma comprimida, texanos de tres pedradas, salacots y gorras de plato de las llamadas en aquellos años rusas. Su amor por el sombrero llegó a tanto que una vez que tuvo que ocultar su personalidad, consiguió un bombín que lo hacía parecer «cura de pueblo».

Esta es la historia de un hombre del que se dice que sus métodos de lucha fueron estudiados por Rommel (falso), Mao Tse Tung (falso) y el subcomandante Marcos (cierto); que reclutó a Tom Mix para la Revolución Mexicana (bastante improbable, pero no imposible), se fotografió al lado de Patton (no tiene mucha gracia, George era en aquella época un tenientillo sin mayor importancia), se ligó a María Conesa, la vedette más importante en la historia de México (falso; trató, pero no pudo) y mató a Ambrose Bierce (absolutamente falso). Que compuso «La Adelita» (falso), pero lo dice el «Corrido de la muerte de Pancho Villa», que de pasada le atribuye también «La cucaracha», cosa que tampoco hizo.

Un hombre que fue contemporáneo de Lenin, de Freud, de Kafka, de Houdini, de Modigliani, de Gandhi, pero que nunca oyó hablar de ellos, y si lo hizo, porque a veces le leían el periódico, no pareció concederles ninguna importancia porque eran ajenos al territorio que para Villa lo era todo: una pequeña franja del planeta que va desde las ciudades fronterizas texanas hasta la ciudad de México, que por cierto no le gustaba. Un hombre que se había casado, o mantenido estrechas relaciones cuasimaritales, 27 veces, y tuvo al menos 26 hijos (según mis incompletas averiguaciones), pero al que no parecían gustarle en exceso las bodas y los curas, sino más bien las fiestas, el baile y, sobre todo, los compadres.

Un personaje con fama de beodo que sin embargo apenas probó el alcohol en toda su vida, condenó a muerte a sus oficiales borrachos, destruyó garrafas de bebidas alcohólicas en varias ciudades que tomó (dejó las calles de Ciudad Juárez apestando a licor cuando ordenó la destrucción de la bebida en las cantinas), le gustaban las malteadas de fresa, las palanquetas de cacahuate, el queso asadero, los espárragos de lata y la carne cocinada a la lumbre hasta que quedara como suela de zapato.

Un hombre que cuenta al menos con tres «autobiografías», pero ninguna de ellas fue escrita por su mano.

Una persona que apenas sabía leer y escribir, pero cuando fue gobernador del estado de Chihuahua fundó en un mes 50 escuelas.

Un hombre que en la era de la ametralladora y la guerra de trincheras usó magistralmente la caballería y la combinó con los ataques nocturnos, los aviones, el ferrocarril. Aún queda memoria en México de los penachos de humo del centenar de trenes de la División del Norte avanzando hacia Zacatecas.

Un individuo que a pesar de definirse a sí mismo como un hombre simple, adoraba las máquinas de coser, las motocicletas, los tractores.

Un revolucionario con mentalidad de asaltabancos, que siendo general de una división de 30 mil hombres, se daba tiempo para esconder tesoros en dólares, oro y plata en cuevas y sótanos, en entierros clandestinos; tesoros con los que luego compraba municiones para su ejército, en un país que no producía balas.

Un personaje que a partir del robo organizado de vacas creó la más espectacular red de contrabando al servicio de una revolución.

Un ciudadano que en 1916 propuso la pena de muerte para los que cometieran fraudes electorales, inusitado fenómeno en la historia de México.

El único mexicano que estuvo a punto de comprar un submarino, que fue jinete de un caballo mágico llamado Siete Leguas (que en realidad era una yegua) y cumplió el anhelo de la futura generación del narrador, fugarse de la prisión militar de Tlatelolco.

Un hombre al que odiaban tanto, que para matarlo le dispararon 150 balazos al coche en que viajaba; al que tres años después de asesinarlo le robaron la cabeza; y que ha logrado engañar a sus perseguidores hasta después de muerto, porque aunque oficialmente se dice que reposa en el Monumento a la Revolución de la ciudad de México (esa hosca mole de piedra sin gracia que parece celebrar la defunción de la revolución aplastada por una losa de 50 años de traiciones), sigue enterrado en Parral.

Esta es la historia, pues, de un hombre que contó, y del que contaron, muchas veces sus historias, de tantas y tan variadas maneras que a veces parece imposible desentrañarlas.

El historiador no puede menos que observar al personaje con fascinación.

II

En la memoria de los supervivientes las vacas son más grandes, las montañas más altas, las llanuras siempre interminables, el hambre mayor, el agua más escasa, el miedo, apenas un destello fugaz. No exagera el que cuenta, es un problema de las pocas luces del que escucha. El narrador ha tratado de escuchar en medio de este rumor interminable e inmenso que surge del villismo y de la figura de Pancho. Siente que en ocasiones lo ha logrado, no siempre.

José María Jaurrieta, que acompañó a Villa durante su etapa guerrillera durante tres años, dijo: «Si el lector ha pasado una temporada en el campo, especialmente en la noche, cuando es más desesperante la soledad, habrá observado que la fogata tiene el poder supremo de reunir y hacer hablar a los hombres».

Villa contó sus historias centenares de veces en torno de esas fogatas, en las horas muertas durante los viajes en tren, en las interminables cabalgatas. Y otros contaron a otros lo que él les había contado. Y éstos a otros. Y así lo seguimos contando.

Pancho Villa hablaba como si supiera que durante un centenar de años sería sujeto de apasionados amores populares, de enconados odios burgueses y material magistral para novelas que nunca se escribieron. Pero no, lo suyo no es conciencia histórica predatada, lo suyo es simple pasión de magistral narrador oral que sabe que en el detalle está la credibilidad y que toda historia contada se mejora y se empeora, pero las versiones no tienen por qué parecerse absolutamente, obligatoriamente. No existe la historia, existen las historias.

Todo contador de historias sabe que la verosimilitud, la apariencia de verdad de su efímera y personal verdad, a fin de cuentas está en el detalle. No en lo que se dijo, que habría de volverse frase propiedad y uso de eso que llaman la historia, sino en cómo se contó el anillo con una piedra roja falsa que alguien movía con una mano gesticuladora, cómo se habló del color de las botas. El contador de historias sabe que el número exacto es esencial: 321 hombres, 11 caballos y una yegua, 28 de febrero; que la supuesta precisión de la exactitud, así sea falsa, amarra la historia que ha de ser contada, la solidifica, la fija en la galería de lo verdadero de verdad.

Es sabido que no necesariamente las historias más repetidas son las más ciertas; son sólo eso: las más repetidas. Y es conocido y evidente que a lo largo de una vida una persona será muchas personas, con los ecos del que fue cruzándose con el que es, o con el que parece ser.

El que escribe conoce y respeta estas maneras de recuperar el pasado. Pero más allá del respeto, es difícil hacer historia con estos materiales. Optó tanto por tratar de establecer «qué fue realmente lo que pasó», como por dejar muchas veces al lector tomar la decisión, o gozar como él gozó el moverse entre narraciones muchas veces contradictorias. Por eso a lo largo de la historia aparecerán tantas versiones que desafinan en el detalle.

Mientras escribía este libro el narrador sufrió y peleó con este universo de maravillosos cuenteros y «mentirosos» villistas que fueron sacados a patadas de la historia oficial, y regresaron a la historia social y popular por los gloriosos caminos del cuento, la anécdota, la narración oral y la leyenda.

No menos mentirosos fueron sus opositores, pero apelaron y siguen apelando al documento fraudulento, al parte militar que exageraba pero quedaba en el archivo, a la nube de humo que ocultaba, al silencio oficial, a la versión obligatoria, al historiador a sueldo. Mentían desde el poder.

III

El villismo y Villa en particular generan una doble mirada, incluso entre sus admiradores, en el mejor de los casos condescendiente. Una combinación de admiración, repulsión, fascinación, miedo, amor, odio. Para el civilizado (algunas escasas veces) lector del siglo XXI, la venganza social, el furor, el desprecio por la vida propia y ajena, la terrible afinidad con la violencia, desconciertan y espantan. Acercarse a Villa en busca de Robin Hodge y encontrarse con John Silver suele ser peligroso. Mucho mejor es narrarlo.

Para aquellos a quienes gustaría que el pasado funcionara como una Biblia, una ruta guía, una lección transparente, un manual para corregir el presente, este es el libro equivocado. El pasado es esa caótica historia que se lee conflictivamente desde el hoy y obliga al historiador medianamente inteligente a contar y no a juzgar, a no masticar, ordenar y manipular la información para cuadrarla a una hipótesis. Sobre todo, a no censurar. Que el lector asuma la interpretación, el juicio de la historia, la afinidad, el amor o la reprobación. Esa es su responsabilidad. Partamos del supuesto de que Pancho Villa no se merece una versión edulcorada de sí mismo, ni se la merece el que escribe después de haberle dedicado cuatro años de su vida, y no se la merecen desde luego los lectores.

IV

Las fotografías han sido tratadas como material informativo y no como ilustraciones, por eso tienen una distribución muy irregular a lo largo del libro, concentrándose en ciertos momentos de la vida del personaje y prácticamente desapareciendo en otros.

La literatura sobre la revolución ha sido usada en el mismo sentido; se trató de separar la crónica de la ficción (Campobello, Rafael E Muñoz, Azuela, Martín Luis Guzmán), pero esta última a ratos mostraba la certeza, la riqueza informativa, la reflexión y la impresión subjetiva que se escondía en la crónica y en la historia, y así vino a dar a estas páginas.

Lamentablemente, la voz de Villa que se emplea con frecuencia en el texto entre comillas no es del todo su voz, muchas veces es la voz que le han prestado sus secretarios, sus biógrafos y sus amanuenses. Sin embargo, algo queda.

Pancho Villa. Una biografía narrativa – Paco Ignacio Taibo II

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