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¡Oh, esto parece el paraíso!

Resumen del libro:

¡Oh, esto parece el paraíso! es la última obra maestra del célebre John Cheever, conocido como el “Chéjov norteamericano”. En esta novela, Cheever nos ofrece un testamento sereno y luminoso, donde explora la vida y los últimos anhelos de un hombre al borde de la vejez, Lemuel Sears. La obra se desenvuelve en un idílico pueblo estadounidense, un escenario que contrasta con la melancolía y la amargura de otras obras del autor.

Lemuel Sears, a un paso de la vejez, no ha perdido la capacidad de enamorarse apasionadamente, ya sea de hombres o mujeres desconocidos. Esta característica romántica y vitalista define a Sears, quien se enfrenta al ocaso de su vida con un renovado ímpetu. La trama de la novela sigue a este entrañable personaje mientras lucha por aceptar y abrirse a su homosexualidad, un tema tratado con la sensibilidad y el respeto característicos de Cheever. Además, Lemuel se embarca en una lucha legal contra los especuladores que contaminan el lago de su amado pueblo, mostrando así su compromiso con la justicia y la preservación del entorno.

Cheever escribió esta novela poco antes de su muerte, y en ella se percibe una suerte de reconciliación con la vida. A diferencia de la amargura presente en gran parte de su obra anterior, ¡Oh, esto parece el paraíso! destaca por su tono esperanzador y vitalista. Cheever reivindica la capacidad del individuo para mantenerse firme y resistir, incluso cuando todo parece invitar a la rendición ante la gravedad de la existencia. Es un canto a la resistencia, al amor y a la esperanza, enmarcado en una prosa exquisita y conmovedora.

La novela se convierte así en una coda perfecta para la carrera de Cheever, una obra que celebra la vida y la capacidad del ser humano para encontrar la belleza y la pasión en los momentos más inesperados. ¡Oh, esto parece el paraíso! es un testamento literario que no solo cierra con broche de oro la obra de Cheever, sino que también ofrece una reflexión profunda y luminosa sobre la vejez, el amor y la lucha por un mundo mejor.

A Benjamin Hale Cheever

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Esta es una historia para leer en la cama, en una vieja casa, en una noche de lluvia. Los perros están dormidos y se puede oír a los caballos de silla, Dombey y Trey, en sus establos, al otro lado del camino de tierra que hay más allá del huerto. La lluvia es suave y ha sido deseada, pero no con desesperación. Los colectores de agua están mediados, el río cercano va lleno, los jardines y los huertos —estamos a finales de la estación— están perfectamente irrigados. Están apagadas casi todas las luces del pueblecito que hay junto a la cascada donde, hace ya tantos años, la hilandería producía guinga.

Los muros de granito de la hilandería se alzan todavía en la ribera del ancho río y la casa del propietario de la hilandería, con sus cuatro columnas corintias, corona aún la única colina del pueblo. Podrías pensar que se trata de una aldea soñolienta, sin contacto con un mundo cambiante, pero en el periódico semanal se informa con gran frecuencia sobre Objetos Voladores No Identificados. Los que manifiestan haberlos visto no son solo amas de casa que estaban tendiendo la ropa y deportistas que iban a cazar ardillas, sino que también los vieron destacados miembros de la población, tales como el vicepresidente del banco y la esposa del jefe de policía.

Al atravesar el pueblo de norte a sur, habrás notado que hay muchos perros y que todos estaban alegres y eran, sin excepción, chuchos, pero chuchos con las marcadas características de su mezcla de razas. Puede que vieras a un poodle de pelo liso, un airedale de patas muy cortas, o un perro que empezaba como un collie y acababa como un gran danés. Estas mezclas de sangre —esta novedad de sangre, se podría decir— les había convertido en una jauría vivaz y corrían por las calles vacías, como si llegasen tarde a una importante comida, encargo o reunión, completamente ignorantes de la soledad que, al parecer, padecían algunos ciudadanos. El pueblo se llamaba Janice en honor de la primera esposa del propietario de la hilandería.

Una de las cosas más extraordinarias del pueblo y de su lugar en la historia era que no había ninguna clase de establecimientos de comidas rápidas. Esto era realmente insólito en aquellos tiempos y podría hacerle imaginar a uno que el pueblo padecía algún tipo de aflicción, por ejemplo, una gran pobreza o una falta de espíritu aventurero entre sus gentes; pero se trataba simplemente de un error por parte de esas computadoras con cuya autoridad se eligen los locales para comidas rápidas. Otra peculiaridad del lugar era que sus grandes mansiones, reliquias de otro tiempo, no habían sido reconstruidas para que sirvieran de sanatorios a la vasta población de comatosos y moribundos a quienes se mantenía vivos, irrazonablemente, por medio de revolucionarios inventos médicos.

Al norte del pueblo estaba el lago de Beasley, una masa de agua profunda, que tenía la forma de un brazo doblado, con sus orillas densamente pobladas de árboles. Aquí había agua y verdor, y, si uno fuera un pintor del siglo XIX, pondría en primer término a una mujer encantadora montada en una mula, un poco inclinada sobre el niño que sostenía y acompañada de un hombre con un báculo. Esto le permitiría al artista titular el cuadro La huida a Egipto, aunque lo único que hubiese querido conmemorar fuera el desconcertante placer de un hermoso paisaje en un día de verano.

“¡Oh, esto parece el paraíso!” de John Cheever

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