Resumen del libro:
La edición de esta obra pone al alcance de todos el grandioso caudal poético de quien escribió pensando en el Pueblo y no en las bibliotecas. «Los poetas —diría M. Hernández— somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplando a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas». En esta obra se han incluido poemas que hasta ahora permanecían inéditos. Así mismo se han cuidado la ordenación de los distintos libros según un orden que consideramos más lógico, corrigiendo también las erratas introducidas en otras ediciones. Para esta labor ha sido necesario volver a efectuar una nueva lectura de los originales cedidos amablemente por la viuda del poeta, Josefina Manresa, para este fin. Junto al valor literario que representa esta obra hay que añadir la valiosa aportación del poeta y crítico literario Leopoldo de Luis —que fue además amigo personal de Miguel Hernández— y del profesor Jorge Urrutia —director del Departamento de Literatura de la Universidad de Extremadura— quienes han ordenado y prologado esta edición.
APROXIMACION A LA FIGURA DE MIGUEL HERNANDEZ
Todos los biógrafos han resaltado la importancia del paisaje, así como del medio ambiente en que se desenvuelve la vida de Miguel Hernández, y muchos acuden a los textos de Gabriel Miró, el gran estilista de Alicante, en cuyas novelas del primer cuarto de siglo se captan las esencias tradicionales y el colorido barroquizante de Orihuela.
Si en el joven Miguel influyen la luz y el color de la huerta, influyen también las costumbres y la tradición levítica. Ciudad jerarquizada y católica, en la que la familia ocupaba un modestísimo lugar girando en torno al quehacer paterno, en una humilde casa. Miguel Hernández Sánchez trataba en ganado lanar, criando pequeños hatos de cabras y ovejas, para vender y comprar, vendiendo también la leche que producía, en un negocio de poca monta, sostenido con personal esfuerzo al que asoció pronto el de los hijos varones (Vicente y Miguel). El matrimonio tuvo además dos hijas (Elvira y Encarnación). Tres más, murieron de muy niños.
En semejante contexto familiar un hijo con vocación artística resulta un desacomodo. No culpemos del todo al padre —que incluso pegaba al chico si lo encontraba leyendo—. Producto de una sociedad clasista y discriminatoria, donde la cultura es un lujo, en un medio rural cuyo ínfimo nivel educativo obstruye toda comprensión. Apegado a su oficio, hubiera sido un milagro que admitiese de buen grado un hijo poeta. Por otra parte, parece necesario reconocer que, pese a todo, la asistencia de un muchacho al colegio hasta los catorce años (edad a la que el padre decidió que Miguel lo dejara), en aquella época, en un medio agrario y en familia de pocos recursos, es casi excepcional. Ni siquiera la ley de enseñanza obligatoria marcaba entonces esa edad, y ha sido siempre una ley incumplida, sobre todo en el campo y en los barrios suburbanos. Quizá sería más justo decir que los padres de Miguel, dadas sus circunstancias y su ambiente, no hicieron poco y que el chico disfrutó de mayor escolaridad que la inmensa mayoría de los hijos de pastores y campesinos en la España de 1920.
Desde el 73 de la oriolana calle de Arriba, el niño Miguel caminaba a diario hasta las escuelas del Ave María, anejas al Colegio de Santo Domingo, de la Compañía de Jesús. Primero, en aquella escuela, con un maestro formado en las doctrinas del Padre Manjón; después —de los a los 14 años— en el propio Colegio, con los Padres de la Compañía, Miguel fue «alumno de bolsillo pobre». Así le llamó su condiscípulo José Marín Gutiérrez «Ramón Sijé» —hijo de acomodada familia y luego abogado y escritor, tempranamente muerto, cuya influencia en los primeros años de Miguel resultó visible.
Alumno de bolsillo pobre, su talento natural y su vocación por las letras suplieron la truncada enseñanza escolar. Por ese talento y por esa vocación hubo de sobresalir pronto, puesto en seguida en contacto con los libros. Por eso, aunque las exigencias de una precaria economía doméstica lo arrancaron, por decisión paterna, de aquellos iniciales estudios, no se pierde el muchacho en los rudos quehaceres, sino que persevera en las lecturas y aún saca del oficio experiencias capaces de sustanciar sus versos.
Por de pronto, el menester pastoril le puso más en comunicación con la naturaleza, huella imborrable en sus escritos. Es en la misma naturaleza donde aprende la vida, los milagros vivos y diarios cuya comprensión va a dar sabiduría a su obra, enraizándola en la tierra. Miguel poeta va a sufrir, sin duda, los inconvenientes del autodidacto, pero también va a gozar las virtudes del hombre sencillo y natural. Entre aquéllos, unas lecturas irregulares y dispersas, carentes de sistema, obtenidas por préstamos amistosos y en las bibliotecas de los centros locales de recreo, así como la proclividad a las influencias. Ello justifica que mezclase folletines por entregas, narraciones piadosas, literatura mística, poemas del Modernismo. Gabriel y Galán o Gabriel Miró. La permeabilidad del joven, sin un rigor selectivo, sin un encauzamiento del gusto, se descubre zozobrante en sus primeras muestras. Pero la vocación estaba allí, como una marea creciente capaz de sobrepasar todo escollo, y allí estaba un sentido espontáneo de lo puro, un amor por lo que nace de la tierra y nos integra en el ámbito de la naturaleza madre.
Las primeras amistades de Miguel significan, lógicamente, mucho en su formación. Primordial fue la de Ramón Sijé, con la ascendencia que supone haber sido condiscípulo infantil y llegar a graduarse como universitario. Sijé fue ensayista precoz, hombre de pensamiento católico, atraído por las corrientes renovadoras del neocatolicismo, siguiendo la pauta de intelectuales como José Bergamín. A ejemplo de Cruz y Raya —la notable revista de éste último— Sijé fundó y dirigió El Gallo Crisis, meritoria empresa en el pequeño círculo de una provincia. Para entonces, ya Miguel había publicado en la prensa local sus primeros e inseguros poemas, y corría el riesgo de enemistarse con su padre para probar suerte en Madrid. Excedente de cupo en el servicio militar, se cuenta que hubiera deseado ir al cuartel como medio de evadirse.
Continuamente «alumno de bolsillo pobre», son los amigos quienes reúnen dinero para el billete hacia la capital. «Siempre sobre la madera de su vagón de tercera», como don Antonio Machado. Había entonces en Miguel —1931— más entusiasmo y deseo de superación que valor literario, y había en los cenáculos de Madrid más curiosidad folklórica ante el joven poeta-pastor que cauces de ayuda positiva. Es sabido —lo dicen todos sus comentaristas— que en Madrid le recibieron Concha Albornoz —hija del entonces ministro de Justicia de la República— y Ernesto Giménez Caballero, editor de una de las trincheras de la literatura joven: La Gaceta Literaria. También es conocido el hecho de que el periodista Martínez Corbalán publicó una entrevista en Estampa —publicación gráfica muy difundida—. Pero, carente de más sustento, hace falta mucho corazón para regresar al pueblo y a la casa paterna, incriminadora, y mantener los palos del sombrajo de las ilusiones. La capacidad de entusiasmo fue proverbial en Miguel, quien supo poner siempre buena cara al tiempo adverso.
Si por la boca muere el pez, por los ojos se pierde o se salva el poeta: por sus lecturas. La vocación le acercó algunas poéticamente enriquecedoras. Buen levantino, amigo del color y de la luz, de la policromía barroca, se aficionó a algunos clásicos. La obra de Góngora —reactivada en la atención culta de aquellos años— le estalló en las manos como una granada de furiosa hermosura. Góngora es oscuro por dentro, pero brillante por fuera. Asombra la facilidad con que Miguel salta del verso fácil, que respira aires de un bucolismo gabrieligalanesco o de romanticismos sentimentaloides o de pastiches modernistas, a una trabajada y conceptuosa recreación de la realidad, con metáforas que, si beben en Góngora —o en los gongoristas de la época: Alberti, Gerardo Diego…—, poseen elementos personales innegables, a más de un arranque auténtico. Porque no se miente el poeta a sí mismo elaborando sus barrocas octavas reales, como una visión apresurada puede hacer pensar, sino que canta cuanto le rodea, cuanto constituye su mundo, enjoyándolo con un lenguaje tropológico recargado, como si quisiera salvarlo de su vulgar cotidianidad.
El primer libro, con aquellos recientes poemas, aparece en 1933. Su primer libro. Rodeado por el cariño de sus amigos de Orihuela, las reuniones en la panadería de Carlos y Efrén Fenoll, con Jesús Poveda y los hermanos Marín Gutiérrez («Ramón Sijé» el mayor, el otro, luego, «Gabriel Sijé») y con el jovencisimo Manolo Molina, son el círculo propicio para celebrar el éxito. Miguel, crecido en su personalidad, regresará a Madrid, si no con mayores recursos económicos sí con un bagaje poético más rico. Es en marzo de 1934. Lleva consigo dos actos de un auto sacramental, otro fruto de la dedicación a los clásicos.
Las amistades llegan pronto. El matrimonio de poetas Carmen Conde y Antonio Oliver Belmás, con quienes compartió unas jornadas literarias en Murcia. El propio García Lorca, al que conoció en una excursión de «La Barraca». Vicente Aleixandre, al que escribe pidiéndole un ejemplar de La destrucción o el amor. Miguel ha roto con su vida de muchacho campesino. Ya tras el primer viaje, consiguió empleo en una notaría. No es, pues, pese a sus pocos años de escolarización, un muchacho inculto. Posee unos conocimientos amplios que sus estudios irregulares le han proporcionado. Desde luego, una cultura literaria.
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