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Obscuritas

Resumen del libro:

Verano de 2003. En Hässelby, a las afueras de Estocolmo, se halla el cuerpo sin vida de un árbitro de fútbol. Giuseppe Costa, padre de uno de los jugadores del último partido en el que ha participado, es arrestado por el crimen. El caso parece claro, pero Costa se niega a admitir el asesinato. Cuando no queden hilos de los que tirar, el Jefe de Homicidios decide recurrir al profesor Hans Rekke, experto mundial en técnicas de interrogatorio, quien intentará que confiese el crimen.

Sin embargo, Costa es liberado y el caso se cierra sin resolver. Solo Micaela Vargas, una joven policía recién incorporada al equipo, se niega a que la investigación caiga en el olvido. Cuando vuelvan a reencontrarse tiempo después, Rekke, aristócrata y con conexiones con las altas esferas, y Micaela, hija de inmigrantes chilenos y conocedora de los bajos fondos de Estocolmo, decidirán retomar la investigación y resolver un caso que esconde mucho más de lo que nadie hubiera podido imaginar.

Capítulo 1

El comisario jefe era un idiota.

Vaya mierda todo esto, una cosa totalmente absurda.

El comisario Fransson se enzarzó en una larga y malhumorada perorata. Micaela Vargas no soportaba escucharle y, además, hacía demasiado calor en el coche. Al otro lado de la ventanilla se sucedían las casas señoriales de Djursholm.

—¿No lo hemos pasado? —preguntó.

—Tranquila, bonita, tranquila; no es que este sea precisamente mi barrio —contestó Fransson al tiempo que se daba aire con la mano.

Poco después atravesaron la puerta de una verja y continuaron por una extensa zona ajardinada hasta llegar a una casa de piedra muy grande, provista de pilares claros a lo largo de la fachada, y el nerviosismo que Micaela sentía se intensificaba. En realidad trabajaba como policía de barrio, pero ese verano la habían trasladado a homicidios para participar en una investigación, porque el hombre sospechoso de ser el autor del crimen era un conocido suyo: Giuseppe Costa. Hasta el momento su trabajo consistía en poco más que hacer comprobaciones sencillas y ser la chica de los recados. Aun así, ese día le habían pedido que fuera a ver a un tal profesor Rekke, quien, según el comisario jefe, les iba a poder ayudar con el caso.

—Esa debe de ser la señora —dijo Fransson señalando a una elegante mujer pelirroja vestida con unos pantalones blancos que había salido a la escalera de entrada a recibirlos.

Como salida de una película, pensó Micaela, sudorosa e incómoda, antes de bajar del coche y atravesar la grava perfectamente rastrillada que había delante de la casa.

Capítulo 2

Micaela tenía por costumbre llegar muy pronto a la comisaría; pero esa mañana —cuatro días antes de ir a ver al profesor Rekke— estaba todavía en casa, desayunando, a pesar de que eran más de las nueve. Sonó el teléfono. Era Jonas Beijer.

—Al despacho del comisario jefe, todos —dijo.

No aclaró el motivo de dicha reunión, pero a Micaela le dio la sensación de que era importante. Se acercó al espejo del recibidor y se puso a tirar de la sudadera que llevaba puesta. Era de la talla XL y le quedaba grande y holgada. Parece que quieras esconderte, hermanita, habría dicho Lucas, pero Micaela decidió que valdría. Antes de salir para el metro se pasó un cepillo por el pelo y se peinó el flequillo de forma que casi le tapaba los ojos.

Era 15 de julio de 2003, y Micaela acababa de cumplir veintiséis años. Había poca gente en el tren. Encontró una fila de asientos vacía, se sentó y se sumió en sus pensamientos.

Evidentemente no resultaba nada raro que el caso interesara a las altas esferas de la policía. Puede que el homicidio en sí fuera un simple arrebato de locura, un acto cometido bajo la influencia del alcohol, pero había otros factores que otorgaban un peso especial a la investigación. La víctima, Jamal Kabir, era un refugiado político del Afganistán de los talibanes y árbitro de fútbol, y lo mataron a pedradas al final de un partido de juveniles en el campo de Grimsta IP. De ahí que el comisario jefe Falkegren, naturalmente, no quisiera perderse la acción.

Bajó en Solna Centrum y continuó hasta la comisaría que estaba situada en la calle Sundbybergsvägen. Durante el camino se propuso tomar de una vez la palabra y explicarles todo lo que le parecía que hacían mal en la investigación.

Martin Falkegren era el comisario jefe más joven del país, un hombre que se preciaba de mirar siempre hacia delante y estar en la onda de todo lo nuevo. Llevaba sus ideas como medallas en el pecho, decían, no sin cierto retintín, pensaba él. No obstante, se sentía orgulloso de su actitud abierta, y ahora la había vuelto a demostrar con la introducción de un método novedoso. Quizá no tuviera buena acogida, pero, como le dijo a su mujer, fue la mejor conferencia que había oído en su vida. Claramente merecía la pena que lo probaran.

Buscó más sillas y puso unas botellas de agua Ramlösa y dos cuencos con caramelos de regaliz que su secretaria había comprado en la tienda libre de impuestos en un crucero a Finlandia, atento en todo momento por si oía pasos acercarse por el pasillo. Aún no venían, y por un momento la figura de Carl Fransson le cruzó la mente. Visualizaba su corpulento cuerpo y su mirada crítica. En realidad, pensó, no se le podía reprochar nada. A ningún policía a cargo de una investigación le hace mucha gracia que el jefe se entrometa en su trabajo.

Sin embargo, las circunstancias eran especiales. El autor del crimen, un italiano narcisista, loco de atar, los estaba manipulando de lo lindo. Una auténtica vergüenza, para hablar claro.

—Perdón, ¿soy la primera?

Era la joven chilena. Había olvidado su nombre, solo se acordaba de que Fransson quería apartarla de la investigación. Al parecer, le llevaba siempre la contraria.

—Bienvenida. Creo que todavía no nos conocíamos —dijo tendiéndole la mano.

Ella se la estrechó con un apretón firme y Falkegren aprovechó el momento para examinarla de arriba abajo. Era bajita y de constitución robusta, y tenía una melena gruesa y rizada que llevaba con un largo flequillo peinado sobre la frente. Sus ojos grandes y un poco rasgados poseían un intenso brillo negro. Había algo en ella que le atraía a la vez que le invitaba a mantener las distancias; le entraron ganas de notar el tacto de su mano unos segundos más, pero se sintió inesperadamente cohibido, de modo que se limitó a murmurar:

—Conoces a Costa, ¿verdad?

—Sé quién es, al menos. Poco más —contestó Micaela—. Los dos somos de Husby.

—¿Cómo lo describirías?

—Es un poco payaso. Solía cantarnos en el parque. Cuando se da a la bebida se puede poner terriblemente agresivo.

—Sí, eso resulta obvio. Pero ¿por qué nos miente con tanto descaro?

—No estoy segura de que mienta —repuso ella, y a Falkegren ese comentario no le gustó nada.

La posibilidad de que hubieran detenido al hombre equivocado no se le pasaba por la mente. Las pruebas eran concluyentes, por lo que ya estaban preparando el procesamiento. Lo único que les faltaba era la confesión, cosa que quería comentar en la reunión. No le dio tiempo a intercambiar más palabras con la agente porque en el pasillo resonaban ya los pasos de los demás. Se enderezó y los recibió a todos con elogios.

—Buen trabajo. Estoy orgulloso de vosotros, chavales —dijo, y aunque no fueran unas palabras del todo acertadas teniendo en cuenta la presencia de la mujer chilena, no se corrigió.

Se concentró en intentar dar con un tono campechano, algo que tampoco le salía muy bien. Se le ocurrió decir:

—Vaya locura de historia. Y todo porque el árbitro no pitó penalti.

Un comentario quizá poco matizado, pero por otra parte no era más que una frase para romper el hielo. Fransson, como no podía ser de otra manera, aprovechó la oportunidad para echarle una reprimenda afirmando que el caso era bastante más complejo. Existía un móvil claro, continuó, que tal vez les resultaba extraño a ellos, pero no a un padre alcoholizado incapaz de controlar sus impulsos que vive y se desvive por lo que hace su hijo en el campo de fútbol.

—Sí, sí, claro —convino Falkegren—. Pero, aun así, Dios mío… Vi la secuencia del vídeo. Costa se me antojó completamente fuera de sí, mientras que el árbitro…, ¿cómo se llamaba?

—Jamal Kabir.

—… mientras que Jamal Kabir se mostraba de lo más tranquilo. Menudo porte tenía ese hombre.

—Eso dicen.

—Y menuda manera de mover las manos. Elegante, ¿a que sí? Como si dirigiera todo el partido.

—Resulta un poco especial, es verdad —reconoció Fransson, y entonces Martin Falkegren desvió la mirada del comisario, decidido a recuperar la iniciativa.

No les había convocado para charlar de fútbol precisamente.

Micaela se rebullía en la silla. Había tensión en el ambiente a pesar de los esfuerzos de Falkegren por convertirse en uno más de la pandilla, un intento sin visos de prosperar. Era de otra especie. No paraba de sonreír, llevaba un traje caro y calzaba unos mocasines negros con borlas.

—Bueno, ¿qué tal va el tema de las pruebas, Carl? Acabo de comentarlo con… —dijo mirando a Micaela.

Pero no parecía recordar su nombre, u otra cosa le pasó por la cabeza porque dejó la frase suspendida en el aire, momento que aprovechó Fransson para intervenir y exponer la situación actual de las pruebas. Como siempre cuando hablaba, resultó muy convincente. Dio la impresión de que lo único que faltaba era que el juez dictara sentencia, y quizá fue por eso que Martin Falkegren no prestaba especial atención. Se limitaba a murmurar palabras de asentimiento.

—Exacto, exacto, y esas pruebas no se verán debilitadas precisamente por las observaciones recogidas en el informe P7.

—Pues no, eso es verdad —asintió Fransson, y entonces Micaela alzó la mirada de su cuaderno.

El P7, pensó, el maldito informe P7. Había llegado a sus manos hacía diez días. Al principio no tenía del todo claro en qué consistía, pero se trataba del informe del examen preliminar de psiquiatría forense, el que precedía a otro análisis más exhaustivo. Lo leyó con cierta expectación, solo para decepcionarse casi de inmediato. Trastorno de personalidad antisocial, era la conclusión; probable trastorno de personalidad antisocial. En otras palabras, se daba por hecho que Costa era algún tipo de psicópata. No se lo creía.

—Exacto —repitió el comisario jefe, ahora con voz excitada—. Ahí tenemos la clave de su personalidad.

—Sí, bueno, tal vez —contestó Fransson revolviéndose incómodo en la silla.

—Pero de lo que se trata es de hacerle confesar.

—Sí, claro.

—Y tengo entendido que habéis estado muy cerca de eso.

—Bueno, pues…

—Y en eso he aportado mi granito de arena, ¿a que sí? —continuó Falkegren, y todos hacían como si no comprendieran nada, aunque en realidad sabían muy bien adónde quería ir a parar, por lo que no le pilló de sorpresa a nadie cuando añadió—: Cuando os pedí que probarais una nueva técnica de interrogatorio.

—Sí, efectivamente, fue un buen consejo —murmuró Fransson esforzándose en manifestar cierta gratitud sin dar la sensación de estar demasiado impresionado.

Después de que llegara el informe P7, Falkegren había propuesto que dejaran de presionar a Giuseppe Costa para, en su lugar, permitir que se expresara como experto en psicología. Les había sonado un poco raro, por decir algo, pero Falkegren insistió: «Como la imagen que tiene de sí mismo es de alguien grandioso, cree saberlo todo sobre fútbol». Al final decidieron intentarlo. Un día que Giuseppe se mostró particularmente fanfarrón, Fransson dijo:

—Con tu larga experiencia, Giuseppe, sin duda podrías explicarnos cómo razona una persona que comete un acto tan demente como el de matar a un árbitro. —Y entonces, en efecto, Costa se irguió y empezó a hablar con tanta emoción que parecía que estuviera ofreciendo una confesión indirecta. Sin duda se trataba de un momento interesante de la investigación, pero de lo que Micaela no había sido consciente hasta entonces era del orgullo que había supuesto para Martin Falkegren.

—Veréis, es una técnica bastante famosa. Hay un ejemplo muy conocido —prosiguió Falkegren.

—¿Ah, sí? —dijo Fransson.

—Un joven periodista entrevistó a Ted Bundy en la cárcel en Florida.

—¿Perdón?

—Ted Bundy —repitió—. El mismísimo. El método funcionó muy bien con Bundy. Es que Bundy había estudiado Psicología, así que cuando tuvo la posibilidad de lucirse como experto, se sinceró por primera vez —constató Falkegren, y entonces ya no era solo Micaela quien ponía una cara llena de escepticismo.

Ted Bundy.

¿Por qué no Hannibal Lecter? Ya total…

—No me malentendáis —añadió Falkegren—. No hago comparaciones. Solo os quiero contar que la investigación en este campo ha dado frutos y que existen nuevas técnicas de interrogatorio, y que nosotros dentro de la policía…

Vaciló antes de continuar.

—¿Sí?

—… tenemos grandes lagunas de conocimientos. Incluso me atrevería a decir que hemos sido ingenuos.

—¿De verdad? —intervino Fransson.

—Sí, sí. Durante mucho tiempo el propio concepto de psicopatía fue incluso considerado anticuado y estigmatizante, pero eso ha cambiado, gracias a Dios. El otro día estuve en una conferencia, mejor dicho, en una conferencia fantástica.

—Vaya —comentó Fransson.

—Fue increíblemente interesante, estábamos todos como pegados a las sillas. Bueno, bueno, tendríais que haber estado. La daba Hans Rekke.

—¿Quién?

Se miraron unos a otros. Resultaba evidente no solo que nadie había oído hablar de ese tal Rekke sino que, además, no era algo que les preocupara lo más mínimo.

—Es catedrático de Psicología en la Universidad de Stanford, un puesto de enorme prestigio.

—Impresionante —afirmó Fransson con ironía.

—Sí, desde luego —siguió Falkegren sin percibir el sutil tono burlón del comisario—. Le citan en todas las revistas más importantes.

—Fantástico —intervino Ström también con ironía.

—Pero no creáis que anda por las nubes con sus teorías. Es especialista en métodos de interrogatorio y ha ayudado a la policía de San Francisco. Es asombrosamente agudo y competente —concluyó.

Estas tampoco fueron unas palabras bien acogidas por los asistentes a la reunión. Más bien reforzaron el ambiente de enfrentamiento que se respiraba en el despacho. Por un lado, el jefe, un trepa que había ido a una conferencia que le hizo ver la luz, y por el otro, Fransson y sus hombres, los policías sensatos y trabajadores con los pies en la tierra que no caían rendidos a las primeras de cambio ante cualquier novedad en boga.

—El profesor Rekke y yo nos entendimos enseguida, congeniamos muy bien —continuó Falkegren, dejando claro que él también era especial, ya que había logrado semejante compenetración con una persona tan inteligente—. Le hablé de Costa —dijo.

—De modo que le hablaste de Costa.

Fransson alzó una ceja.

—Le hablé del narcisismo y la idea de grandiosidad que hay en su personalidad, y le comenté la situación un poco complicada en la que nos encontramos por falta de pruebas concluyentes —siguió Falkegren.

—Vale… —contestó Fransson.

—Y entonces mencionó ese método que se empleó con Bundy, y dijo que quizá podríamos probar con eso.

—Qué bien, pues ya conocemos el trasfondo de la historia —comentó Fransson, ansioso por terminar la reunión.

—Pero luego, cuando salió tan bien, cuando Costa realmente se sinceró, pensé, Dios mío, si Rekke ha podido ayudarnos tanto con una idea lanzada así de improviso, ¿qué no podría hacer si supiera más del caso?

—Hmm, bueno, quién sabe —dijo Fransson incómodo.

—Exacto —continuó Falkegren—. Así que me puse a indagar un poco más sobre su persona… bueno, ya sabéis que tengo mis contactos, y no me he encontrado más que elogios. Nada más que elogios, caballeros. Por eso me he tomado la libertad de enviarle al profesor Rekke el material sobre el caso.

—¡¿Que has hecho qué?! —exclamó Fransson.

—Le he enviado el material de la investigación —repitió Martin Falkegren, pero era como si los demás no lo entendieran del todo.

Fransson se levantó.

—¡Pero eso es una violación del secreto de sumario, joder! —espetó.

—Tranquilo, tranquilo —dijo Falkegren—. No es ninguna violación de nada. Rekke formará parte de nuestro equipo, y además en calidad de psicólogo tiene la obligación de guardar el secreto profesional. Sinceramente creo que le necesitamos.

—Chorradas —soltó Fransson.

—Habéis hecho un buen trabajo, ya os lo digo, de eso no cabe duda. Pero no tenéis pruebas concluyentes. Necesitáis una confesión, y estoy convencido de que Rekke puede ayudaros con eso. Detecta como nadie contradicciones y fisuras en las declaraciones.

—¿Y qué hacemos? ¿Qué pretendes? —protestó Fransson—. ¿Que el catedrático se encargue de la investigación?

—No, no, por el amor de Dios. Solo os pido que os reunáis con él y que le escuchéis. A ver si puede aportar un nuevo enfoque, nuevas ideas. Os recibirá este sábado a las dos en su casa en Djursholm. Me ha prometido repasar todo el material para entonces.

—Yo no pienso sacrificar otro sábado más para semejantes tonterías —soltó Axel Ström, el mayor del grupo y cerca ya de la edad de jubilación.

—Okey, okey, está bien. Pero algunos de los demás seguramente podréis ir. Tú, por ejemplo —siguió Falkegren, señalando a Micaela—. De hecho, Rekke me ha llamado preguntando por ti.

—¿Preguntando por mí? —Miró a su alrededor visiblemente incómoda, convencida de que se trataba de una broma.

—Sí, con relación a algún interrogatorio que habías hecho a Costa que le ha parecido interesante.

—No creo que piense que… —empezó.

—Primero, no podemos dejar que Vargas vaya sola —interrumpió Fransson clavando la mirada en Falkegren—. No tiene suficiente experiencia, ni de lejos. Y en segundo lugar, con todo respeto, Martin, podrías habernos informado antes. Has ido a espaldas de nosotros.

—Lo reconozco. Te pido disculpas por eso.

—Bueno, en fin, ya está hecho. Yo también voy.

—Bien.

—Pero no pienso seguir ni uno solo de los consejos del señor catedrático si no me gustan. El encargado de la investigación soy yo, nadie más.

—Claro que sí. Aunque te pido que vayas con la mente abierta.

—Yo siempre voy con la mente abierta. Forma parte del trabajo —dijo, y entonces Micaela tuvo que reprimir el impulso de bufar o soltar algún comentario mordaz.

Pero, como siempre, permaneció callada limitándose a asentir con la cabeza con semblante serio.

—Yo también me apunto —anunció Lasse Sand­berg.

—Y yo —dijo Jonas Beijer, y así fue.

El sábado siguiente quedaron delante de la comisaría para ir juntos a la elegante residencia del profesor Rekke situada en Djursholm: Micaela, Fransson, Sandberg y Beijer.

Obscuritas – David Lagercrantz

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