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Otelo, el moro de Venecia

Otelo, el moro de Venecia, una obra de teatro de William Shakespeare

Otelo, el moro de Venecia, una obra de teatro de William Shakespeare

Resumen del libro:

La historia original del moro de Venecia, de Gianbattista Giraldi Cinthio (1565), sirvió a William Shakespeare para crear Otelo, la única de sus grandes tragedias basada en una obra de ficción. Contraviniendo la imagen isabelina del moro, Shakespeare invierte los papeles de los protagonistas y otorga al moro Otelo el carácter de hombre noble y aristocrático, mientras que reserva para el italiano Yago la perversidad y la hipocresía, desarrollando en él uno de los estudios más profundos del mal. Otelo se presenta como la tragedia de la incomprensión, en la que luchan el amor puro, la pasión, el orgullo, los celos, la venganza…, y en la que al final, el protagonista, como un auténtico héroe trágico, consciente de su degradación y de su pérdida, escribe su propio epitafio, con la angustia del héroe destrozado. Si dijéramos que Otelo es la pasión, Yago la intriga, la envidia, y Desdémona la inocencia, el amor sencillo, diríamos verdad, pero omitiríamos lo que Shakespeare quiso transmitirnos: toda una filosofía del bien, del amor y del odio. Otelo es una terrible y estremecedora figura, cara y cruz de la vida. Otelo no es, simplistamente, una obra de teatro sobre la indefensa Desdémona que cae ante la crueldad de su esposo o sobre la traición de Yago. Es, en esencia, una obra sobre la fascinación: fascinación en el amor, fascinación y celos, fascinación y muerte. Los personajes centrales se ven atrapados en el aterrorizante círculo de sus propias acciones y quizás, de su propio deseo.

ESCENA I

Una calle en Venecia.

(Entran Rodrigo y Yago.)

RODRIGO.—No vuelvas a tocar esa cuestión, Yago: mucho me pesa que estés tan enterado de eso tú, a quien confié mi bolsa, como si fuera tuya.

YAGO.—¿Por qué no me oís? Si alguna vez me ha pasado tal pensamiento por la cabeza, castigadme como os plazca.

RODRIGO.—¿No me dijiste que le aborrecías?

YAGO.—Y podéis creerlo. Más de tres personajes de esta ciudad le pidieron con la gorra en la mano que me hiciese teniente suyo. Yo sé si valgo como soldado y si sabría cumplir con mi obligación. Pero él, orgulloso y testarudo, se envuelve en mil retóricas hinchadas y bélicas metáforas, y acaba por decirles que no, fundado en que ya tiene su hombre. ¿Y quién es él? Un tal Miguel Casio, florentino, gran matemático, lindo y condenado como una mujer hermosa. Nunca ha visto un campo de batalla, y entiende tanto de guerra como una vieja. No sabe más que la teoría, lo mismo que cualquier togado. Habilidad y práctica ninguna. A ése ha preferido, y yo que delante de Otelo derramé tantas veces mi sangre en Chipre, en Rodas y en otras mil tierras de cristianos y de gentiles, le he parecido inferior a ese necio sacacuentas. Él será el teniente del moro, y yo su alférez.

RODRIGO.—¡Ira de Dios! Yo mejor sería su verdugo.

YAGO.—Cosa inevitable. En la milicia se asciende por favor y no por antigüedad. Decidme ahora si hago bien o mal en aborrecer al moro.

RODRIGO.—Pues entonces, ¿por qué no dejas su servicio?

YAGO.—Sosiégate: le sigo por mi interés. No todos podemos mandar, ni se encuentran siempre fieles criados. A muchos verás satisfechos con su condición servil, bestias de carga de sus amos, a quienes agradecen la pitanza, aunque en su vejez los arrojen a la calle. ¡Qué lástima de palos! Otros hay que con máscara de sumisión y obediencia atienden sólo a su utilidad, y viven y engordan a costa de sus amos, y llegan a ser personas de cuenta. Éstos aciertan, y de éstos soy yo. Porque habéis de saber, Rodrigo, que si yo fuera el moro, no sería Yago, pero siéndolo, tengo que servirle, para mejor servicio mío. Bien lo sabe Dios: si le sirvo no es por agradecimiento ni por cariño ni obligación, sino por ir derecho a mi propósito. Si alguna vez mis acciones dieran indicio de los ocultos pensamientos de mi alma, colgaría de la manga mi corazón para pasto de grajos. No soy lo que parezco.

RODRIGO.—¡Qué fortuna tendría el de los labios gruesos, si consiguiera lo que desea!

YAGO.—Vete detrás del padre: cuenta el caso por las plazas: amotina a todos los parientes, y aunque habite en delicioso clima, hiere tú sin cesar sus oídos con moscas que le puncen y atormenten: de tal modo que su misma felicidad llegue a él tan mezclada con el dolor, que pierda mucho de su eficacia.

RODRIGO.—Hemos llegado a su casa. Le llamaré.

YAGO.—Llámale a gritos y con expresiones de angustia y furor, como si de noche hubiese comenzado a arder la ciudad.

RODRIGO.—¡Levantaos, señor Brabancio!

YAGO.—¡Levantaos, Brabancio! ¡Que los ladrones se llevan vuestra riqueza y vuestra hija! ¡Al ladrón, al ladrón! (Aparece Brabancio en la ventana.)

BRABANCIO.—¿Qué ruido es ése? ¿Qué pasa?

RODRIGO.—¿Teníais en casa toda la familia?

YAGO.—¿Estaban cerradas todas las puertas?

BRABANCIO.—¿Por qué esas preguntas?

YAGO.—Porque os han robado. Vestíos presto, por Dios vivo. Ahora mismo está solazándose con vuestra blanca cordera un macho negro y feo. Pedid ayuda a los ciudadanos, o si no, os vais a encontrar con nietos por arte del diablo. Salid.

BRABANCIO.—¿Te has vuelto loco?

RODRIGO.—¿No me conocéis, señor?

BRABANCIO.—No te conozco. ¿Quién sois?

RODRIGO.—Soy Rodrigo, señor.

BRABANCIO.—Pues lo siento mucho. Ya te he dicho que no pasees la calle a mi hija, porque no ha de ser esposa tuya, y ahora sales de la taberna medio borracho, a interrumpir mi sueño con gritos e impertinencias.

RODRIGO.—¡Señor, señor!

BRABANCIO.—Pero has de saber que mi condición y mi nobleza me dan fáciles medios de vengarme de ti.

RODRIGO.—Calma, señor.

BRABANCIO.—¿Qué decías de robos? ¿Estamos en despoblado o en Venecia?

RODRIGO.—Respetable señor Brabancio, la intención que a vos me trae es buena y loable.

YAGO.—Vos, señor Brabancio, sois de aquellos que no obedecerían al diablo aunque él les mandase amar a Dios. ¿Así nos agradecéis el favor que os hacemos? ¿o será mejor que del cruce de vuestra hija con ese cruel berberisco salgan potros que os arrullen con sus relinchos?

BRABANCIO.—¿Quién eres tú que tales insolencias ensartas? Eres un truhán.

YAGO.—Y vos… un consejero.

BRABANCIO.—Caro, te ha de costar, Rodrigo.

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