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Oppiano Licario

Resumen del libro:

Oppiano Licario es una novela inconclusa del escritor y poeta cubano José Lezama Lima, publicada póstumamente en 1977. Es la continuación de Paradiso, su obra cumbre, y forma parte de su sistema poético del mundo, una visión barroca y enciclopédica de la realidad y la cultura.

La novela narra el camino iniciático de José Cemí, el protagonista, hacia la poesía y la historia, guiado por el misterioso personaje que da título al libro, Oppiano Licario, un mentor y guía espiritual que ha muerto pero que sigue presente en su hija Ynaca Eco y en las reflexiones y conductas de Cemí y Fronesis, sus amigos y discípulos.

La novela se construye sobre una sucesión de imágenes y asociaciones de ideas que entretejen una materia literaria llena de sorpresas, metáforas, símbolos y referencias culturales. La novela es un desafío para el lector habitual de novelas, que debe despojarse de todos los hábitos y las comodidades para adentrarse en un mundo en el que la poesía y la historia son la redención última.

Oppiano Licario es también un enigma, una obra en estado de germinación que deja abiertas múltiples lecturas e interpretaciones.

Capítulo I

De noche la puerta quedaba casi abierta. El padre se había ido a la guerra, estaba alzado. Bisagra entre el espacio abierto y el cerrado, la puerta cobra un fácil animismo, organiza su lenguaje durante el día y la noche y hace que los espectadores o visitadores acaten sus designios, interpretando en forma correcta sus señales, o declarándose en rebeldía con un toque insensato, semejante al alazán con el jinete muerto entre la hierba, golpeando con la herrada la cabeza de la encrucijada. En aquella casa había que vigilar el lenguaje de la puerta.

Clara, con el esposo alzado, cuidaba sus dos hijos: José Ramiro y Palmiro. Eran dos cuidados muy diferentes. Clara vigilaba las horas de llegada y despedida de José Ramiro, ya con sus dieciocho años por la piel matinal y esa manera de lavarse la cara al despertar, única en el adolescente. Iba al sitierío, se ejercitaba en el bailongo, raspaba letras bachilleras. Lo venían a buscar los amigos, salía a buscar, ojos y boca, su complementario en una mujer.

Los cuidados a Palmiro, con sus doce años de indecisiones, eran menos extensos y sutiles. Clara los hacía con más segura inmovilidad, sentada en un sillón de la sala, bastaba una voz, más dulce y añorante que conminativa, para que la docilidad de Palmiro se rindiese en un arabesco de su pequeña testa. Se sentaba al lado de su madre, obligándola, sin que él lo quisiera, a que le dijese que fuera otra vez a su retozo o a su quicio de vía contemplativa. Si el retozo llegaba a excederse, bastaba que Clara mostrara un poco de fingida melancolía, la mayoría de las veces no tenía que fingirla, para que el infante se aterrorizara pensando en la muerte de su madre. Clara, que adivinaba esos terrores, volvía a sentarlo un rato a su lado. Le hablaba, entonces, del próximo regreso de su padre. De su aparición una noche cualquiera, con el cantío de su gallo preferido, despertándolos a todos. A Palmiro le parecía que oía ya a su padre hacer los relatos, dormir su primera siesta, ir todos juntos a la mesa. Pero, ay, los días pasaban y su padre no empujaba la puerta. No oía a su padre reírse y hablar. No veía a su madre Clara reírse y beberse lo conversado con su dueño visitador.

Clara dejaba la puerta aparentemente cerrada, bastaba darle un ligero empujón para estar ya dentro de la sala. Pero no, no era fácil llegar hasta la puerta a otro que no fuera el esperado. Tenía que ser recorrida de inmediato por la forma en que la noche se posaba en los aledaños de aquella casa. Tenía que conocer la empalizada saltadiza, la talanquera que se abría sin ruido. Evitar la hipersensibilidad nocturna de los bueyes y los caballos. Los mugidos y los relinchos en la noche claveteada por los diablos son los mejores centinelas. El casco del caballo pisa la capa del diablo, el mugido del buey sopla en el sombrero de la mala visita. Lenguaje el suyo de profundidad, saca de la cama, rompe macizo el sueño en la medianoche asediada por la cuadrilla de encapuchados.

Fue silbido de un instante cuando toda esa naturaleza defensora rastrilló su ballesta y los dos hombres que estaban ya frente a Clara, empujando de un manotón la puerta cerrada a medio ojo, buscaban la sala como primer misterio de la casa. Brutalidad de una fuerza que no era la esperada por la puerta entornada. Tornillos del gozne rebotaron en el suelo, primera palabra del pisotón del maligno.

La casa se rodeó de luces de farol. Los mugidos y los relinchos fundamentaron la luz. Clara, de pronto, vio delante de sí a un mestizo, cruce de viruelas con lo peor de la emigración asiática, anchuroso, abotagado, con los ojos cruzados de fibrinas sanguinosas. A su lado, un blanconazo inconcluso, indeciso, remache de enano con ausencia dentaria, camisa de mangas cortas, insultante y colorinesca, con un reloj pulsera del tamaño de una cebolleta. En el portal, un grupillo alzado de voces atorrantes, sin respetar ni la noche ni sus moradores. José Ramiro se apresuró de la sala al primer cuarto, Palmiro, adivinando la invasión de los dos murciélagos de malignidad, saltó por la ventana en busca de las guaridas del bosque. Los que habían traspuesto la puerta se abalanzaron sobre José Ramiro, el achinado de la viruela dio un grito avisando del salto de Palmiro. Atravesó como una candela el fogonazo disparado para detenerlo, pero la hierba menudita avisó que lo protegía. Clara se lanzó sobre los dos malvados que abrazaban a su hijo, pero el enano blanconazo, con su más sucia melosina, le decía: pierda cuidado, señora, que no le pasará nada, está bajo nuestra protección. Lo llevamos al cuartel para interrogarlo, enseguida se lo devolvemos.

Arrastrado, lo sacaron de la casa, cuando llegaron a la linde de la granja, vaciaron sus revólveres sobre el adolescente que abría los ojos desmesuradamente y que aún después de muerto los abría más y que todavía en el recuerdo los abre más y más, como si el paisaje entero se hubiera detenido para ir entrando por sus ojos, en la eternidad de la mirada que rompió la cárcel de sus párpados.

El ruido de las fumbinas se extinguió hasta morder su vaciedad, ese ruido atolondró de tal manera a Clara, que se congeló en el terror de la pérdida de sus dos hijos. El abatido había sido José Ramiro, pero Palmiro fue salvado en la magia de su huida. Lo dificultoso lo vencía su niñez, rompiendo cadenas causales y empates de razón. Así el primer salto por la ventana, estaba dictado por su cuerpo todo que se acogía a la primera caja de su oscuro protector. El segundo salto siempre creyó que no había salido tan sólo de su cuerpo. Más bien era de otro el cuerpo, que lo había querido abrazar.

Palmiro vio toda la cerrazón del bosque en un súbito y como un fanal o centella que venía sobre su frente. Saltó, trepó y resbaló dejándose caer. Su segundo salto, nunca supo cómo se le había abierto aquella salvación, fue dentro de la oquedad donde las abejas elaboraron la llamada miel de palma. Era ya sitio dejado pollas elaboradoras. Las linternas que habían rodeado la casa, se pusieron en marcha. El buey no alzaba su mugido ni el caballo pateaba su relincho, ambos se habían derrumbado en su perplejo. Comenzaron a ver cómo partían la tierra, el ojo de la linterna que se lanzaba a fondo para comprobar la altura alcanzada. José Ramiro al lado de la tierra cuarteada y dividida por el guardián de Proserpina. El mestizo virueloso le dio un puntapié al yacente, que rodó a su nueva morada, la tierra llorosa de la medianoche.

Los seguidores de los dos malignos centrales, caídas las manos, ya habían matado a uno y el otro se fugaba, meneaban la cabeza ociosa. Habían visto como modelo al enano blanconazo, que al retirarse había dado un salto para pegarle con el codo al retrato del abuelo de Clara, que así sumó otro ruido a la eternidad de aquella noche. Uno de la tropilla, para justificar su inutilidad en aquel trabajito, le iba tirando machetazos a los troncos de palma. En ese macheteo adquirió gozo cuando se hundió su golpe en la carne más blanda de la palma, llegó también hasta la carne de Palmiro, felizmente el espanto le secuestró el grito, pero tuvo que caerse aún más en la oquedad dejada por las abejas.

La madrugada iba rompiendo, aunque le quedaba todavía un buen fragmento sometido al hieratismo nocturno. El padre de José Ramiro apostó algunos de sus guerrilleros en los alrededores de la finca. Abrazado a Clara, tuvo la pavorosa noticia: se habían llevado a sus dos hijos. Lo habían venido a buscar a él, pero su ananké le quiso cobrar por su ausencia el precio de sus dos hijos.

Se habían escuchado tiros. La noticia lo llevó a pasear de nuevo en la madrugada los alrededores de su finca. Quería palpar alguna huella, oler algún rastro. La palma, en el trecho de la casa a la puerta, parecía que sudaba sangre. La sangre, en la madrugada rociada, brillaba como un esmalte. Trepó la primera porción de la palma, hundió sus manos en la oquedad y fue extrayendo a Palmiro, durmiendo el sueño de la pérdida de sangre. Otra vez sobre la tierra, la respiración ahuyentaba las hormigas. En la pierna, semejante a improvisados labios, la sangre coagulada parecía una quemadura, una mordida de fuego.

Oppiano Licario: José Lezama Lima

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