Resumen del libro:
Entre 1837 y 1838 publicaba Dickens la melodramática historia de Oliver Twist, un huérfano perdido en los bajos fondos londinenses. Como era habitual en él, pretendía conferir a la novela una carga social y revulsiva, que impidiera la idealización romántica del delincuente, al tiempo que reprochaba a la sociedad de su tiempo la responsabilidad en la creación de condiciones ideales para la aparición de la delincuencia. Sin duda se le fue la mano en su utilización de estereotipos y caricaturas. Pero Dickens sabía sacar del defecto virtud. Y así, aunque «debería ser un mal escritor —como diría Forster—, en realidad es uno de los más grandes».
Capítulo I
Del lugar donde nació Oliver Twist y de las circunstancias que rodearon su nacimiento
Una ciudad que por muchas razones será prudente abstenerse de mencionar y a la cual no asignaré nombre imaginario, se jacta, de entre otros edificios públicos, de uno que existe en casi todas las ciudades, grandes o pequeñas, a saber: un hospicio y en este hospicio nació, en un día y fecha que no necesito molestarme en revelar, puesto que no puede ser de provecho alguno para el lector, al menos a estas alturas de los acontecimientos, el elemento mortal cuyo nombre aparece en el encabezamiento de este capítulo. Largo tiempo después de que el cirujano parroquial lo introdujera en este mundo de penas y preocupaciones, seguía siendo materia harto dudosa si el muchacho sobreviviría para poder llevar nombre, en cuyo caso es más que probable que esta crónica nunca se hubiera publicado o, si lo hubiese sido, habría cabido en un par de páginas, que habrían tenido el inestimable mérito de ser el más conciso y fiel ejemplar de biografía en la literatura de cualquier época o país. Aunque no voy a sostener que el nacer en un hospicio sea en sí mismo la más afortunada y envidiable circunstancia que pueda acaecer a un ser humano, mantengo que en este caso particular fue lo mejor que pudo ocurrirle a Oliver Twist dentro de lo posible. La verdad es que fue bastante difícil persuadir a Oliver de que se hiciera cargo de respirar —enojoso menester, pero que la costumbre ha hecho necesario para vivir tranquilamente—, y por algún tiempo estuvo jadeando en un colchoncito de borra, desigualmente suspendido entre este mundo y el otro, pero con la balanza decididamente a favor del último. Ahora bien, si durante aquel breve rato Oliver hubiera estado rodeado de abuelitas atentas, tiítas ansiosas, niñeras experimentadas y doctores de profunda sabiduría, segura e inevitablemente que lo habrían matado en un periquete. Pero como no había nadie presente, excepto una vieja pobre, un tanto achispada por una desacostumbrada ración de cerveza, y un cirujano parroquial que hacía tales menesteres por contrato, Oliver y la Naturaleza se jugaron la partida mano a mano. El resultado fue que, tras algunos esfuerzos, Oliver respiró, estornudó y empezó a anunciar a los habitantes del hospicio el hecho de que sobre la parroquia caía una nueva carga, y con tan fuerte chillido como lógicamente podía esperarse de un niñito que no poseía aquel utilísimo instrumento que es la voz desde hacía más de tres minutos y cuarto.
Al dar Oliver aquella primera prueba del funcionamiento desenvuelto y adecuado de sus pulmones, se oyó el roce de la colcha de retazos lanzada descuidadamente sobre la armadura de hierro de la cama, se irguió ligeramente de la almohada el pálido rostro de una joven y una voz apagada articuló imperfectamente estas palabras:
—Dejadme ver al niño y morir.
El cirujano había permanecido sentado con la cara vuelta hacia el fuego, ora calentándose, ora frotándose las palmas de las manos, pero, al hablar la joven, se levantó y, yendo hasta la cabecera de la cama, con más bondad de la que podría haberse esperado de él, dijo:
—Ea, no hables de morir todavía.
—¡Oh, no! Que el Señor la bendiga, corazoncito —repuso la enfermera, apresurándose a guardar en el bolsillo una botella de vidrio verde cuyo contenido había estado degustando en un rincón con evidente satisfacción—. Que el Señor la bendiga, corazoncito; cuando haya vivido tanto como yo, mire usté, y haya parido trece niños y tós muertos menos dos, y tós en el hospicio conmigo, entonces sabrá que no hay que tomárselo así, corazoncito. Piense lo que es ser madre, piénselo, cielito.
A lo que parece, la perspectiva consoladora de las esperanzas de una madre no produjeron el efecto debido. La enferma meneó la cabeza y tendió la mano hacia el niño.
…