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Palmeras en la nieve

Resumen del libro:

Es 1953 y Kilian abandona la nieve de la montaña oscense para iniciar junto a su hermano, Jacobo, el viaje de ida hacia una tierra desconocida, lejana y exótica, la isla de Fernando Poo. En las entrañas de este territorio exuberante y seductor, le espera su padre, un veterano de la finca Sampaka, el lugar donde se cultiva y tuesta uno de los mejores cacaos del mundo.

En esa tierra eternamente verde, cálida y voluptuosa, los jóvenes hermanos descubren la ligereza de la vida social de la colonia en comparación con una España encorsetada y gris; comparten el duro trabajo necesario para conseguir el cacao perfecto de la finca Sampaka; aprenden las diferencias y similitudes culturales entre coloniales y autóctonos; y conocen el significado de la amistad, la pasión, el amor y el odio. Pero uno de ellos cruzará una línea prohibida e invisible y se enamorará perdidamente de una nativa. Su amor por ella, enmarcado en unas complejas circunstancias históricas, y el especial vínculo que se crea entre el colono y los oriundos de la isla transformarán la relación de los hermanos, cambiarán el curso de sus vidas y serán el origen de un secreto cuyas consecuencias alcanzarán el presente.

En el año 2003, Clarence, hija y sobrina de ese par de hermanos, llevada por la curiosidad del que desea conocer sus orígenes, se zambulle en el ruinoso pasado que habitaron Kilian y Jacobo y descubre los hilos polvorientos de ese secreto que finalmente será desentrañado.

A mi padre, Paco, por la contagiosa pasión con la que vivió su vida; y a José Español, por ser la pasión de la mía. Gracias a ambos existe esta novela.

A mi madre, M.ª Luz, y a mis hermanas, Gemma y Mar, por su apoyo incondicional, siempre.

Y a José y Rebeca, quienes han crecido junto con estas páginas.

Esta noche os amaréis con desesperación porque sabéis que va a ser la última noche que pasaréis juntos. Nunca más volveréis a veros.

Nunca.

No será posible.

Os acariciaréis y os besaréis tan intensamente como solo lo pueden hacer dos personas angustiadas, intentando impregnarse mediante el sabor y el tacto de la esencia del otro.

La intensa lluvia tropical golpea furiosa la barandilla verde del pasillo exterior que conduce a las habitaciones, ahogando el ruido de vuestros gemidos rabiosos. Los relámpagos intentan extenderse en el tiempo para vencer la oscuridad.

«Déjame verte, tocarte, sentirte un minuto más…»

En una esquina de la habitación, dos maletas de cuero desgastado. Descansando en el respaldo de una silla, una gabardina. Un armario vacío con las puertas entornadas. Un sombrero y una fotografía sobre la mesa. Ropa de color crudo por el suelo. Una cama convertida en nido de amor por la mosquitera que, colgada desde el techo, la rodea. Dos cuerpos agitándose en la penumbra.

Eso será todo después de dieciocho años.

Podrías haber desafiado al peligro y decidido quedarte.

O podrías no haber ido nunca. Te habrías evitado la lluvia, la maldita lluvia que se empeña en enmarcar los momentos más tristes de tu vida.

No sufrirías esta noche tan negra.

Las gotas rebotan en los cristales de la ventana.

Y ella…

Podría no haberse fijado en ti cuando sabía que era mejor no hacerlo.

No sufriría esta noche de claridad intermitente y cruel.

La lluvia mansa y apacible se pega a los objetos y se desliza suavemente como las lágrimas, impregnando el ambiente de una contagiosa melancolía. La lluvia intensa de esta noche azota y recuerda amenazante que no se aferra a nadie, que ni la tierra la puede absorber, que muere en el mismo instante cruel en que golpea.

Habéis disfrutado de muchas noches de amor calmado, tierno, sensual, místico. Habéis gozado del placer prohibido. Y también habéis sido libres para amaros a plena luz.

Pero no habéis tenido suficiente.

Esta noche sois una y mil gotas de tornado en cada embestida.

¡Hazle daño! ¡Arráncale la piel con tus uñas! ¡Muerde! ¡Lame! ¡Imprégnate de su olor!

Por existir. Por haceros sufrir. Por no poder cambiar las circunstancias. Por la separación que habéis asumido. Por la maldita resignación.

Toma su alma y dale tu semilla, aunque sabes que ya no germinará.

«Me voy.»

«Te vas.»

«Pero te quedas mi corazón.»

Para siempre.

Suenan dos golpes secos y rápidos en la puerta, una pausa y luego otros dos. Son la señal convenida. José es puntual. Tienes que darte prisa o perderás el avión.

No puedes darte prisa. No podéis despegaros el uno del otro. Solo queréis llorar. Cerrar los ojos y permanecer en ese estado indefinido de irrealidad.

El tiempo destinado para vosotros ha concluido. No volverá. No hay nada que se pueda hacer. Ya lo habéis hablado. No habrá lágrimas; las cosas son como son. Quizá en otra época, en otro lugar… Pero vosotros no habéis decidido dónde nacer, a quién o a qué pertenecer. Solo habéis decidido amaros, a pesar de las dificultades.

Aun sabiendo que tarde o temprano este día llegaría, tal como lo ha hecho, ejerciendo una prisa que impide una despedida a la luz del sol y niega la promesa de un pronto retorno.

Esta vez el viaje es en una sola dirección.

Te levantas de la cama y comienzas a vestirte. Ella permanece sentada con la espalda apoyada en la pared, los brazos abrazando las piernas, el mentón apoyado en las rodillas. Contempla tus movimientos un instante y cierra los ojos para grabar en su memoria cada detalle de tu cuerpo, de tus gestos, de tu pelo. Cuando terminas de vestirte, ella se levanta y camina hacia ti. Su único atuendo es un collar formado por una fina tira de cuero y dos conchas. Siempre ha llevado ese collar. Una de las conchas es un cauri, un pequeño caracolillo brillante del tamaño de una almendra. La otra es una pequeña concha de Achatina fosilizada. Se quita el collar y lo pasa alrededor de tu cuello.

—Te darán buena suerte y prosperidad en tu camino.

Rodeas con tus fuertes brazos su cintura y la atraes hacia ti, inhalando el olor de su cabello y de su piel.

—Mi suerte se termina aquí y ahora.

—No desesperes. Aunque no te vea ni te pueda tocar, dondequiera que estés formarás parte de mí. —Sus grandes ojos, aunque apesadumbrados, transmiten una gran seguridad y firmeza. Quiere creer que ni la muerte podrá separaros, que habrá un lugar donde volveréis a juntaros, sin tiempo, sin prisas, sin prohibiciones.

Posas tus dedos sobre las conchas del collar. El cauri es suave como su piel y brillante como sus dientes. La ranura parece una vulva perfecta, puerta de entrada y salida de la vida.

—¿Podrá una pequeña Achatina librarme también de los demonios de fuertes pezuñas?

Ella sonríe al recordar la primera vez que estuvisteis juntos.

—Eres fuerte como una ceiba y flexible como una palmera real. Resistirás los golpes del viento sin quebrarte, con las raíces aferradas a la tierra y las hojas perennes hacia el cielo.

De nuevo dos golpes secos y rápidos en la puerta, una pausa breve y otros dos golpes. Una voz intenta dejarse oír de forma discreta sobre la tormenta.

—Te lo ruego. Es muy tarde. Debemos irnos.

—Ya voy, Ösé. Un minuto.

Un minuto y adiós. Un minuto que pide otro, y luego otro.

Ella se dispone a vestirse. Tú se lo impides.

«Quédate así, desnuda. Déjame verte, por favor…»

Ahora no tiene ni el collar para protegerse. ¿Y tú no tienes nada para ella?

Sobre la mesa, el sombrero que nunca más necesitarás y la única foto que tenéis de los dos juntos.

Coges una de las maletas, la colocas sobre la mesa, la abres y extraes unas tijeras de una bolsa de tela. Doblas la fotografía marcando con las uñas la línea que separa tu imagen de la de ella y la cortas.

Le entregas el fragmento en el que apareces apoyado en un camión del patio.

—Toma. Recuérdame tal como soy ahora, de la misma manera que yo te recordaré a ti.

Miras la otra parte en la que aparece ella, sonriente, antes de introducirla en el bolsillo de tu camisa.

—¡Siento en el alma no poder…! —Un sollozo te impide continuar.

—Todo irá bien —miente ella.

Miente porque sabe que sufrirá cada vez que cruce el patio, o entre en el comedor, o pose su mano sobre la barandilla blanca de la elegante escalera. Sufrirá cada vez que alguien pronuncie el nombre del país adonde marchas. Sufrirá cada vez que oiga el ruido del motor de un avión.

Padecerá cada vez que llueva como esta noche.

«Todo irá bien…»

La estrechas entre tus brazos y sientes que a partir de ahora ya nada irá bien.

En unos segundos, cogerás tus maletas y tu gabardina. La besarás de nuevo con pasión. Caminarás hacia la puerta. Escucharás su voz y te detendrás.

—¡Espera! Olvidas tu sombrero.

—Donde voy no lo necesitaré.

—Pero te recordará lo que fuiste durante muchos años.

—No lo quiero. Guárdalo tú. Recuerda lo que he sido para ti.

Te acercarás y la besarás por fin con la ternura cálida, densa y perezosa de un último beso. La mirarás a los ojos por un instante. Cerraréis los párpados y apretaréis los dientes para evitar el llanto. Os acariciaréis la mejilla suavemente. Abrirás la puerta y se cerrará tras de ti con un leve sonido que te parecerá el impacto de un disparo. Ella apoyará la cabeza en la puerta y entonces llorará amargamente.

Tú saldrás a la noche y te fundirás con la tormenta, que en ningún momento querrá amainar.

—Gracias, Ösé. Gracias por tu compañía todos estos años.

Son las primeras palabras que pronuncias desde que salieras de la habitación en dirección al aeropuerto. Te suenan extrañas, como si tú no las estuvieras pronunciando. Todo te resulta desconocido: la carretera, los edificios, la terminal prefabricada en metal, los hombres que se cruzan contigo.

Nada es real.

—No hay de qué —te responde José, afligido, colocando una mano en tu hombro.

Las lágrimas brillan en los ojos rodeados de arrugas de este hombre que ha sido como un padre para ti en este lugar, al principio extraño. El paso del tiempo se hace más evidente en su dentadura. Cuando tu padre os hablaba de José en sus cartas, o cuando te contaba historias al lado del fuego en las veladas de invierno, siempre repetía que no había visto unos dientes tan blancos y perfectos en ningún hombre. De eso hace ya una eternidad.

Apenas queda ya nada.

Tampoco volverás a ver a José.

El olor, el verde embriagador de la generosa naturaleza, el sonido solemne de los cantos profundos, la algarabía de las celebraciones, la nobleza de los amigos como José y el calor permanente sobre la piel comenzarán a serte ajenos. Ya no formarás parte de todo esto. En el mismo momento en que subas a ese avión, volverás a ser un öpottò, un extranjero.

—Querido Ösé…, quiero pedirte un último favor.

—Lo que tú digas.

—Cuando te vaya bien, alguna vez, si puedes, me gustaría que llevaras unas flores a la tumba de mi padre. Se queda muy solo en esta tierra.

Qué tristeza produce pensar que tus restos descansan en un lugar olvidado, que no habrá nadie que te dedique unos minutos frente a tu tumba.

—Antón tendrá flores frescas en su tumba mientras yo viva.

—Tènki, mi fren.

«Gracias, mi amigo. Por sacarme de apuros. Por ayudarme a comprender este mundo tan diferente al mío. Por enseñarme a quererlo. Por saber ver más allá del dinero que me trajo aquí. Por no juzgarme…»

—Mi hat no gud, Ösé.

—Yu hat e stron, mi fren.

«My heart is not good. Your heart is strong, my friend.» Tu corazón no está bien, pero tu corazón es fuerte.

Resistirá todo lo que venga.

Resistirás, sí. Pero no olvidarás que durante años empleaste cuatro lenguas que ahora te resultan insuficientes para describir lo que sientes: que «tu hat no gud».

El avión espera en la pista.

Adiós, vitémá, hombre de gran corazón. Cuídate mucho. «Tek kea, mi fren.» Estrecha mi mano. «Shek mi jan.»

«Take care. Shake my hand.»

Te dejarás arrastrar por las nubes durante miles de kilómetros y tomarás tierra en Madrid, donde cogerás un tren a Zaragoza. Luego te subirás a un autobús y, en poco tiempo, te reencontrarás con los tuyos. Todas las horas del viaje te resultarán escasas para despegarte de los últimos años, que habrán sido los mejores de tu vida.

Y ese hecho, el reconocer que los mejores años de tu existencia pasaron en tierras lejanas, será un secreto que guardarás en lo más profundo de tu corazón.

No puedes saber que tu secreto verá la luz dentro de más de treinta años. No puedes saber que algún día las dos partes de la imagen tan cruelmente separadas volverán a juntarse.

Todavía no existe Clarence.

Ni tu otra Daniela.

A medida que el avión gane altura verás por la ventanilla cómo se va empequeñeciendo la isla. Todo el verde del mundo que una vez invadió tu ser se irá convirtiendo en una leve mancha en el horizonte hasta que desaparezca. En el avión viajarán contigo otras personas. Todas permaneceréis en silencio. Todas os llevaréis vuestras historias.

El silencio se podrá traducir en unas pocas palabras, insuficientes para explicar la opresión en el pecho:

—Ö má we è, etúlá.

Adiós, vuestra querida isla en el mar.

Palmeras en la nieve – Luz Gabás

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