Resumen del libro:
Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio es una colección de diez relatos de la escritora canadiense Alice Munro, ganadora del Premio Nobel de Literatura en 2013. En estas historias, Munro explora las complejidades y contradicciones de las relaciones humanas, con un estilo claro, sutil y profundo.
Los personajes de Munro son mujeres y hombres que se enfrentan a los dilemas del amor, la amistad, el deseo, la traición, el arrepentimiento y la esperanza. Sus vidas transcurren en diferentes épocas y lugares, desde la Inglaterra de la Segunda Guerra Mundial hasta el Canadá contemporáneo. Sin embargo, todos comparten una sensibilidad común, una búsqueda de sentido y de felicidad en medio de la incertidumbre y el cambio.
Munro es una maestra del cuento corto, capaz de crear mundos enteros en pocas páginas. Su prosa es precisa y elegante, su narrativa es fluida y envolvente. Sus historias no tienen finales cerrados ni moralejas fáciles, sino que invitan al lector a reflexionar sobre las múltiples facetas de la condición humana.
Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio es un libro que merece ser leído con atención y disfrutado con emoción. Es una obra que confirma el talento y la genialidad de Alice Munro, una de las mejores escritoras de nuestro tiempo.
Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio
Hace años, antes de que dejaran de pasar trenes por tantos ramales, una mujer de alta frente pecosa y flequillo rubicundo entró en la estación de ferrocarril a averiguar qué había que hacer para despachar muebles.
El encargado de la estación solía aventurar a las mujeres algún piropo, sobre todo a las feúchas que parecían apreciarlos.
—¿Muebles? —dijo, como si la idea nunca se le hubiera ocurrido a nadie—. Bien. A ver. ¿De qué tipo de muebles estamos hablando?
—Una mesa de comedor y seis sillas. Un juego de dormitorio, un sofá, una mesita de té, rinconeras, una lámpara de pie. También un armario chino y un aparador.
—Caramba. Eso es una casa entera.
—Yo no diría tanto —repuso ella—. No hay nada de cocina y es sólo una habitación.
Los dientes de la mujer se agolpaban delante de la boca como dispuestos a discutir.
—Necesitará un camión —dijo él.
—No. Quiero mandarlos por tren. Tienen que ir al oeste, a Saskatchewan.
La mujer le hablaba en voz muy alta, como si él fuera sordo o estúpido, y algo no encajaba en su forma de pronunciación. Un acento. Pensó que tal vez fuera holandés —últimamente se establecían muchos holandeses por allí—, pero la mujer no tenía el aplomo de las holandesas, ni la tersa piel rosada ni el pelo rubio. Debía de estar por debajo de los cuarenta, pero ¿qué importaba? No era una reina de la belleza, que se dijera.
Fue directo a los negocios.
—Primero tendrá que traerlos desde donde sea hasta aquí en camión. Y ojalá se trate de un lugar de Saskatchewan por donde pase el tren. Si no, tendrá que arreglar que se los recojan, pongamos, en Regina.
—Es en Gdynia —dijo ella—. El tren pasa por allí.
El cogió una guía grasienta que colgaba de un clavo y le pidió que le deletreara la palabra. Ella cogió el lápiz, que también estaba sujeto a un cordel y, sacando un papelito del monedero, escribió: G D Y N I A.
—¿Y eso de qué nacionalidad es?
Ella dijo que no sabía.
El recuperó el lápiz para recorrer las líneas.
—Por ahí hay montones de lugares llenos de checos, húngaros y ucranianos —aclaró. Mientras lo decía se le ocurrió que tal vez ella fuese algo de eso. Pero y qué; era un mero hecho—. Aquí lo tengo. Es cierto. Está en la línea.
—Sí —dijo ella—. Quiero enviarlos el viernes. ¿Podrán?
—Podemos despacharlos. Lo que no puedo es prometerle que lleguen al día siguiente. Depende de las prioridades. ¿Habrá alguien atento cuando llegan?
—Sí.
—El del viernes es un tren mixto. Sale a las dos y dieciocho de la tarde. El camión se los recoge el viernes por la mañana. ¿Vive usted en el pueblo?
Asintiendo, ella escribió la dirección: 106 Exhibition Road.
Hacía muy poco que habían numerado las casas y, aunque conocía Exhibition Road, él no logró representarse el lugar. Si en aquel momento ella hubiera dicho el apellido McCauley, se habría interesado más y las cosas habrían tomado otro rumbo. Por allí había casas nuevas, construidas después de la guerra, aunque las llamaban «casas de la guerra». Supuso que debía de ser una de ésas.
—Se paga al despachar —le dijo.
—También quiero un billete para el mismo tren. El del viernes por la tarde.
—¿Mismo destino?
—Sí.
—Puede ir en el tren hasta Toronto, pero luego tiene que esperar el Transcontinental, que parte a las diez treinta de la noche. ¿Quiere cabina o vagón? En la cabina hay literas; en el vagón va sentada.
Ella dijo que viajaría sentada.
—En Sudbury tendrá que esperar el tren de Montreal, pero no hace falta que se baje: un simple empujoncillo y les enganchan los vagones. Luego pasan por Port Arthur y van hasta Kenora. Usted no se baja hasta Regina; allí coge el de cercanías.
Ella asintió, para que él acabara y le diera el billete.
Con más lentitud, él añadió:
—Pero no le prometo que los muebles lleguen con usted. Yo diría que va a tenerlos un par de días más tarde. Todo depende de las prioridades. ¿Habrá alguien esperándola?
—Sí.
—Mejor. Porque la estación no debe de ser gran cosa. Por allá, los pueblos no se parecen a los nuestros. La mayoría son bastante rudimentarios.
De un rollo que llevaba en el monedero, envuelto en un saquito de tela, ella separó los billetes para pagar el pasaje.
Como una anciana. Además contó el cambio. Pero no como lo hubiera contado una anciana: lo sostuvo en la mano y le echó un vistazo, aunque era evidente que no se le escapaba un penique. Luego, groseramente, dio media vuelta sin despedirse.
—Hasta el viernes —dijo él.
Aunque era un día cálido de septiembre, la mujer llevaba un largo abrigo desvaído, ruidosos zapatos de lazo y calcetines.
Él se estaba sirviendo un café del termo cuando ella volvió a entrar y dio unos golpecitos en la rejilla.
—Los muebles que voy a trasladar —dijo— son muebles muy buenos. Están como nuevos. No quiero que los rayen, los golpeen ni les hagan ningún daño. Y tampoco quiero que huelan a ganado.
—Pues claro —concedió él—. El ferrocarril tiene mucha experiencia en transporte. Y los muebles no viajan en los mismos vagones que los cerdos.
—A mí sólo me importa que lleguen en el mismo estado en que salen.
—Vaya. Pues, ¿sabe?, usted los muebles los compra en la tienda, ¿de acuerdo? Pero ¿alguna vez se puso a pensar cómo llegan allí? Porque en la tienda no los hacen, ¿no? No. Los hacen en una fábrica que está en otro lugar, y luego los transportan hasta la tienda, y muy posiblemente el transporte se hace por tren. Siendo así, ¿no le parece razonable confiar en que el ferrocarril sepa cuidarlos?
Ella siguió mirándolo sin la menor sonrisa ni aceptación de que eran bobadas de mujer.
—Eso espero —dijo ella—. Eso espero.
Sin pensarlo mucho, el encargado de la estación habría dicho que en el pueblo él conocía a todo el mundo. Lo cual significaba que conocía a la mitad. Y la mayor parte de los que conocía eran el cogollo, los verdaderamente «del pueblo», en el sentido de que no habían llegado el día anterior ni planeaban irse a otra parte. A la mujer que iba a marcharse a Saskatchewan no la había visto nunca porque no iba a la misma iglesia que él, ni daba clases a sus hijos en la escuela ni trabajaba en ningún comercio ni restaurante ni oficina adonde él fuera. Tampoco estaba casada con nadie que él conociera de los Alces, la logia de los Oddfellows, el club de Leones o la Legión. Una mirada a la mano izquierda mientras ella sacaba el dinero le había dicho —y no le sorprendió— que no estaba casada. Con aquellos zapatos, calcetines en vez de medias y sin sombrero ni guantes en plena tarde, bien podía ser una granjera. Pero le faltaba la indecisión característica, la incomodidad. Le faltaban los modales campesinos; de hecho le faltaban modales. Lo había tratado como si él fuera una máquina de informar. Además, había escrito una dirección del pueblo: Exhibition Road. Si a alguien le recordaba en realidad era a una monja con ropa de calle que había visto en la televisión hablando del trabajo misionero que hacía en una selva; probablemente, esas mujeres se desembarazaban de los hábitos para moverse con más facilidad. De vez en cuando, la monja sonreía para mostrar que la religión hacía feliz a la gente, se suponía, pero en general miraba al público como si creyera que los demás estaban en el mundo sobre todo para obedecerla.
Había algo más que Johanna pensaba hacer pero venía postergando. Tenía que ir a la tienda de ropa Milady’s y comprarse un traje. No había entrado nunca en ese local; cuando necesitaba calcetines, por ejemplo, iba a Callaghans, Indumentaria para Hombres, Mujeres y Niños. Había heredado montones de ropa de la señora Willets, cosas como ese abrigo que no se gastaba nunca. Y a Sabitha —la niña a la cual cuidaba en la casa del señor McCauley— le llovían prendas caras heredadas de sus primos.
En el escaparate de Milady’s había dos maniquíes con traje de falda muy corta y chaqueta recta. Uno era de un color herrumbroso y el otro, de un suave verde oscuro. Dispersas alrededor de los maniquíes, había grandes hojas de arce de papel chillón, algunas pegadas al cristal. En una época del año en que casi todos se preocupaban por rastrillar hojas y quemarlas, allí las hojas eran lo más exquisito. Pegado en diagonal sobre el escaparate, había un cartel escrito con ondulantes letras negras. Decía: Elegancia sencilla, la moda de este otoño.
Johanna abrió la puerta y entró.
…